Sofía, bajo la advocación de Alexander Nevsky
Ulises cruza fronteras a bordo de un moderno Ícaro. El vuelo sale a las 8,45 del aeropuerto de Venizelos. Se pierde el desayuno del Hotel Filippo. No se pierde gran cosa. Más podía haber perdido la noche anterior cuando un taxista cocainómano lo recogió en el puerto del Pireo y lo llevo a la Acrópolis por calles en contra dirección, saltándose los semáforos en rojo y a 140 kilómetros hora por una de las autopistas de circunvalación. Quería asustarle. Lo consiguio. Además iba hablando por el celular. No se lleva bien con el gremio de taxistas.
El vuelo es plácido. El zumo de naranja que le sirven las azafatas está fresco. Sobrevuelan un macizo montañoso cuyas cumbres están nevadas e Ícaro desciende atravesando un mar de nubes para tomar tierra en el aeropuerto de Sofía apenas una hora y cuarto de haber despegado de Atenas. Pero todo cambia en ese pequeño lapso de tiempo: país, idioma, raza, paisaje, clima.
El aeropuerto es moderno, pero la ciudad es pobre. Quiere recorrer el país, así es que alquila un Skoda nuevo. El de la agencia Hertz recalca lo de nuevo. Conduce desde el aeropuerto al Best Western. Se espera quince minutos a que le hagan la habitación del quinto piso. La recepcionista es joven y amable. Otra mujer, que está con ella, habla algunas palabras de español. La habitación es discreta para un Best Western, pero también lo es el precio: 35 euros.
No hay euros en Bulgaria. Hay que cambiarlos en un banco por levs. Es barato Bulgaría. Se lo dijo la noche anterior el taxista cocainómano que lo cogió en el puerto de Pireo del ferry de Mykonos mientras lo llevaba por calles estrechas a velocidad de vértigo.
Hay una parada de metro a doscientos pasos del hotel. Las estaciones son enormes, soviéticas. La estación que está en la confluencia del Bulevar Sveti Naum y la Chermi Vrah se llama Unión Europea. Bulgaria está dentro y fuera de Europa. No saben lo que les espera a los búlgaros si entran en el euro. Que miren a su vecina Grecia. O que nos miren a nosotros: un 30% más pobres y un 70% más amargados. Pensamientos lúgubres a tono con el cielo apagado de Bulgaria. Quizá tenga un empacho de sol. Ahora, de aquí en adelante, Ulises navegará hacia la oscuridad interior, a medida que se aleje de ese Mediterráneo que suaviza caracteres.
El metro no circula con excesiva frecuencia, pero Ulises espera pacientemente y no se pierde porque los nombres de las estaciones están en alfabeto cirílico pero también en latino. Dos paradas hasta Sérdika, el nombre romano de la ciudad. Es entonces, al salir del metro a la superficie y ver a los búlgaros muy abrigados, que se da cuenta Ulises que la temperatura ha bajado por lo menos 15 grados o más con respecto a Grecia. Se pone el jersey que lleva anudado a la cintura. Mira el cielo grisáceo. No sale el sol en Bulgaria, al contrario que en Grecia. Países fronterizos y tan diferentes. ¿Qué conoce de Bulgaria? El yogur, que le hace la competencia al griego.
Saliendo por el Bulevar María Luiza, lo primero que ve el viajero, quiera o no, es la inmensa estatua de Sofía, una escultura dorada sobre una altísima columna obra del artista búlgaro Gueorgui Chapkánov que fue instalada allí en el 2000 y que le parece de gusto dudoso. Por el Bulevar María Luiza llega a la mezquita Banya Bashi. Los turcos estuvieron en Bulgaria cuatrocientos años. Los turcos estuvieron a un paso de conquistar toda Europa. Hay rasgos de turco y de zíngaro en los rostros de los búlgaros. Hay búlgaros que dan miedo: enormes. Mejor no encontrarlos en un callejón o enemistarse con ellos.
Hace frío. Pasa frotándose las manos por delante del palacio presidencial en el momento del cambio de guardia. Los soldados visten morriones de astracán con pluma en medio y casacas rojas con entorchados blancos. El cambio de guardia no es tan acrobático como el de Atenas. El Parlamento está enfrente. Es un pentágono irregular con dos lados muy breves. Esa edificación impresionante que va descubriendo por la Avenida de Alexander I le huele a época soviética, como las anchuras de esas avenidas, imposibles de cruzar por superficie (hay que utilizar las bocas de metro) diseñadas para desfiles. La épica del totalitarismo. El sueño comunista arrumbado por la historia al desván de los olvidos hasta que se encienda la mecha de una nueva revolución.
La influencia rusa en Sofía es notable. Antes de llegar a Georgi S. Rakovski tropieza con una iglesia ortodoxa rusa de cúpulas de cebolla doradas. Es preciosa. Quiere entrar pero está en obras. Hay una pedigüeña en la puerta. Hay pedigüeños y gente que parece pasar penurias por las calles de Sofía, lo que no vio en Atenas. Fuera, en la calle, un clan gitano de siete miembros carga enseres en un coche. Tampoco le gustaría tropezarlo en una calle por la noche. Se da cuenta, entonces, de que Sofía es literaria, como lo es Mykonos por la soledad de sus playas agrestes. Tiene en la cabeza un relato negro sobre Mykonos. Un asesino a sueldo, una sirena fatal y un ricachón que no paga las deudas de la cocaína que debe a la organización. Puede meter al taxista del Pireo en algún papel secundario saltándose todos los semáforos rojos de Atenas. Quizá lo haga. Pero en Sofía se le perfilan varias historias. Ulises, además de viajero, es escritor, y los escritores nunca están de vacaciones.
