La ciudad romana de Plovdiv
Para ir a Plovdiv hay que desandar lo andado hasta Sofía, y también hace falta un buen desayuno, pero eso es difícil en Bulgaria. Le hacía una cierta ilusión a Ulises desayunar con los monjes, para saber de qué se alimentaban esos corpachones. No hay monjes delgados. Tampoco curas. La iglesia suele cuidar a los servidores de Dios con la sopa boba. Se queda con las ganas.
Ulises conduce el Skoda blanco carretera abajo, siguiendo el curso del río Pilska por bosques otoñales, hasta la primera cafetería que ve. La oferta para desayunar en Bulgaria no está siendo estimulante, se dice Ulises mientras inspecciona lo que hay en ese bar. Se decide por lo que parece una torrija mal hecha, y, en efecto, eso es. Está salada y no sabe si compensarla echando azúcar a la superficie. El café es aguado, frío, y no le quita el sueño.
Así es que vuelve de nuevo a Sofía y toma una de las autopistas que la circunvalan hasta que encuentra el indicativo Plovdiv; luego 130 kilómetros por una llanura aburrida y adormecedora, con tráfico escaso y pavimento regular que le hace cabecear. Las arias que suenan en la radio del coche tampoco ayudan a mantenerle despierto. Por suerte entra en Plovdiv antes de que el sueño lo venza.
Plovdiv, la segunda ciudad de Bulgaria, con casi trescientos cincuenta mil habitantes, creció alrededor de su centro histórico y lo hizo con poca gracia, distribuyéndose entre siete colinas y a ambos lados del río Maritsa. Su hotel está, precisamente, en esa parte poco agraciada de la ciudad. El hotel Aliance tiene seis plantas y garaje subterráneo para que deje el coche. Ulises, cargado con su maleta y el bolso de la cámara de fotos, toma el ascensor hasta recepción. La habitación 603 es grande y enmoquetada, tiene minibar con coca-colas y agua y una terraza con un taburete. Se le ha pasado la hora del sueño, así es que Ulises se echa a la calle.
Para llegar al centro de Plovdiv debe seguir una ancha calle que nace de una rotonda próxima al hotel. Después de diez minutos, Ulises desemboca en una enorme plaza vacía al final del extenso Lauta Park, una zona verde bien cuidada con estanque central con fuentes luminosas y terrazas de bares. En esa enorme explanada vacía, en la que un viejo toca un violín y hay vendedores de cuadros espantosos que los cubren con plásticos por si llueve, destaca el monumento a los caídos, un grupo escultórico de bronce de cuatro soldados malheridos, quizá uno de ellos muerto, con aspecto de cosacos que enarbolan fusiles con bayonetas y que pasarían por rusos sino lucieran una cruz latina en vez de la hoz y el martillo en sus morriones de astracán.
La calle principal de Plovdiv, Aleksandar I Batenberg, es una rambla peatonal que pasa por delante del Teatro Nacional y la Pinacoteca. Las casas regias del siglo XIX, con fachadas de color pastel, se alternan con las desconchadas. Hay tiendas de ropa, en las que Ulises no compraría un pañuelo, junto a franquicias internacionales como H&M. En medio del paseo, en un subterráneo abierto en la plaza Dzhumaya, para que luzca, están las gradas bien conservadas del antiguo estadio romano, una parte infinitesimal de él (podía albergar a 30.000 espectadores), pequeña porción del graderío y columnas, y enfrente, también bajo tierra y al mismo nivel, un sofisticado bar de copas para que los clientes saboreen gin-tonics contemplados por un monumento del pasado.
La mezquita Dzhumaya, del siglo XIV y edificada bajo el reinado del sultán turco Murad I, tiene nueva cúpulas, un estilizado minarete y está a dos pasos, junto a establecimientos de kebab. La mezquita está abierta al culto y un letrero en las escaleras indica que no admite visitas de turistas curiosos porque están rezando en su interior. Entran y salen de ella chicos que no tienen aspecto de radicales. Tampoco ha visto, en todos los días que lleva en Bulgaria, mujeres con el pañuelo en la cabeza. Aunque Plovdiv perteneció a la provincia romana de Tracia, después de que fuera conquistada por Filipo II de Macedonia, el padre de Alejandro Magno, junto a los antiguos tracios, los hoy búlgaros, conviven turcos, gitanos, hebreos y armenios.
