Mykonos, donde reina Eolo
Un ferry rápido lleva a nuestro viajero de Santorini a Mykonos. Deja la isla del volcán para desembarcar en la isla de la juerga continua, pero encuentra viento y una isla abandonada ya por la masa turística que juzga demasiado frías sus aguas a estas alturas del año.
El Hotel Leto es un cuatro estrellas que está en Mykonos centro, junto a una pequeña playa, a trescientos metros del puerto en donde le ha dejado el barco, pero un taxista poco escrupuloso le cobra por esa carrera, que él puede hacer perfectamente andando, diez euros. Hay taxistas peores: los de El Cairo.
Tiene hambre y no invierte mucho tiempo en buscar un lugar para comer. Al otro lado del hotel, junto al mar, un pequeño restaurante de pescadores le convence por el precio y la ubicación. Mientras come una fritura de gambas y calamares, y bebe vino blanco del país, observa una extraña pareja que pasea por la playa, se mete de vez en cuando en el agua y sale de ella para secarse las plumas: una oca y un pato que parecen haberse perdido en alguna de sus migraciones al pasar por la isla y forman pareja de hecho en esa isla del amor. Una oca que vuela, escapo de una granja de foiegras y vive en el mar. En la terraza del restaurante hay también una pareja extraña, o no tanto: un tipo de la edad de Ulises, o quizá menos, con una muchacha que puede ser su nieta, ambos españoles y aparentemente acaramelados en esa luna de miel o viaje de amantes (pensemos mal y aventuremos que él está casado desde hace muchos años y esta es una onerosa cana al aire). En la mirada del hombre hay deseo, prisa por acabar pronto la comida e ir a la habitación del hotel; en la de ella, la estudiada indiferencia del sexo mercenario.
Después de comer, callejea contra el viento. Las calles de Mykonos son las de bazar árabe, pero sin público. Los comerciantes le ven pasar por sus establecimientos con resignación del que sabe que la temporada ya ha finalizado y el grueso del negocio ya se ha hecho. Recala, para tomar un café, en un bar atípico que se asoma tanto al Egeo que el agua del oleaje salta a su terraza. Las mesas del bar se alinean a pocos pasos de un mar embravecido que se estrella y rebasa el muro que lo protege como prolongación de la roca sobre el que está edificado. Las casas de Mykonos llegan hasta el mismo mar, de modo que las olas lamen sus paredes, acarician sus ventanas y balcones. Allí no entra el polvo sino las algas. Una pareja toma una bebida en otro local más osado que ni muro tiene, de modo que un cliente algo alegre puede dar un traspiés y puede caer directamente al agua al alzarse de su silla.
Mykonos es villa de viento, isla de Eolo, y por ello hay hileras de molinos junto al mar, en desuso, piezas decorativas de una economía que vive exclusivamente del turismo y la construcción. Luego nuestro viajero, se pierde por callejuelas verticales, por rampas y escaleras, entre casas encaladas, oliendo la fragancia de las buganvillas que cuelgan de sus puertas, saludando a los gatos que se encuentra por el camino, individuos malcriados que seleccionan mucho lo que comen y a menudo rechazan lo que les ofreces.
Hay muchas iglesias en Mykonos, algunas simples capillas en donde no pueden orar más que una docena de fieles, pero existe una diferencia cromática que las diferencia de las de Santorini: el color de sus cúpulas. El azul añil de Santorini ha sido sustituido por el rojo ocre.
El viento sigue soplando con fuerza a la mañana siguiente cuando alquila un coche para buscar una playa solitaria en la que bañarse. Explora el este de la isla diminuta que mide 15 por 10 kilómetros. El paisaje seco, las edificaciones blancas, simples y básicas (dos plantas: abajo, cocina comedor y cuarto de baño; arriba, comunicados con escalera exterior, dormitorio pequeño y terraza), todas clonadas y rigurosamente encaladas, le remiten a paisajes de Lanzarote o Fuerteventura ya vistos, hasta el color de la tierra en donde no crece absolutamente nada, yerma.
Visita las solitarias playas de Elia, Kalo Livaldi, Kalafatis y Lia. El mar está tranquilo, transparente, pero la soledad extrema de esas playas, los chiringuitos cerrados, el no ver un alma a kilómetros a la redonda, le retraen a pesar del mar tentador que quiere abrazarle.
Una pista de tierra le lleva hasta el lago de Fokos, uno de los dos que tiene Mykonos, quizá de agua dulce de lluvia, y de allí, por un camino con fuertes bajadas, a Fokos, barrida por el viento, solitaria, en el que un Egeo enfurecido, con olas de dos metros, le sorprende. Camina por la pista hasta una diminuta península azotada por las olas en donde se alza una pequeña ermita ortodoxa y descubre, en una playa pedregosa barrida por el oleaje, un par de casamatas de la Segunda Guerra Mundial que vigilan la nada.
Algo frustrado vuelve sobre sus pasos a Mykonos Town y descubre junto al Nuevo Puerto una playa recogida, la de Stefanos, en la que se alinean hamacas, tres bares y alguien se baña. Se lanza Ulises al Egeo, con la vista fija en ese enorme trasatlántico atracado a unos cientos de metros y bucea por aguas que le muestran sus fondos rocosos y sus peces sin necesidad de usar gafas. Descubre, en un rincón apartado, una sirena que toma el sol desnuda, y en otro, una pareja de efebos metrosexuales que reciben a Helios con las manos trenzadas mientras una china, que no es turista, masajea los pies de las mujeres tendidas en las hamacas.
Uno de los bares es restaurante, así es que, después de secarse, pide la comida, una fritura de pescado deliciosa con calamares, gambones muy sabrosos y merluza rebozada que acompaña con vino blanco exquisito. Demora su partida hasta que el sol se muestre más benigno, pero de isla en isla el poder de Helios ha ido menguando durante ese periplo por el Egeo.
Rechaza la tentación de una siesta y decide aprovechar la tarde y toma una pista infernal y aérea, con fuertes pendientes, que le acerca a Fanari y de allí, andando por el borde de un acantilado, al faro de Armenistis. El viento, que sopla con más fuerza en las alturas, agita su traje de baño completamente seco y le azota las piernas. Desde el faro, en donde Mykonos acaba, la vista, con un reguero de islas cercanas, el mar rizado por el oleaje y barcos que cruzan doscientos metros más abajo, es espectacular, tanto como el viento huracanado.
Regresa a la capital y decide explorar una pequeña península al sur de la isla. Se detiene en Ornos, una playa con pueblo en donde no encuentra aparcamiento, luego se detiene un momento en Korfos para contemplar el oleaje furioso y bordea el mar por una solitaria carretera que le lleva hasta Kanalia, una urbanización fantasma de casas lujosas vacías que miran a un islote próximo coronado por una ermita. Sentado en una roca, la cabeza apoyada en la mano abierta, Ulises permanece absorto y pensativo mientras el sol se pone con más modestia que en la cercana Santorini.
Bob Dylan ha ganado el premio Nobel de Literatura. Darío Fo ha muerto. Kavafis vive en ese paisaje del Egeo. Pide que el camino sea largo. Que sean muchas las mañanas de verano en que llegues a puertos antes nunca vistos.