La clase obrera derrotada vista por Stéphane Brizé
José Luis Muñoz
Eficaz muestra francesa de cine social con unos presupuestos mínimos, estéticos y también económicos. Menos es más, exponencialmente. El realizador francés Stéphane Brizé (Rennes, 1961) rueda con pasmosa sencillez, con un amateurismo buscado (la cámara oscila; los planos son fijos y sostenidos y, casi siempre, generales), para dar a La ley del mercado una apariencia de realidad filmada. Hace muchos lustros eso lo inventaron los franceses. Cinema verité. La cámara es una pieza neutra e invisible. El espectador puede tener la sensación de estar viendo un reportaje televisivo. No hay mucha diferencia entra esta película y un documental de Salvados, pongamos por ejemplo. O sí. Salvados parece mucho más elaborado.
La crisis nos golpea. La crisis o la estafa global, porque soy de los que opinan que el primer nombre es un eufemismo del segundo, y que ésta fue ideada escrupulosamente para laminarnos a todos y eliminarnos en un genocidio lento. De eso va el film de Stéphane Brizé (El azul de los pueblos, No estoy hecho para ser amado, Entre adultos, Mademoiselle Chambon, Algunas horas de primavera).
Thierry (un extraordinario Vincent Lindon, actor fetiche del realizador, que interpreta con sus silencios) se queda sin empleo a los 51 años y lleva veinte meses buscándolo sin éxito, agotando todas las prestaciones. Su mujer (Karine De Mirbeck) no trabaja y tienen un hijo (Yves Ory) con una grave discapacidad física. Encontrar trabajo a esa edad es complicado, en España y en Francia. Thierry acude a un sinfín de entrevistas, algunas por Skype desde su casa; va a un asesor de imagen, para que le indique cómo debe venderse para encontrar empleo, y, finalmente consigue uno como vigilante de un supermercado. Pero su trabajo allí, controlando no sólo a sus clientes que cometen pequeños hurtos, sino a sus compañeros de trabajo, como perro de presa de los jefes de la empresa, termina por asquearle.
Stéphane Brizé construye su película a ramalazos. La ley del mercado es un puzle compuesto por pequeños tableaux (la pareja quiere vender su caravana y el regateo sobre el precio con sus posibles adquisidores se convierte en una sucesión de pequeñas mezquindades alrededor de 100 euros arriba o abajo) con los que el director dibuja la cada vez más asfixiante situación de Thierry. Hay escenas modélicas por lo que dicen más allá de la aparente superficialidad. Thierry bailando de forma desangelada con el profesor en la academia de bailes de salón a la que acude con su esposa. Allí Vincent Lindon, en la distancia de una cámara que lo observa neutra y no se acerca, interpreta prodigiosamente con el cuerpo y trasluce su estado de ánimo con la posición de sus manos y pies. Hartazgo. Pero no salta.
La ley del mercado es una película moral a pesar de su aparente neutralidad. En sus 92 minutos, en algún momento tediosos (esa larguísima escena con las cámaras del supermercado deslizándose por los rieles y espiando a los clientes por los pasillos y a los cajeros), Thierry, el paradigma de la víctima de la crisis, la baja humana de la estafa global, se humilla en las entrevistas (el entrevistador por Skype, después de la larga charla virtual y de decirle que debería redactar mejor el currículo, le dice que no cree que tenga ninguna opción para conseguir el puesto de trabajo); lo humillan los que están cómo él, buscando desesperadamente empleo (los que asisten al cursillo de cómo venderse, le censuran su postura, el cuello de la camisa abierto, la voz, la aptitud, entrando en el repugnante juego capitalista de la competitividad, en el que se consigue empleo no por aptitudes laborales sino por patrones de sometimiento); intentan exprimirle lo poco que tienen (la empleada de banca que quiere hacerle un seguro de vida que es casi una invitación a que se muera) y finalmente ha de ser el perro guardián de sus propios compañeros, el que los denuncie por haberlos espiado y ser testigo de una mínima sisa.
La ley del mercado es una película sumamente sutil y contenida. Thierry, el protagonista, no es ni un héroe ni un revolucionario. Él, su mujer, su discapacitado hijo, son gente corriente a los que devora el sistema, como forman parte del sistema los vigilantes del supermercado, el encargado del mismo y el jefe de personal, todos sometidos, meras piezas de un engranaje implacable y caníbal en el que participamos de una forma u otra porque es imposible salirse. Si fuera una película épica, Thierry quizá quemaría el supermercado con un cóctel molotov, tiraría al jefe por la ventana o la emprendería a golpes con los productos que se almacenan en los pasillos, pero La ley del mercado no es una película de héroes pero sí de dignidad humana. Y un actor extraordinario, Vincent Lindon, al que se premió con justicia en el festival de Cannes, encarna el cansancio y la derrota de una clase trabajadora explotada y humillada sin un gesto de rabia, en su rostro devastado.
El director Stéphane Brizé consigue algo imposible, que oigamos, desde la butaca, cómo rugen las tripas de este obrero desempleado, icono de todas las víctimas de la mal llamada crisis global. El mundo sería otro si todos dijéramos alguna vez NO. La cámara pegada al cogote de Thierry, que se dirige a la taquilla con andar resuelto, subraya su único instante de rebeldía. Así es que, pese a todo, es una película esperanzadora.