Snowden, de Oliver Stone
Que los estados no están al servicio de sus ciudadanos sino contra ellos es una evidencia que ha quedado bastante clara tras una serie de escándalos y filtraciones de papeles secretos, principalmente en Estados Unidos. Snowden era una película muy esperada aunque su director, Oliver Stone, ha perdido su fuelle narrativo hace muchos lustros, y aquí no lo recupera a pesar de su bienintencionado mensaje. De los drones usados para fines pacíficos, para esos maravillosos planos cinematográficos aéreos, a los drones como armas de asesinar indiscriminadamente con un simple clic del ordenador en un despacho lejano de donde tiene lugar el crimen, algo que se asemeja mucho a un juego virtual sino fuera porque los muertos son reales, pero ni apestan ni molestan a miles de kilómetros.
Ed Snowden puso al descubierto un programa de control de comunicaciones masivo que conculcaba las leyes de su país, como las conculcaban las detenciones ilegales sin cargos en Guantánamo o la tortura reconocida como interrogatorio reforzado. Al margen de sus buenas intenciones de denuncia política, que nadie le discute, el director de JFK construye un thriller farragoso y carente de tensión en el que el espectador se pierde en una maraña de datos informáticos y pantallas con algoritmos y poco conoce a su personaje central más allá de ser un agente de la CIA que fue desengañándose paulatinamente de la agencia y de la política de su país.
Ed Snowden, como Julian Assange, los mensajeros, están proscritos; el primero vive refugiado en la Rusia de Putin, un anfitrión poco recomendable, y el segundo sigue encerrado en la embajada de Ecuador en Londres, mientras que los delitos denunciados no se han juzgado ni sus responsables han sido puestos a disposición de la justicia. Eso es el poder absoluto: la impunidad absoluta. Pero lo peor es que el ciudadano de a pie ya acepte como inevitable la falta absoluta de privacidad y el que sus mensajes puedan ser hechos público.
Snowden, estructurada a través de una entrevista periodística con la que se convoca a los medios a compartir la denuncia del espionaje masivo de la CIA, es larga, aburrida y poco aportan unas interpretaciones planas de Joseph Gordon Lewitt, que encarna al agente arrepentido, Shaiene Woodley, a su amada Lindsay Mills, la chica radical, ni los veteranos Nicolas Cage y Tom Wilkinson. Decepción al por mayor.