Yo, Daniel Blake, de Ken Loach
Dejemos a un lado a los psicópatas y a los chicos malos que pueblan buena parte de las películas que se estrenan. La mayor parte de la humanidad está formada por gente buena, honrada, íntegra. Esos son los personajes eternos de ese irreductible, y a veces ingenuo, luchador del cine social que es Ken Loach, el heredero directo del free cinema.
Yo, Daniel Blake es el retrato de un ciudadano cualquiera en esta Europa devastada por la crisis inventada para laminar a la sociedad, para que suceda precisamente lo que acaba pasando en la película del director de Felices dieciséis, una de sus mejores películas. Daniel Blake (Hayley Squires) es un carpintero viudo que sufre un infarto y al que no le dan la invalidez provisional y tampoco trabajo porque no es apto para él. Una endemoniada burocracia, con sus normas absurdas, y un servicio sanitario externalizado le pondrán todas las trabas habidas y por haber a su vida futura. En su odisea, este luchador que no agacha la cabeza, se encuentra con Rachel (Natalie Ann Jemieson) una joven madre soltera con dos niños y sin trabajo que no puede encender la calefacción y ha de prostituirse.
Daniel Blake lo ve claro: todo se orquesta para que los Daniel Blake de este mundo, el excedente humano, desaparezca de los ordenadores y sea, en el sentido más contundente, enterrado. La burocracia mata en el Reino Unido de los conservadores como mataba en la de Margaret Tatcher, odiada por el cineasta británico. La película de Ken Loach, como todas las suyas, destila humanismo social y peca de ingenuidad. La batalla, ahora y siempre, la están perdiendo los Daniel Blake. Al capitalismo salvaje, y que mata, no se le puede combatir a cara de ángel (su único acto de rebeldía consistira en pintar en las paredes de las oficinas de la Seguridad Social: Yo soy Daniel Blake) sino a cara de perro.