La obsesión de Hirokazu Koreeda por la familia
Ahora que buena parte del cine chino parece abducido por el wuxia, el género de artes marciales al que se han apuntado casi todos sus directores de prestigio, bueno es echarle una ojeada al cine que se hace en Japón que suele ofrecer muy agradables sorpresas (aún recuerdo Aguas tranquilas, de la realizadora japonesa Naomi Kawase, como una de las mejores películas vistas últimamente).
Buena parte del cine nipón bascula entre una explicitud extrema, en violencia (Takashi Mike) y sexo (Nagisa Oshima), y una sutileza, también extrema, en lo sentimental, que para un espectador occidental puede resultar ciertamente kistch. Hay incluso directores, como el desaparecido Takeshi Kitano, que tan de moda estuvo hace una década, que iba de lo gore a lo cursi en una misma película, casi en un mismo plano (binomio gángster/niño).
La sombra del gran maestro Yasujirô Ozu, el cineasta del melodrama familiar japonés, el Frank Capra del país del sol naciente, es tan alargada que llega hasta los cineastas de hoy en día, e Hirokazu Koreeda (Tokio, 1962) es un claro ejemplo de ello. Su filmografía— After life (1998), Air Doll (2009), Un día en familia (2008), Nadie sabe (2004), De tal padre, tal hijo (2013)—gira de forma obsesiva alrededor de la familia y la pérdida de alguno de los seres queridos, y Nuestra hermana pequeña no es una excepción.
Sachi, Yoshino y Chika son tres hermanas que viven en Kamakura, Japón, en la casa de su abuela, porque su madre las abandonó cuando, a su vez, fue abandonada por su marido. Cuando muere el padre de las chicas, que se fue de casa para vivir con su amante cuando eran pequeñas, conocen a la hija que tuvo trece años antes, de esa otra relación, y deciden, de común acuerdo, adoptarla.
Nuestra hermana pequeña es la adaptación de un manga de Yoshida Akimi y la historia discurre, en sus más de dos horas, por el delgado filo que separa lo emotivo de la cursilería sin entrar nunca en esta última, y esa es una de las principales virtudes de este film sutil y hermoso, que se degusta sin premuras y rezuma positivismo en cada uno de sus fotogramas. Hirokazu Koreeda describe el día a día de esas tres hermanas, que luego son cuatro: su despertar siempre presuroso en casa de la abuela que hace de madre, para coger ese tren que las lleva a la escuela a unas, al trabajo a otras; las relaciones entre ellas, que se desenvuelven dentro del más absoluto respeto; los ritos funerarios repetidos cuando se muere el padre y la dueña de ese restaurante en el que suelen reunirse; el cariño que se tienen entre ellas, aunque la rigidez cultural impida efusiones de piel (no hay apenas abrazos, y menos, besos entre ellas). El director nipón construye un film costumbrista sobre el devenir de esa familia que funciona y es inmensamente feliz aunque los padres sean dos ausentes porque la mayor adopta el papel de madre/padre y sus hermanas aceptan su autoridad, un trabajo que Hirokazu Koreeda borda gracias a sus jóvenes y bellas intérpretes.
Hay algún momento en que el film peligra por exceso de almíbar —ese paseo en bicicleta por debajo de un túnel de cerezos en flor; algunos tramos de la banda musical, absolutamente deleznables—, pero en conjunto es una película muy medida y el espectador empatiza pronto con sus jóvenes y delicadas protagonistas, flores de loto todas ellas—ahí también se le va la mano al director—de un jardín oriental.