David Bowie, estrella del cine
El camaleón británico y ambiguo, el hombre vampiro que parecía no iba a morir nunca porque, como Julio Cortázar, no envejecía, nos dejó un domingo 10 de enero, tras un epitafio musical en toda regla, Blackstar, su último álbum, su despedida musical, grabado cuando sabía que no iba a haber otro. El rey del glam, el músico extravagante con permiso de Marilyn Manson, el dandy de la música con un ojo de cada color a causa de un puñetazo de juventud, fue, aunque nadie parece recordarlo, también un actor de cine.
En muchos de los filmes, precisamente los menos memorables, David Bowie se interpretaba a sí mismo: en Christiane F. y Zoolander, por ejemplo. En Basquiat, el biopic de Julian Schnabel sobre el pintor grafitero, fue Andy Warhol en medio de un reparto de grandes estrellas que incluía a Gary Oldman y Benicio del Toro, entre otros. Con Martin Scorsese fue Poncio Pilato en La última tentación de Cristo. En Just a gigolo, dirigida por el actor David Hemmings (el de Blow Up de Michelangelo Antonioni) tuvo uno de sus papeles protagónicos que mejor olvidar a pesar de estar acompañado de Kim Novak, Marlene Dietrich, Curd Jurgens, María Schell y Sydne Rome. En Dentro del laberinto, de Jim Henson, compartía protagonismo con Jennifer Connelly, pero mejor que ninguno de los dos hubiera hecho esa película que restó en vez de sumar.
Fue con Tony Scott, en El ansia, una película sobre bellos y sofisticados vampiros colmada de erotismo de papel couché y flous muy de la época, que David Bowie tuvo uno de sus papeles de mayor intensidad dramática interpretando al moderno vampiro Jack que bebía sangre de efebos y doncellas (la bisexualidad formaba parte de su ADN) en elegantes copas de champán, inalterable al paso del tiempo, entre las gargantas de la vampiresa Catherine Deneuve y Susan Sarandon que se marcaban un excitante numerito lésbico entre ellas a los acordes de Dôme épais le jasmin de la ópera Lakmé de Léo Delibes.
Pero con Nagisa Oshima tuvo David Bowie su interpretación estelar, sin duda la más memorable. El director de El imperio de los sentidos tuvo la osadía, y el acierto, de enfrentar a dos monstruos de la música moderna, como al glamuroso cantante y el compositor Ryuichi Sakamoto, autor de la banda sonora del film, en los papeles de víctima (David Bowie era un prisionero británico de la Segunda Guerra Mundial) y verdugo (Ryuichi Sakamoto era el jefe japonés del campo de concentración), que se enamoran perdidamente el uno del otro. Nagisa Oshima explotó la ambigüedad sexual cultivada desde los inicios por el cantante británico, y la opuso a la belleza física de Ryuichi Sakamoto. En esta película de amor gay, sus dos bellos intérpretes sacaban chispas y competían entre ellos para robarse planos. David Bowie era un exquisito gentleman, al estilo de Peter O’Toole, pero al que le sentaba bastante mejor el uniforme, que soportaba las torturas y el maltrato físico, como un San Sebastián cualquiera, mientras que Ryuichi Sakamoto trataba inútilmente de disimular la atracción física que experimentaba cuando golpeaba con su fusta la espalda desnuda de su enemigo. Eso sí, todo puro platonismo, deseo encendido que no se materializaba.
A medida que cumplía años el cantante de Let’s dance se fue alejando de todas aquellas performances de sus inicios que lo marcaron como extravagante y arrinconando la bisexualidad que exhibió en sus primeros momentos. Se casó con la bellísima modelo etíope Iman (casi una extra sin palabra en Memorias de África de Sidney Pollack) y pasó a la eternidad, nunca mejor dicho, a la edad de 69 años, un buen número, pero no para morir.