Una langosta estrambótica
El director de Canino viene con reparto internacional, en inglés, pero sin traicionar su particular y árida forma de hacer cine. The lobster, la langosta, porque su protagonista, un barrigudo Colin Farrell disfrazado de señor con gafas y bigote quiere ser ese apasionante animal, se llama su nueva creación, cine del absurdo enmascarado con una distopía que con otro tratamiento, el de Terry Gilliam, por ejemplo, habría sido más soportable.
A quien esto escribe Canino le aburrió sobremanera, y ésta más todavía, y eso que salen dos actrices que me gustan por encima de la media, Rachel Weisz y la francesa Lea Seydoux, y está desperdiciado el talento de John C. Reilly. En una sociedad futura no tener pareja será un delito (ahora ya casi lo es y los single están estigmatizados como bichos raros), así es que a los que no se han aparejado los reúnen en un hotel para que lo hagan bajo la amenaza de que si no consiguen encontrar a su media naranja en un plazo breve serán relegados a la condición de animales. A los que salen de la soltería se les obsequia con una habitación superior y hasta con hijos prestados. Las afinidades necesarias para optar al aparejamiento son diversas: sangrar por la nariz al unísono; acuchillar a alguien a placer; sacarse los ojos si tu pareja es ciega, y podemos seguir con la lista.
Yorgo Lanthimos juega al surrealismo, pero con una frigidez absoluta y una aridez de imágenes que es marca de la casa, y remata con una banda sonora deliberadamente molesta al tímpano. Hay algún guiño al maestro Luis Buñuel de El perro andaluz (Colin Farrel yendo al servicio del restaurante para sacarse los globos oculares con un cuchillo de mesa) e intentos de chiste que se quedan en eso. Cuenta, eso sí, el estrambótico director griego con un presupuesto holgado para esta absurda y olvidable película, lo que le ha permitido tener bajo sus órdenes un plantel de actores internacionales que deambulan por las habitaciones de ese hotel y hacen monadas en un bosque. ¿Tiene mensaje la película? ¿Es una alegoría? Por supuesto, pero, francamente, me importa un bledo.