Michael Cimino: la puerta del infierno
Las comparaciones suelen ser odiosas, pero el caso Michael Cimino siempre me recordó al de Orson Welles, quizá más dramático el del menudo italoamericano que el del grandioso y egocéntrico genio de voz engolada que siguió rodando buenas películas fuera de Hollywood. Ambos estrellaron su talento contra la impenetrable pared de la industria cinematográfica norteamericana y perdieron la partida.
Ningún cineasta ha sabido retratar mejor la amistad en el celuloide como Michael Cimino, y por esa virtud será recordado por el gran público. El director italoamericano, que había dirigido en 1974 el modesto thriller Un botín de medio millón de dólares a mayor gloria de Clint Eastwood, tocaba el cielo, literalmente, con El cazador cuatro años más tarde. Ese cántico épico a la amistad, con el trasfondo maniqueo de la guerra de Vietnam (los vietcongs, aparte de feos, eran malísimos y torturaban a los buenos chicos invasores que arrasaban el país con napalm), que tenía un reparto espectacular (Robert de Niro, Meryl Streep, Christopher Walken, John Savage y John Cazale en todo su esplendor físico) y una duración desmesurada (más de tres horas) catapultaba a Michael Cimino, no sólo al Oscar (la película obtuvo cinco, entre ellos a la mejor película, mejor director y mejor actor de reparto: Christopher Walken) sino al Olimpo de los mejores directores italoamericanos del momento (Martin Scorsese, Brian de Palma, Francis Ford Coppola), ese club excelso ante el que se rendía la fábrica de sueños. El cazador, que figura en el puesto 57 de los 100 mejores films del American Film Institute, constituyó un hito en la cinematografía estadounidense, un éxito de taquilla (el espectador medio norteamericano se identificaba con esos tres jóvenes obreros metalúrgicos y patriotas de Pensilvania, que, tras una monumental boda, rodada casi en tiempo real, eran catapultados a la jungla infernal) y fue el disparo de salida de otra serie de películas (Apocalipse Now de Francis Ford Coppola; Platoon de Oliver Stone; o Corazones de hierro de Brian de Palma) sobre la guerra de Vietnam no tan complacientes con los guerreros americanos. Lo cierto es que Michael Cimino dio en la diana con esta cinta llena de talento y emotividad, un film de culto que guarda algunas escenas memorables (la frustrada fiesta de bienvenida de Michael (Robert de Niro) cuando regresa del frente; la ruleta rusa fatídica de Nick (Christopher Walken) en el tugurio de Saigón; su funeral, cantando todos sus amigos God bless America) que difícilmente puede borrar el espectador de la retina.
Un endiosado Michael Cimino con un Óscar en el bolsillo, dos años después de ese éxito rotundo, emprende la película que se va a convertir en su tumba cinematográfica, La puerta del cielo, el expresivo nombre del burdel que regenta el personaje interpretado por Isabelle Huppert, que se convierte en la puerta del infierno del director. La que puede ser considerada, junto a Cleopatra de Joseph Leo Mankiewicz, como una de las películas más ruinosas de la historia del cine, reunió un reparto de campanillas (acompañando a la actriz francesa, Christopher Walken, que repite, Kris Kristofferson, Jeff Bridges, John Hurt, Willem Dafoe, Mickey Rourke y hasta Joseph Cotten). La película llegó a tener originalmente cinco horas que fueron cercenadas en sucesivas versiones hasta las dos horas y media, la mitad, para exhibición en los cines y supuso la ruina económica de United Artist (costó 44 millones de dólares y recaudó 3 en EE.UU) que fue absorbida por la Metro. Mientras en Europa esta cinta épica era nominada a la Palma de Oro del Festival de Cannes, en EE.UU Michael Cimino recibía la nominación al premio Razzie al peor director. Distintas sensibilidades a uno y otro lado del Atlántico. Al espectador norteamericano no le gustó nada ese western elegante que hablaba de las disputas entre ganaderos y campesinos con personajes oscuros (nada que ver con lo heroicos patriotas de El cazador), mientras que en Europa ese film maldito se convertía en una película de culto, una especie de Novecento norteamericano.
En ese momento empezó la agonía de Michael Cimino. Al tipo que había arruinado a una de las compañías cinematográficas más solventes comenzaron a mirarle como un apestado. La industria es industria y está enfocada, según la lógica capitalista, a la obtención de ganancias y no a la financiación de megaproyectos artísticos. Todavía el cineasta consiguió hacer una película notable, Manhattan Sur, con Mickey Rourke, sobre mafias chinas en la ciudad de Nueva York y con el gancho del galán que iba a rodar al año siguiente Nueve semanas y media, pero El siciliano, una película sobre la mafia siciliana con guion de Mario Puzo y una interpretación penosa de Christopher Lambert, fue muy mediocre, y 37 horas desesperadas, con Mickey Rourke y Anthony Hopkins, peor.
Con las puertas cerradas de la industria, por su fama de extravagante, Michael Cimino se convirtió en una leyenda maldita y siguió el paso de otros genios incomprendidos: no volver a rodar. Se refugió en la cirugía estética, y tanto se afanó en modificar su rostro que corrió el rumor de que se había cambiado de sexo cuando el festival de Cannes le rindió un homenaje por La puerta del cielo y él se dejó ver con cara de haber pasado por las manos del cirujano de Michael Jackson.
El 2 de julio murió y aun no se conocen las causas. El cine hacía décadas que ya había perdido a ese gran cineasta incomprendido.