La catedral ortodoxa de Alexander Nevsky, uno de los edificios religiosos más antiguos de Europa, está en una explanada enorme que permite contemplarlo. Alexander Nevsky, repite Ulises para adentro, otro ruso en Bulgaria, un héroe militar coronado santo cuando la santidad iba acompañada de la espada y matar por Dios era casi una obligación. Recuerda a Serguei M. Eisenstein y esa extraordinaria película épica que vio el siglo pasado cuando tenía veintitantos años y tantas cosas se le han olvidado, pero no esa película. Tres cúpulas rematan esa obra maestra del arte bizantino, un arte que los turcos adoptaron sin modificaciones para sus mezquitas: cambiaron la cruz por la media luna. Está abierta la catedral y entra. No se pueden hacer fotos en el interior de las iglesias ortodoxas, pero Ulises se salta la prohibición. Si hermoso es el exterior de la catedral de Sofía, con esas cúpulas verdes que le remiten a los países centroeuropeos, amén de dos inmensas doradas, el interior con tres naves de crucería lo supera. No deja el arte bizantino un solo espacio sin decorar. Murales con motivos religiosos, escenas, retratos de santos, cubren por completo las paredes y las cúpulas, y donde no llegan las pinturas murales bizantinas están los iconos pintados primorosamente sobre tabla por artistas anónimos que utilizaban como base el pan de oro. Todo eso que parece original es mera copia. De nuevo los turcos y su pasión iconoclasta y destructiva cuando convirtieron el templo en mezquita y se apresuraron a borrar todo vestigio de imagen. Hay una serie de altares y unas arañas doradas que cuelgan de las altas cúpulas y dan una luz muy tenue que invita al recogimiento. No hay bancos, no hay sillas. Los fieles deben de permanecer de pie mientras el oficiante celebra la ceremonia en un altar oculto a la vista.
El frío le hace buscar un restaurante por la zona. Entra en uno grande de cocina italiana. Los fetuccini con hongos están francamente buenos y la medida de la ración es la correcta. La cerveza búlgara Zagorka es demasiado amarga para su gusto. De postre pide una creme brulé. Siempre lo mismo, desde niño. Retrocede 55 años mientras apura esa crema tostada hasta el último vestigio. Fiel a la crema catalana. A la búlgara.
La universidad de Sofía es otro de esos edificios regios del pasado. Está en el Vasil Levski Bulevard, pero lo que más le interesa es la plaza ajardinada enorme de enfrente a la que cruza por la estación de metro de Kliment Ohridski en donde tres grupos escultóricos del llamada realismo soviético (soldados, campesinos, mujeres y niños fundidos en un abrazo, puño en alto) homenajean al ejército soviético durante la Segunda Guerra Mundial. Cae pronto el olvido sobre esa gran gesta. Mira Ulises esas ciclópeas figuras de piedra que irradian fuerza y pasión revolucionaria con una cierta melancolía por tiempos pasados. Se extraña que las esculturas hayan sido respetadas por los habitantes de Sofía hartos del yugo comunista del amigo ruso. Claro que los búlgaros no pueden enorgullecerse mucho del papel que jugaron durante la Segunda Guerra Mundial: al lado de Hitler. Como media Europa, Bulgaria era fascista.
Cerca de la catedral descubre un mercadillo y un vagabundo de barba luenga, un tipo que se le ha metido en varias fotos y ahora retrata a traición. Va sucio, seguramente borracho y sus hijos se avergüenzan de él y no quieren saber nada. Morirá en la calle ese anciano de 8o años, que, en sus tiempos, tuvo que ser fuerte y atractivo. En el mercadillo venden cámaras de fotos viejas, iconos, cuadros, cuchillos, pero no encuentra Ulises lo que anda buscando: un gorro de astracán del ejército soviético con la estrella roja y la hoz y el martillo cruzados. El que perdió en un tren de Praga a Budapest.
En la Avenida Tsar Svoboditeli está la zona diplomática de la capital de Bulgaria. Las embajadas de Turquía, Austria e Italia ocupan lujosas mansiones con jardín tras muros defensivos de piedra y hierro colado
Regresa sobre sus pasos y recorre la arteria comercial de la capital, el Bulevar Vitosha, que es la prolongación del María Luiza y en donde está la pequeña iglesia ortodoxa de Sveta Petka Samardzhiyska del siglo XIV y el palacio de Justicia, un edificio de enorme empaque flanqueado por un par de leones de bronce. Recorre ese bulevar peatonal en ambos sentidos, y, finalmente, entra en una librería café a tomar una infusión caliente. Luego regresa a su Best Western con un sentimiento de tristeza por no poder ya brindar por la caída del régimen. ¿Cuál?
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