Italo Calvino: leer los clásicos es mejor que no leerlos
Por José de María Romero Barea
Sostiene Italo Calvino (1923-1985), que uno nunca lee a los clásicos; con ellos, escribe, uno se encuentra siempre en un continuo proceso de relectura. ¿Pero qué ocurre si se ha llegado a la edad adulta y jamás se regresado a Proust? A pesar de su fama en los círculos académicos, el Ulises de Joyce aún no ha alcanzado la justa popularidad que merece. Podemos mentir(nos) sobre la bebida o el sexo, pero nunca sobre los libros que (no) hemos leído.
A diferencia de la lectura de los más vendidos, excusa ideal para una charla superficial, la (re)lectura de libros que gozan del consenso de la crítica no nos hace más ricos, ni más sabios. Calvino nos ofrece el más elemental de los incentivos: “la única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leerlos”. En Por qué leer a los clásicos (Siruela, 2015), el autor italiano revisa un puñado de creadores indispensables a fin de registrar, analizar y aprovechar los trucos del oficio. Los 36 ensayos reunidos giran en torno a un único motivo: el “núcleo secreto del relato”, como Calvino lo llama en un ensayo sobre Robert Louis Stevenson, una figura que ocupa un lugar de honor en su “biblioteca ideal”.
Robinson Crusoe (una novela que Calvino veneró durante su fase neo-realista, en la década de 1950) nos enseña “sobriedad” y “economía” del lenguaje. Junto a Conrad y Hemingway (otros dioses de Calvino en la misma década) Defoe ilustra la importancia de la “epopeya de la iniciativa individual” y cómo puede ser dramatizada en la ficción. El Cándido de Voltaire es leído como un manual sobre las complejidades de la narrativa, el tempo, el ritmo: “el gran hallazgo de Voltaire humorista es el que llegará a ser uno de los efectos más seguros del cine cómico: la acumulación de desastres que se suceden a gran velocidad”.
La Odisea nos instruye sobre cómo integrar la narración en la narrativa. Jacques el fatalista de Diderot “invierte lo que ya entonces era la tentativa principal de cualquier novelista – hacer olvidar al lector que está leyendo un libro”, una lección valiosa para el posmodernista en que Calvino se convertiría en la década de los 70. Stendhal nos muestra que el conocimiento no es tanto una cosa geométrica o epistemológica como un “remolino de átomos” que nos envuelve, creando tanta oscuridad como la claridad.
La “empresa” de Balzac consiste en “convertir en novela una ciudad” (un hecho capital para comprender al autor de Las ciudades invisibles). Dickens, por el contrario, es el maestro del detalle. Tolstoi perfeccionó el diseño “oculto”, es decir, nos enseñó a disimular las estructuras del edificio. Mark Twain descubrió la Norteamérica de provincias. Su compatriota Henry James, por último, desarrolló un estilo muy diferente, marcado por la latencia, en el que el autor siempre parece estar a punto de decir algo que luego omite.
La (re)lectura de estos ensayos, en memorable traducción de Aurora Bernárdez, nos muestra a un Calvino que estudia las costumbres de sus predecesores, para apropiarse del genio ajeno. Lo que el lector se lleva de este volumen, además del peculiar sentido de la inteligencia de su autor, es una nueva visión corporativista de la literatura y lo que Eliot sostuvo en su apotegma de que el autor menor plagia y el gran autor roba. Calvino, sin duda, roba, al igual que hicieron todos y cada uno de los grandes autores sobre los que escribe.