Don Winslow vuelve a las guerras del narco en “El cártel”
Partamos de una premisa importante: el premio RBA de novela negra, el mejor dotado del mundo en su especialidad, no es un premio en sí sino la puesta de largo de una novela que la editorial ya ha decidido publicar. Digamos otra cosa: Don Winslow es más un periodista que un novelista y no es el único capaz de escribir, desde el periodismo, buenas novelas negras: a Truman Capote me remito y a su A sangre fría. Y una tercera: el autor de El cártel está sobrevalorado y recibe elogios de James Ellroy, que está muy por encima de él, por ejemplo, y quieren convertirlo, en una operación de marketing, en el nuevo icono de la novela negra norteamericana.
Don Winslow, después de un ingente trabajo de documentación—cinco años se pasó acumulando información para su novela—vuelve al México de El poder del perro, a la droga, a los cárteles y a quienes combaten a esos cárteles con métodos de tan dudosa legalidad como los que utilizan los delincuentes. Si algo se aprecia en la novela de Don Winslow, aparte de la agilidad narrativa y su verismo—cosas que se dicen en la novela uno ya las ha leído en la prensa, como el de ese autobús de pasajeros interceptado por los Zetas que violaron y asesinaron a todas las mujeres y obligaron a los varones a pelear a muerte entre ellos para enrolar en sus filas a los sobrevivientes: Forty le coge el bate y el hombre echa a andar. En cuanto pasa por su lado, le golpea en la nuca. El hombre se tambalea y cae al suelo, levantando una pequeña nube de polvo. Forty sigue atizándole hasta que la cabeza es una simple mancha en el suelo. —es su huida del maniqueísmo: los personajes van de malos a peores.
Art Keller, que es el hilo conductor de la narración, o Killer Keller, el apicultor monje, es un agente de la DEA que se mueve por un deseo de venganza porque los narcos dejaron malherida a su mujer y se aferra a Adán Barrera como un perro de presa. Como Chapo Guzmán, Adán Barrera reina en su cárcel de oro en la que entra mediante un pacto, e impone su poder a su manera. En cuanto a los hombres que guardaban turno para matar a Adán, de los que había muchos, fueron asesinados a golpes de bate por otros reclusos. Los Bateadores, todos ellos empleados sinaloenses de Diego, serían los agentes de seguridad privada de Adán en Puente Grande. Adán Barrera, el señor de los cielos, es Chapo Guzmán evidentemente, per favorecido por la pluma del americano. Barrera tiene a su disposición a los mejores asesinos, no sólo sicarios o cholos mexicanos, sino también mafiosos, veteranos de las fuerzas especiales y agentes libres que aspiran a que lluevan siete cifras en una cuenta numerada.
El cártel retrata de forma seca, sin malabarismos literarios, un país horrorizado por la guerra sin cuartel que mantienen entre sí los cárteles de la droga y las inhumanas brutalidades que ya forman parte de sus tarjetas de visita. La novela de Winslow va sobre el lenguaje de la violencia y su terrorífico alfabeto. Los cárteles asesinan sencillamente porque pueden y los dejan. Sus vocales y consonantes son cabezas cortadas, torturas inimaginables y cuerpos mutilados que penden de los puentes de las autopistas. Nadie como los señores de la droga dominan tan a la perfección el lenguaje del horror y lo practican con tanta enjundia, con el beneplácito de los poderes políticos, por activa o por pasiva: puro terrorismo. Así es que mi única pregunta es: ¿quieres que proteja a tu familia y la convierta en mi familia o quieres que los mate a todos? Tú decides.
La novela empieza bien, enganchando, y termina mejor, con un final que es pura catarsis, pero le sobran, a bote pronto, unas trescientas páginas de su tramo medio. El cártel funciona mientras están en escena Adán Barrera y su reverso, Art Keller, y deja de interesar cuando el narco sinaloense desaparece de forma inexplicable para hacerlo, nuevamente, hacia el final, un agujero negro que no entiende el lector.
Seiscientas páginas son demasiadas para mantener la tensión dramática de una novela que adolece de una falta de personajes secundarios destacables, salvo ese terrorífico niño asesino que corta cabezas sin inmutarse, ningunea a los femeninos y falla en los diálogos, especialmente y de forma estrepitosa en los de los personajes mexicanos cuyo máximo mexicanismo se reduce a manito. Que los narcos mexicanos y sus secuaces hablen de forma parecida a los yanquis resta muchos puntos al narco thriller de Don Winslow. Y una novela con pocos personajes, o muchos pero poco definidos, renquea forzosamente. Forty y Ochoa, son los jefes de los Zeta, meros nombres y poco más, que encabezan ese grupo paramilitar de la policía que se transformó en banda de narcos. Adán Barrera y Nacho capitanean el cártel de Sinaloa, unos caballeros al lado de sus rivales. Poco sabemos, salvo esbozos, de la vida sentimental del antagonista de Art Keller, salvo que Magda, la amante de Adán Barrera, es una belleza de concurso. El cuerpo de Magda es exuberante-caderas anchas, pechos grandes-, un huerto de árboles frutales en una cálida y húmeda mañana. Y que el líder del cártel de Sinaloa odia a los Zetas porque la asesinaron cuando estaba embarazada.
