Aquella indolencia de El Cairo

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Por Antonio Costa

     Hace un tiempo se oyeron gritos apabullantes y clamores integristas. Hablaron de primavera árabe, pero más que flores surgieron cardos doctrinales. Se utilizó la democracia para traer lo más intolerante y lo más antidemocrático. En nombre de la democracia entraron en el museo de El Cairo y golpearon las estatuas. En nombre de la democracia atacaron a las chicas porque no se tapaban la cabeza. En lugar de respetar distintas opiniones y vivencias gritaron verdades eternas y doctrinas afiladas.

   Pero yo me acuerdo de aquella indolencia en el centro de El Cairo, aquel dejar que se manifestase la vida, y disfrutar sus distintas voces, y sentir sus momentos cambiantes sin sujetarse a doctrinas. Aquel mezclar Oriente con Occidente, lo tradicional con lo moderno, lo íntimo con lo callejero, lo divino con lo profano.

   Yo me alojaba en el hotel Windsor, que mezclaba el estilo inglés con los efluvios egipcios, la elegancia británica con la sensualidad árabe. Las habitaciones eran muy variadas y tenían todos los modelos de baños posibles. Había un toque de dejadez de otra época, una mezcla de dejarte a tu aire con un atender a lo que podrías desear, una paradoja de confort con un cierto desaliño. Una señora muy agradable y simpática daba vueltas por los cuartos, se preocupaba de que tu cama estuviera hecha, te preguntaba si necesitabas alguna bebida, te doblaba bien los jerséis, te sonreía si te veía solitario, te preguntaba ligeramente por tu vida. En su Barrel Bar, al que acudían con indolencia personas de toda la ciudad, escritores o diplomáticos, te podías tomar una cerveza exquisita, ver pasar el tiempo tirado en los sillones de cuero, pensar en la Historia o en los fascinantes viajes de antaño, sentirte dentro de una novela. Alguno puede pensar que aquel era el lugar de la dominación británica, pero ahora ya no lo era, ahora era una mezcla de lo inglés con lo egipcio, era lo inglés egiptizado y sumergido en atmósfera egipcia, y eso se veía en aquel toque lento de los egipcios, en aquella amabilidad sensual, en aquel ofrecerte cosas sin exigencias, en aquel estar sin agobio a tu disposición, con un aire de dejadez que acaba seduciéndote. Y aquello era mejor que las purezas egipcias o inglesas que alguien quiera imponer, que los cortes radicales y los puritanismos culturales. Todo en la vida es tan ambiguo y tan mezclado y tan libre.

     El eje de mi vida era la avenida Talaat Harb, que iba desde la plaza Orabi hasta la plaza Tahrir y el río Nilo. Cerca de Orabi estaba el café Al Andalus donde los egipcios sentían nostalgia de Andalucia y sin saberlo de otras latitudes y otras culturas. En el cine Metro, con sus molduras cuadradas y su vestíbulo curvilíneo, me acordaba de épocas gloriosas del cine, en que el cine fue toda una mística apasionada, y veía las carteleras expresivas como me fascinaron en mi infancia. En el cine Radio, de los años 30, con volutas caprichosas y faroles inclinados, salían a la calle unas puertas colgantes como brazos para recibirme y me llevaban a una fuente que podía llamarse la fuente de los sueños.

   Al llegar a la plaza Tahrir me asomaba al café Ali Baba donde en otro tiempo Naguib Mahfouz vivía la literatura y la libertad antes de que un carnicero con dos letras en la cabeza estuviera a punto de matarlo y de cercenar su creatividad. Y desde allí observaba el bullicio de la plaza donde la gente a pesar de todo vive sin fin más allá de las doctrinas. En una esquina me metí en una tienda de discos para comprar algo de Um Kholtum la cantante que hizo vibrar con sus canciones de amor (el amor que no puede vivirse , solo puede cantarse) a todo el Medio Oriente e hizo vivir intensamente antes de que profetas helados pensaran en prohibir la música, y escuché sus cadencias jadeantes como vientos.

