Ávila, un beat del siglo XII
Por Antonio Costa
Fotografía: Consuelo de Arco
El maestro Fruchel rompió la rigidez del románico y en portada oeste de la iglesia de san Vicente puso a santos animados, en posturas variadas, charlando entre sí. Parece que vuelven a la vida, que se notan sus latidos, que rompen con los bloqueos. El tipo rompió con cánones, con iconografías esquemáticas, con obligaciones. Y le dio vida a la piedra. Se supone que era de origen francés. Se supone que con él estudió el Maestro Mateo, el que más tarde crearía el Pórtico de la Gloria, y con él dinamitaría del todo las rigideces, metería la vida y el entusiasmo en las iglesias, pondría una gloria desenfadada como si la hubiera escrito Víctor Hugo. En la portada sur un ángel con la túnica al viento le dice algo portentoso a la Virgen que la tuerce la cara de asombro.
Fruchel fue como un beat del lenguaje escultórico en el siglo XII. Dijo: “Pero coño, dejaos de esquemas y de códigos, de repetir los mismos alucines, de espantar a la gente con infiernos, poned a la gente viva y contenta con vivir. Haced que hablen, que levanten las manos, que sujeten las cabezas. Ponedlos como si la gente al entrar en la iglesia hablara con personas, no con muñecos que los sermoneen. Dejad los sermones y poned la vida. Mostrad que el evangelista de la esquina izquierda parece estar recordando algo inquietante, que la vaca de la esquina derecha parece estar pensando en la hierba. Poned la naturaleza y veréis que la naturaleza es santa, como dirá mucho después de mí Allen Ginsberg”.
Algunos creen que el sepulcro de Sabina y Cristeta, dentro de la iglesia, también lo hizo Fruchel. Es un festival de figuras variadas llenas de vida, ayuda por los colores, y de escenas de una historia movida. Las piedras se mueven, están vivas como las personas. Es la forma de que los artistas hablen con los que llegan angustiados a escapar de la sociedad a este recinto aislado del mundo brutal, de que les digan de verdad algo. El arte no tienen que ser letanías rutinarias, sino un encendernos de verdad.
El baldaquino gótico impresionante se hizo dos siglos después, pero las figuras son de la misma época de la portada. Hay reyes magos en caballos encabritados que parecen ansiosos por ver un prodigio. Hay un mago con las ropas agitadas que se arrodilla ante un Chaval divino por si tiene algo muy nuevo que contarle. Hay unos apóstoles a los que se aparece el Espíritu Santo y parece que les dice: venga, tipos, dejad ya el marasmo y empezad a hablar en lenguas, mostrad todo lo que lleváis dentro, dejad de ser tan aburridos. Hay un joven que toca la cítara con amor difícil o dolor en el hígado. Hay dos profetas elegantes y simpáticos, con flequillo y barba ovalada, que parecen discutir animadamente las sugerencias de varios versos.
Hay un oficinista sobre una mesa portátil agobiado por todos los recuerdos o las evocaciones de lo que pudo hacer o no hizo o las oportunidades de intensidad que se le escaparon. Hay arcos lobulados que vuelan, ángeles pájaros que tuercen la cabeza pasmados, capiteles como coliflores que se retuercen. Y la historia de Sabino y Cristeta, a los que putearon de mil maneras, los aplastaron, los retorcieron, les aplicaron el torno, lo que hay que hacer para mantenerse en unas convicciones, para defender tus sueños o tus esperanzas. Y se ve como el entusiasmo o la fuerza interior vencen todos los obstáculos, igual que la obstinación de un rebelde de Hermann Hesse, y se acrisolan como el oro de los alquimistas se prueba a través de mil cocciones.
Y encima de la arqueta, sujeta por una arquitectura vertiginosa de vanos y columnas, se levantó después la fiesta de volutas y arquerías y arcos conopiales para sacudir al espectador, para zarandearle los ojos, para que viera visiones y no saliera de la iglesia igual que entró. Y eso aún pasa ahora. Nadie sale de la iglesia de san Vicente con el mismo muermo con que entra.
Y eso ocurrió en Ávila, donde siglos después santa Teresa también se entusiasmó y rompió moldes, escribió una “Vida” con el estilo tan vivo como el de los beat en América, habló del Dios de los pucheros y de las cocinas contra el Dios pedante de los conceptos y los mamotretos teológicos, el Dios de los viajes y las fundaciones y las experiencias interiores y los flechazos íntimos, ese Dios que la empuja a andar sin fin y a fundar conventos por todas partes y a enfrentarse a lo que sea y a decirle a la princesa de Éboli que no vaya al convento a hacer pijerías y a escribir poemas inquietantes. Tenía que ser en Ávila, que ya en el siglo XII conoció el entusiasmo y el dinamismo y un tipo de embriaguez. Y aunque parezca encerrada y fuera de la vida y apartada del tiempo la ciudad guarda lo más vibrante de la vida, los jadeos de la vida, y se ve si miras las cúpulas por la ventana mientras te comes un cochinillo y recitas antes de beber vino dos versos de santa Teresa.