Buscando la catedral tropieza con la iglesia ortodoxa de Sveta Marina con claustro exterior pintado de blanco con cenefas azules y decorado con frescos de escenas bíblicas (Adán y Eva perdiéndose el paraíso terrenal; el arca de Noé) en bóvedas y paredes, y el interior de la iglesia recargado de pinturas y altares dorados, típicos del arte bizantino. Una mujer entra a rezar y pone una vela. No son grandes las iglesias ortodoxas, sino pequeñas. No parece haber mucha devoción religiosa entre los búlgaros.
El casco antiguo de la ciudad ocupa la colina más elevada. Allí está la pequeña catedral con su torre de campanario amarilla que desentona con el conjunto de piedra gris del resto de la construcción, un exterior que es anodino mientras su interior es lujoso y recargado, y por los alrededores hay una serie de iglesias hermosas como la de San Constantino, sin claustro exterior, con un retablo alargado de mármol blanco en el que están incrustados cuadros de diversos santos, entre ellos el del emperador romano que tanto hizo por los cristianos, que resulta extrañamente luminoso para tratarse de arte bizantino, y una fuente de mármol en el jardín exterior, en forma de cola de pavo real.
Por calles empedradas de forma harto tosca y en fuerte pendiente, sube Ulises observando a derecha e izquierda casas de empaque como la Casa Kuyumdzhiogh, sede del museo Etnográfico, un caserón con fachada pintada de negro, una especie de contrasentido en un país en donde el sol no luce de forma excesiva, la Casa Nedkovich, la Casa Georgiadi, la Casa Hidliyan, la Casa Ritora, casi todas del siglo XVIII y XIX, y la Casa Lamartine en donde se alojó el poeta y viajero francés a su paso por Bulgaria, hoy museo y sede de los escritores búlgaros, cerrada a cal y canto y con aspecto de abandono. En el exterior de la casa de Lamartine hay una placa de homenaje que recoge palabras de elogio de François Miterrand hacia su compatriota cuando visitó la ciudad.
Observa con cierta perplejidad Ulises, que camina por ese resbaladizo empedrado bajo una fina lluvia y cielo gris, que todas esas casas antiguas, algunas de las cuales permiten el acceso de intrusos en sus jardines, tienen sus fachadas pintadas en colores oscuros (negro, ocre, verde apagado), una austeridad que suavizan las cenefas pintadas en blanco, y que sus balconadas cubiertas se aguantan sobre vigas de madera que se clavan directamente en las paredes de las construcciones.
Reina en esa zona antigua, sin tiendas y con algún restaurante cerrado, una cierta decadencia, pero todavía no ha descubierto Ulises el monumento más emblemático de la antigua ciudad romana que casi corona esa colina: el anfiteatro romano, tan bien conservado como el de Mérida, está en la calle Tsar Ivaylo. Espectacular y grandioso, destacan los dos niveles con las estilizadas columnas del sacaenae fons tras el proscenio y el graderío de mármol alrededor de la orquesta. Y, como sucede en el estadio de abajo, un par de bares han situado sus terrazas junto al monumento para que sus clientes disfruten de tan espectacular vista.
Aun callejea más Ulises hasta que tropieza con un bar con vistas casi en la cima de la colina en la misma calle en donde hay una farmacia antigua que es un museo de la medicina. Se sienta y pide al muchacho que atiende las mesas una cerveza y una copiosa ración de queso frito con mermelada de frambuesa. Empieza a acostumbrarse al amargor de la cerveza búlgara Zagorka. Puede que termine gustándole.
Cuando desciende hacia el centro, pasa por delante del museo restaurante que los derviches giróvagos tienen en Plovdiv, un edificio enorme y ampuloso con ventanas cegadas con celosías, e imagina Ulises a los danzantes sufís turcos llegando al éxtasis en sus giros sobre sí mismos mientras a los comensales la comida les da vueltas en sus estómagos.
Regresa al hotel cuando anochece, después de haber dado unos pasos por una galería comercial que le recuerda la Avenida de la Luz de Barcelona de antaño, cuando ese centro comercial tenía un aire sórdido además de cutre, y se pregunta qué extraña fascinación debe ejercer el pintor Salvador Dalí a las gentes de Plovdiv ya que ve fotos de él y reproducciones de sus cuadros por todas partes, y en su hotel, en el salón de desayunos que lleva su nombre, están los famosos sofás de Mae West en forma de gruesos labios rojos femeninos, hay relojes blandos pintados en las paredes y las fotos de Ávida Dólar cuelgan de las paredes. Un misterio surrealista esta Plovdiv que rinde culto al pintor del Ampurdán.