     Caminaba hacia la derecha y me metía en el Museo de Antigüedades, donde más tarde entraron los supuestos demócratas a pegar a las esculturas, que les molestaban porque a pesar de los siglos seguían más vivas que ellos. Era un conjunto caótico e interminable de obras de varias épocas y varias culturas en dos plantas, se recorrían infinidad de salas con desconcierto, parecía como una jungla de las vitalidades y de las visiones, me quedó en la memoria de una acumulación fantástica y sombría de infinidad de caprichos mal clasificados y por eso mismo llenos de fascinación. Me quedé pasmado infinitamente ante el rostro de Nefertiti,   que provocó versos encandilados de Evtuchenko y seduciría al mismo Stalin con su cara de seminarista de esparto con su belleza delirante que está por encima de todos los cánones. Y me reí delante de Akenaton, que un buen se cansó de los cánones estéticos, y decidió que podían representarlo tal como era, con sus deformidades y sus exageraciones, ¿ por qué coño coartar a la vida?, e incluso distorsionar su imagen y romper las rigideces y presentarse con indolencia tal como se le antojara. Y me maravillé delante de las ocas de Meydun, Y fue como una película el bajorrolieve sobre la reina Hatshepsut viajando a Abisinia donde había especias exquisitas y una reina gordísima.

     Y al salir del museo caminaba unos pasos y me acercaba al río, donde todo era indolencia desde hacía milenios, porque el río lo había visto todo y lo superaba todo, y no se dejaba impresionar por discursos ni por religiones, y había dado vida y cañaverales y juncos a todo un país, y había inspirado las novelas más antiguas (“Las efesíacas” y otras) , y había provocado todos los sueños y todas las fiebres y había visto como enfermaba Rilke. Miraba hacia la izquierda y veía las falúas que al anochecer saldrían con los soñadores a navegar en medio de toda la indolencia y el dejarse vivir. Y a la derecha miraba el puente de Zamalek que llevaba a la isla que surgió en medio del río.

   De regreso al hotel Windsor pasaba por la calle Alfy , donde había un montón de cafeterías con mesitas de madera en la calle en las cuales infinidad de hombres se dejaban vivir sin prepotencia ni fanatismo, dejando pasar el tiempo con mucho calma con pipas de agua, llevando charlas indolentes, o simplemente mirando como pasaba la vida. Y al final de la calle paseaba por los jardines de Ezbekiyya. Iba al fondo al mercadillo de libros y miraba ediciones de libros del mundo entero que eran una celebración de la literatura que nos hace vivir y no nos prohíbe nada ni nos fuerza a nada y nos descubre los resortes más escondidos de nuestro ser. Y torciendo a la derecha llegaba al Teatro de Marionetas donde los niños también con indolencia dejaban que se manifestara en el teatro la vida sin cuadriculas y allí aprendían que el vivir tiene muchos gestos y muchas expresiones y muchos momentos.

   Sí, lo siento, yo prefiero esa indolencia, ese dejar que la vida se manifieste, esa mezcla, esa contradicción, ese estar abierto a lo que llegue, ese no imponerle a la vida mis conceptos. Sé que la vida sabe más que yo, prefiero escucharla. Veía por la calle a chicas con la cara tapada menos los ojos fulgentes que llevaban pantalones vaqueros informales y muy occidentales. Escuchaba el cantar del muecín mientras me dejaba llevar muellemente por una cerveza que parecía interminable. Claro que hice excursiones a Luxor y las tumbas de los reyes, a Gizeh con las pirámides (que son un invento occidental, los árabes nunca las miraron de esa forma, y los integristas las pulverizarían si pudieran), a El Cairo antiguo y las iglesias coptas. Pero el eje de mis días era la avenida Talaat Harb que terminaba en la plaza Tahrir. Ahí se desarrollaba mi vida de indolencia, de alcohol pecaminoso, de vicio del cine, de sensualidades innombrables. Sentí no poder ir a esa Alejandría indolente de Cavafis, ese otro pecador decadente, o de Durrell, el hombre de los lirismos sinestésicos y desconcertantes. Dirán lo que quieran, pero a mí me gustaba ese cosmopolitismo en que se mezclaba todo, me repatean las purezas y las identidades exclusivas. Y las primaveras que prohíben la vida.

 

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