De Sofía a Bucarest en doce horas de tren privado
Se despide de Varna y del Mar Negro con el cielo nublado y esos barcos estancados en el horizonte desde un par de días, inmóviles como en un escenario. El GPS le saca en croata de la ciudad balneario que le resulta una de las más agradables de este país amable, acogedor y barato que es Bulgaria. El GPS le indica que tardará seis horas en llegar a Sofía, pero Ulises conduce a la búlgara (lo que se ve, se pega) y acorta el tiempo en una hora, pasando por poblaciones desconocidas y paisajes montañosos de mediana altura e increíble belleza otoñal.
No ha visto accidentes en todos los días que lleva en Bulgaria, a pesar de que los conductores se toman de forma muy laxa eso de respetar las normas de tráfico. No ve más prostitutas de carretera (además de la niña gitana) que dos chicas espigadas que se pasean a cien metros una de la otra por un arcén perdido entre dos pueblos sobre tacones de aguja, pero bien abrigadas. Apenas ha visto policías. No ha asistido a ninguna riña ni ha oído una voz más alta que otra. Ha comido bien y barato si exceptúa esos desayunos incomestibles. Le han parecido correctos los hoteles. Le ha parecido Bulgaria un país empobrecido pero digno.
Llega a Sofía a tiempo para dejar las maletas en el Best Western y devolver el coche en la oficina Hertz del aeropuerto. No revisan el coche cuando devuelve las llaves. No comprueban que el depósito de gasolina esté lleno. Le gustan los búlgaros por ese exceso de confianza y honradez (le devolvieron el dinero cuando iba a dar de más en comidas y compras), así es que pone un notable a ese país todavía no corrompido por el turismo.
A la mañana siguiente un taxista adicto al tabaco, que no hace más que removerse en su asiento hasta que se vuelve para preguntarle si le importa que fume, le lleva a la nueva y resplandeciente estación de tren de Sofía que nada tiene que ver con el cochambroso tren internacional que ha de coger, tres vagones y una máquina eléctrica que parece antediluviana. Sube al tren y espera que lo hagan más pasajeros. Un estadounidense joven con mochila y gorra de béisbol lo hace en el vagón contiguo, y una mujer que arrastra dos gigantescas maletas se instala en el vagón de primera clase, así es que el tren internacional que une Sofía con Bucarest arranca con tres únicos pasajeros y Ulises se dispone a disfrutar de un viaje privado en tren, un lujo que no ha tenido en sus 65 años de vida y que se lo depara la compañía ferroviaria búlgara.
El tren sube montañas, nada más dejar atrás los destartalados y llenos de basura y pobreza arrabales de Sofía. Los trenes pasan siempre por las zonas menos amables y más ocultas de las ciudades, reflexiona Ulises, o quizá sea que la pobreza busca la proximidad de la vía. Por la ventanilla pasan parajes de una belleza extraordinaria en los que la niebla reinante, que no se alza, pone una nota de misterio. El tren, que corre más de lo que hace suponer la vetusta máquina eléctrica que arrastra esos tres vagones con sus tres pasajeros, se detiene en algunas estaciones de la Bulgaria profunda y Ulises es espectador privilegiado de las condiciones de vida miserable de muchos búlgaros, de los que viven en el campo. La belleza de ese paisaje agreste de gargantas, bosques cerrados y ríos de aguas turbulentas, no tiene una correspondencia adecuada en esas poblaciones de casas en situación de derrumbe, abandonadas muchas, y basura acumulada a lo largo de la vía, pero Ulises se concentra en el paisaje y en ese ruido rítmico de los travesaños de los raíles cuando pasa por encima el convoy, una melodía arcaica que ya tenía olvidada y le hace volar a los siete años. Ha llovido desde entonces. Su rostro se ha endurecido; su piel se ha cuarteado; esa barba que hace veinte años era negra es ahora blanca. Ya no tiene tanta fuerza. Ya ralentiza sus movimientos en una especie de ahorros vital. Siente su cuerpo, y le duele, y sus carencias. ¿Cuántas novelas le quedan? Un viaje de doce horas en tren da para pensar, hasta para rebobinar la vida y juzgar sus pasajes menos agradables. El tren.
El tren se mete por una angosta garganta, cruza puentes de hierro, que crujen, sobre ríos que no había visto conduciendo por carreteras, atraviesa túneles y sigue ascendiendo hasta que comienza a bajar hacia la llanura rumana y el paisaje empieza a despoblarse de árboles. Hay, en las estaciones por donde pasa, o en las que se detiene, jefes de estación con gorra de plato roja y uniforme que agitan la banderita. Suben inspectoras, de vez en cuando, que le reclaman el billete, lo miran detenidamente y estampan una firma de verificación en él. Hay más empleados que viajeros en ese tren que le hace recordar el tren fantasmagórico y alegórico de Europa de Lars Von Trier, película hipnótica.
