El monasterio de Rila, Dios en las montañas
El desayuno de ese Best Western es modesto como el establecimiento. A las nueve y media de la mañana, en el comedor, hay un grupo de italianos con aspecto de hombres de negocios, un padre con su hijo veinteañero tatuado y una pareja de norteamericanos cuya hija de seis años viste un tutú de bailarina: no cree Ulises que esa sea precisamente una buena prenda para viajar. Nunca vestiría a su hija con un tutú, piensa Ulises, pero su hija ya tiene más de cuarenta años. Bebe zumo de naranja, toma un café frío, se queda sin cruasán porque otro huésped se le adelanta y espera en vano que repongan los huevos revueltos mientras se entera del ridículo absoluto que ha hecho la Academia del Nobel premiando a Bob Dylan, que, fiel a su carácter huraño, lo ha rechazado. ¿Qué esperaban?
El Skoda blanco que le han alquilado es un coche de conducción suave y motor silencioso. El GPS le habla en croata, pero le saca de la ciudad sin titubeos. El monasterio de Rila, su destino, está a unos 125 kilómetros de la capital. El cielo está nublado, pero se mantiene sin llover. Parte del trayecto lo hace por una autopista en buen estado. El GPS le indica que puede correr a 140 kilómetros por hora, pero Ulises no se fía y no supera los 120. Los últimos 35 kilómetros los hace por una hermoso paisaje montañoso que encierra los colores del otoño en sus hayedos. La carretera, en obras, serpentea siguiendo el curso de un río y deja Rila a su espalda, una población destartalada sin encanto que se alinea a ambos lados de la vía asfaltada.
El monasterio de Rila es un conjunto monacal del siglo X fundado por San Iván de Rila, un ermitaño que vivió toda su vida dentro de una cueva. El cenobio está enclavado entre montes y bosques, en el valle del río Rilski y junto al Drushlyaviysa. Un muro considerable de 22 metros de altura lo encierra y defiende e impidió que lo desvalijaran durante sus muchos siglos de existencia. En sus buenos tiempos, los monjes contrataban a una especie de samuráis, un cuerpo de élite armado de 40 guerreros, que guardaban el recinto y lo protegían de las numerosas incursiones de partidas de bandoleros, y, en caso de ataque, se refugiaban monjes y guardianes en la Torre Jreliyova vecina a la iglesia, a cuyos pies se sitúan ahora vendedores de iconos.
Cuando traspasa el arco de la entrada, Ulises queda deslumbrado por ese enorme monasterio bizantino cuya templo luce con arcos pintados con franjas simétricas en blanco y negro, acebradas, que dan al conjunto un aire árabe. El interior de esa arcada exterior, que rodea la iglesia del monasterio, es una especie de capilla Sixtina del arte bizantino en el que no ha quedado un solo espacio por decorar. Escenificaciones de milagros, tentaciones de diablos, representados como repugnantes murciélagos, hechos relevantes religiosos e iconos de santos y patriarcas decoran muros exteriores y techo de la iglesia obra de los maestros de Samokov y Bansko. El interior de la iglesia Rozhdestvo Bogorodichno, como todo templo ortodoxo, huele a incienso y está sumido en la semipenumbra de las velas y la luz tenue de una inmensa araña central que cuelga de la más grande de las cinco bóvedas que tiene. Tampoco queda en el interior un solo espacio sin decorar con pinturas murales que emplean el pan de oro, pan de oro que brilla también en los retablos de madera repujada con trenzados geométricos de inspiración islámica.
Los turcos, que todo lo arrasaban a su paso, que odiaban los iconos, respetaron el monasterio de Rila en sus cuatrocientos años de dominación musulmana de Bulgaria. Quizá no les interesaba en demasía ese lugar perdido y refugio de inofensivos monjes.
Una de las piezas exquisitas de ese monasterio, declarado patrimonio de la Humanidad por la UNESC0, la encuentra el viajero en el museo. Es una cruz de madera con 36 escenas bíblicas grabadas en ella y 600 figuras en miniatura, proeza que le costó al padre Rafael, el sufrido artesano tallador, la ceguera y puede que le regalara la santidad.
Ulises pasea en estado de gracia absoluta por ese patio majestuoso que rodea la iglesia y bebe agua fresca del caño de una fuente que viene directamente del río Rilski. En el recinto cuadrangular, que rodea y protege el monasterio, distribuidos en los corredores de sus tres plantas que dan la vuelta completa, están las residencias de los monjes, un centenar de celdas. Uno de los monjes, altísimo y con poblada barba negra y cabellos revueltos que oculta bajo el kamelaukion, el característico bonete negro ortodoxo, se pasea veloz por ese patio empedrado, agitado al viento el rason que le llega a los pies. Otros, tocados también con kamelaukion, se asoman a las barandillas de sus corredores para mirar a los escasos turistas que en esa época del año visitan el monasterio.
En la planta baja del recinto hay celdas para alojar a los viajeros por 20 euros. Se anuncian como alojamientos austeros y básicos. Las habitaciones pertenecían a monjes, son oscuras y las alfombras que cubren el suelo permiten un cierto confort. No hay bañera sino un lavabo pequeño para lavarse la cara, y el urinario público está a diez pasos de la celda de Ulises. Así es que Ulises, esa noche, decide purgar pecados y dormir en ese monasterio sacro, pero antes cena una sopa de alubias, una trucha y un helado de vainilla en el primer figón que encuentra en la carretera, comida que incluye la conversación con un camarero búlgaro que aprendió castellano en los tres meses que estuvo trabajando en España, y cuando vuelve al monasterio, ya de anochecida, atranca la puerta de su celda y apalanca una silla en ella, no sea que a ese monje alto y barbudo, u otro cualquiera, le dé por visitarle, que ha leído noticias relativas a monjes ortodoxos muy alarmantes.
Cuando sale el último turista del recinto, el silencio es total. Curiosea Ulises por su ventana enrejada y ve grupos de monjes que bajan de sus habitaciones al patio por las escaleras de madera, bromean entre ellos, desaparecen camino del refectorio. Le viene a Ulises a la cabeza la lectura de El nombre de la rosa y lo mucho que disfrutó con esa novela policial de Umberto Eco. Cuando se mete en la cama, dura y de colchón delgado, decide arroparse con una manta escuálida que no le priva demasiado del frío que hace en ese enclave montañoso a 1200 metros de altitud. No engañaban cuando anunciaban un alojamiento austero. Pero Ulises es capaz hasta de dormirse de pie a pesar de que ve los fantasmas de los centenares de monjes que debieron vivir y morir en esa celda que ocupa.