Florence Foster Jenkins, de Stephen Frears
La realidad siempre supera a la ficción, así es que la increíble, patética y tierna historia de Florence Foster Jenkins, una apasionada de la música neoyorquina cuyas dotes como cantante de ópera eran nulas y llenó el Carnagie Hill de la Gran Manzana, amén de vender miles de discos con sus espantosos trinos, es tan real como inverosímil.
El último film de Stephen Frears tuvo un precedente muy reciente, el de una comedia francesa estrenada no hace un año con el nombre de Marguerite: afrancesaron al excéntrico personaje y la dirigió Xavier Giannoli. En esta ocasión los franceses se le adelantaron a Stephen Frears, exactamente lo contrario de lo que ocurrió con Valmont de Milos Forman.
El director de Los timadores es una firma que garantiza corrección y oficio, pero sigue muy lejos el realizador británico de su obra cumbre Las amistades peligrosas. El biopic de la excéntrica cantante de ópera y dama de la alta sociedad neoyorquina es una película que se ve bien, está cuidadosamente ambientada en el NY de los años cuarenta con exteriores e interiores suntuosos en donde no falta detalle (de nuevo la ciudad de las ciudades convertida en glamuroso plató en donde no falta ningún detalle), provoca la maliciosa sonrisa en un buen número de secuencias (la cara de pasmo del pianista Cosme McMoon cuando oye por primera vez los desvaríos canoros de su protectora; las esforzadas e inútiles clases del profesor de música a su imposible alumna), brilla en la escena de un apoteósico guateque que parece un homenaje a Blake Edwards y su principal baza es la interpretación que Meryl Streep hace del histriónico personaje; la protagonista de Memorias de África hace gala de su don de impostar voces, en la que es maestra indiscutible así como en el de clonar acentos extranjeros, y de su desenfada vis cómica. Hugh Grant, como esposo de la diva, el británico St. Clair Bayfield, borda su papel, mientras Simon Helberg, como el divertido pianista Cosme McMoon, demuestra tener dotes como gran comediante.
Hay ternura en el trazo de los personajes de la película (St. Clair Bayfield acuesta cada noche a su esposa Florence antes de volar al apartamento de su amante) y el humor que envuelve la cinta nunca llega a ser hiriente, ni siquiera en esa apoteosis del concierto en el Carnagie Hill en el que los espectadores se dividen entre los que no ven al rey desnudo y los que toman a la infame cantante de ópera como una gran actriz cómica. Podía firmar perfectamente Florence Foster Jenkins Woody Allen, y hubiera sido mucho más acerado y cruel en la sátira de las falsedades e imposturas que se dan en el show business, pero lo hace Stephen Frears.