Ese tren privado y destartalado no tiene bar, una pega enorme para un viaje tan largo. Un Bloody Mary entraría bien, pero mejor en Rumanía, en el territorio de Vlad Drácula. Espera en vano Ulises que suba alguien a venderle un bocadillo o una bebida en las estaciones en las que se detiene. En Ruse, último pueblo búlgaro antes de entrar en Rumanía, el convoy aparca una hora y cambian de máquina. En una hora, piensa Ulises, le dará tiempo de bajar, entrar en la estación y comprar algo de comer y de beber. Cruza la vía, como ven que la cruzan los empleados y los pasajeros escasos que esperan otros trenes, entra en la estación más grande y desangelada que ha visto jamás, en donde se pierde, y busca inútilmente un kiosco de comida. La estación está vacía, miles de metros cuadrados distribuidos en tres plantas para que no haya nada absolutamente, ni gente siquiera en ese vacío en donde resuena el eco, nada y nadie. Parece una pesadilla kafkiana o el escenario de una película fantástica. Consigue salir a la calle, pero es una carretera ancha con mucho tráfico y tampoco se ve en las cercanías tienda de comestibles alguna, así es que vuelve a su tren que arranca media hora más tarde para detenerse en la frontera rumana, después de cruzar por un puente kilométrico el gigantesco Danubio, la divisoria natural entre los dos países, que parece un mar próximo a su desembocadura. Suben policías rumanos que se llevan su documentación para verificarla y se la devuelven cinco minutos antes de que el tren arranque de nuevo.
El paisaje de esa zona de la Rumania agrícola es deprimente. Si en Bulgaria había basura junto a las vías, aquí hay más. La llanura hasta llegar a Bucarest es gigantesca, infinita, pero no ve nada plantado salvo maíz, el maldito maíz para combustible que cubre ya medio planeta. Anochece cuando el tren cruza pequeñas poblaciones en donde las luces de los tractores iluminan tierras roturadas y caballos de tiro arrastran carros cargados de heno. Se mete en sus m0destas casas que huelen a comida cocida, a coles, observa como esos campesinos se reúnen alrededor de la mesa y rezan porque hoy comen. Tiene una alucinación olfativa producto del hambre, huele realmente a un guiso en ese vagón que no comparte con nadie y se levanta y va al vagón de al lado, el que ocupa el americano mochilero, y allí no huele. El maquinista que debe de haber abierto su fiambrera y ese aroma de comida se ha colado en el vagón de Ulises que distrae el hambre leyendo una novela policial, escribiendo durante un rato notas sobre ese viaje con las que empieza a tramar una novela negra que se moverá por esos tres escenarios del viaje.
Bucarest aparece doce horas más tarde de haber emprendido ese viaje privado en tren. La estación es más vieja que la de Sofía, pero más animada, con tiendas y restaurantes. La de Bucarest es una estación con cierto aire canalla: borrachos, vagabundos y gigantescos travestidos en busca de clientes se mueven en la puerta de salida con extravagantes pelucas rubias. Saca unos cuantos leis del cajero automático y va a la busca de un taxi. El taxista le pasea por la Bucarest espectacular, el París de los Balcanes, de grandes avenidas y enormes edificios del Conducator, el heredero rojo de Vlad Drácula, que gobernó el país con su mujer, una Elizabeth Báthory, como si fuera una propiedad privada hasta que murió con ella ante un pelotón de fusilamiento.
El hotel Rin está en el barrio judío, en la calle Train que recorren en dos sentidos tranvías tan obsoletos como ese tren que le ha traído hasta Bucarest, y el taxi rueda sobre las vías. El edificio es moderno, de seis plantas y habitaciones confortables que contrasta con la precariedad urbanística del entorno. Baja a cenar sin desempacar, porque está hambriento después de más de doce horas de ayuno. Pide un guiso típico moldavo, de carne, pimiento, polenta y huevo frito, que devora. Ahoga la sed con una cerveza marca Ursus, el nombre del luchador rumano que salvaba a Deborah Kerr del toro en Quo vadis. Aún tiene espacio para un biscuit de cacahuete regado con miel. Una buena cena que cree merecerse.
Sube a las once de la noche a la habitación y planea, con el mapa que le han dado en recepción, la ruta urbana del día siguiente. Y reflexiona sobre ese largo camino, en horas, que ha hecho entre las dos capitales. Hay veces que el viaje es más importante que el destino, y siempre que piensa eso le viene a la cabeza el maravilloso libro escrito a cuatro manos por Julio Cortázar y Carol Dunlop Los autonautas de la cosmopista, literatura y ternura a raudales de dos amantes, que no sabían que pronto iban a morirse, en áreas de descanso de las autopistas. No había destino. Solo viaje. Hay ha sido solo viaje, piensa Ulises, aunque esté en un destino.