No hace ascos el norteamericano a la violencia explícita con la que incendia y mancha de rojo sus páginas. Ochoa apunta a la nuca de Herrera y aprieta dos veces el gatillo. Trozos de cerebro, sangre y cabello rocían el parabrisas y el salpicadero. Una novela con ejércitos de asesinos tiene que sangrar en sus páginas, y ahí Don Winslow cumple con lo esperado. Hay violencia terrorífica, que se intuye: El hecho de que no se hayan molestado en esconder su rostro ni su nombre indica a Eddie que también van a matarlo a él. Solo espera que sea rápido. Y otra premeditadamente explícita para provocar el horror. Así que ahora lo sabe y, como si fuera un sueño, mueve la cuchilla de un lado a otro mientras el jefe de los Zetas que violó y asesinó a Flor grita, igual que gritaba el hombre aquella noche, y la sangre sale a chorro cuando Chuy cercena las arterias. Entonces, el jefe deja de gritar y tan solo gorjea mientras Chuy corta los cartílagos y el hueso como hizo aquella noche, y el hueso, el cartílago y la piel revientan al arrancar la cabeza.
Don Winslow escribe un diccionario de horrores diversos, establece diferencias entre malos, el cártel de Sinaloa—La realidad sin barnices es que México estaría mejor contigo que bajo el dominio de los Zetas. Tu dirigirías un negocio que no afectaría al día a día de la gente de a pie; Ochoa presidiría un reino de terror—, y pésimos, los enloquecidos y abyectos Zetas que no respetan niños ni mujeres: Ataron a Chacho a la silla y le obligaron a mirar mientras hacían lo que querían con ella y luego le pegaron un tiro en la cabeza. Ahora yace a sus pies. El sujetador y las bragas de color rojo están amontonados en un rincón.
Esboza Don Winslow, aunque sin ahondar mucho en ello, alguna crítica al corrupto sistema político mexicano cuando insinúa el posible fraude de Felipe Calderón del PAN sobre López Obrador del PRD, y que su guerra contra el narco no hizo más que empeorar las cosas. Denuncia en sus páginas la matanza de periodistas, los héroes de esta tragedia, que mueren escribiendo (el libro va dedicado a ellos), como El Niño Salvaje, un periodista valiente que se enfrenta a los Zetas y es liquidado de una forma atroz para que enmudezcan sus colegas, y acaba entonando, como norteamericano, un mea culpa por los que sucede en esa frontera en donde se produce el doble y letal tráfico: drogas hacia el norte y armas con las que seguir matando hacia el sur. También hay que gestionar el dinero, decenas de millones de dólares que vuelven desde Estados Unidos y que hay que blanquear, contabilizar e invertir en cuentas y negocios extranjeros. Hay salarios, sobornos y comisiones que pagar. Hay material que comprar. El negocio de Adán precisa montones de asesores que contabilizan el dinero y se vigilan unos a otros, además de docenas de abogados. Hay cientos de operarios, traficantes, vigilantes de seguridad, policías, militares y políticos.
Los narcos ganan la batalla en un país pobre y desigual porque tienen medios y ejercen un control absoluto en su territorio. En Juárez es un secreto a voces que los policías pasan al cártel las llamadas al 066, el teléfono que permite aportar pistas anónimamente. Así que, si un ciudadano intenta colaborar en una investigación, es probable que se convierta en objeto de la siguiente. Quienes están a sus órdenes tienen trabajo, aunque éste sea tan macabro como meter cabezas en cajas de cartón y enviarlas a domicilio, buenos sueldos, armas último modelo y chicas. El banderín de enganche es demasiado atractivo para quien está condenado a vivir en la miseria y aprecia tanto su vida como la del prójimo: nada. Eddie ha estado con muchas mujeres, pero follarte a una que se ha cargado a un tipo te provoca un placer sexual único. Como si fuera, literalmente, un coño asesino. Tirarte a una tía que sabes que te liquidaría si se lo ordenaran añade un poco de picante en el asunto.
No da soluciones la novela a un problema social que se ha convertido en endémico en un país con unos índices de corrupción y una ineficacia policial como México en donde esa tropa delincuencial impone su ley. En los noventa, participaban en la guerra unas cuantas docenas de combatientes. Ahora los cárteles cuentan literalmente con centenares de hombres, tal vez miles, en su mayoría veteranos del ejército, policías retirados o en activo. En cualquier caso, son soldados entrenados.
Todo, como siempre, se reduce a simple y llano negocio, aunque en esas empresas, Zetas y Sinaloenses, los ejecutivos acaben disueltos en un barril de ácido, vuelen por los aires con sus familias hechas pedazos o sean descabezados a golpe de motosierra. Vivir al filo es lo que tiene.
Lo más estremecedor de El Cártel, en cuanto se llega a la última página, es que es un libro periodístico, que no hay ninguna exageración en las atrocidades que se relatan. El periodismo te proporciona los datos, pero la ficción te cuenta la verdad, dice el autor. No puedo estar más de acuerdo.