Giro al centro: Bratislava
Echo una moneda de medio kónec al aire durante el desayuno en el restaurante del camping Plevitce aprovechando que estoy solo y el altísimo camarero de casi dos metros está perdido por la cocina. Si sale cara, sigo por el este. Si sale cruz, me voy al centro. La moneda gira en la mesa entre el humeante café con leche y el zumo de naranja. Cruz.
Para ir de Plevitce a Bratislava, la capital de Eslovaquia, tengo un largo camino de quinientos kilómetros por delante. El día está gris en esa zona de Croacia, a un paso de Bosnia Herzegovina en donde la historia moderna nos dio una lección de sangrante irracionalidad. Con este cielo brumoso no tendrán tanta suerte los que vayan al parque nacional como la tuve yo ayer. Una carretera regular me aproxima hasta los alrededores de Zagreb, con más tráfico del que deseo, pero no hay prisa. Llegando a Zagreb, cojo una autopista, la famosa A1, que dejo poco antes de divisar la capital de Croacia para tomar otra, la A4. Ruedo cincuenta kilómetros y paso a Eslovenia. Schengen se ha terminado con la crisis de los refugiados sirios, así es que muestro mi carné al guardia fronterizo esloveno de la garita de la autopista que lo introduce en una máquina verificadora para certificar que no es una falsificación y coteja mi cara con la de la foto. No quiero correr más riesgos por las autopistas eslovenas y compro la famosa viñeta en la primera gasolinera y la pego en el parabrisas: me autoriza a circular por las carreteras del país durante una semana aunque voy a estar una hora escasa, pero esta vez nadie me la pide.
Luce el sol en Eslovenia mientras cruzo paisajes arbolados y montes suaves punteados por casas rurales en medio de praderas. Los paisajes se repiten. Podría ser el País Vasco si no le traicionara la edificación de casas blancas con tejado rojo que nada tiene que ver con los caseríos. Hay viñedos que trepan por esos montes suaves en los que el otoño amarillea el verdor del paisaje y lo hermana con el de la Selva Negra. Cruzo Eslovenia, primero por una carretera en obras y con continuas interrupciones en los tramos de un solo sentido regulados por el semáforo, y luego por autopistas perfectamente niveladas que ya dejan atrás los montes para discurrir por el llano.
Schengen también ha sido suspendido en la frontera austriaca. Un helicóptero de la policía sobrevuela la zona para impedir que pasen la frontera intrusos no deseados. Han colocado en el puesto fronterizo austriaco, seguramente para detectar compatriotas, a un policía de etnia árabe que debe actuar contra los suyos como los cipayos de la India al servicio de Gran Bretaña. Me dice que pase comprobando la matrícula del coche y mirándome a la cara. Creía que tenía cara de árabe, que podría ser confundido por un sirio, pero veo que no. En Austria también se estila lo de la viñeta para circular. Ocho euros, más barata aquí, que sumo a los gastados en Eslovenia, quince, y una pegatina azul junto a la roja del país vecino en el parabrisas. Como siga así terminaré no viendo la carretera.
Por las autopistas de Austria la circulación se densifica. Hay muchos coches en uno y otro sentido de la autopista y me vedan el paisaje, para que no me distraiga, con altos setos arbóreos perfectamente recortados, preferibles, no obstante, a las vallas metálicas. Ruedo por una llanura infinita y empieza a cundir el cansancio sumado al hambre. En una gasolinera nos detenemos a repostar yo y mi vehículo sometido a esta dura prueba europea que ignoramos dónde y cuándo acabará. Él come diésel. Yo me decido, en ese bonito restaurante de carretera servido por camareros antipáticos, por una sopa gulash con trozos de carne flotando y unos espaguetis a la boloñesa. Sacrifico la cerveza en aras de la prudencia. Y sigo camino.
El tráfico se espesa, de nuevo, como el fluido sanguíneo, por esa arteria con colesterol que se aproxima a Viena. No llego a circunvalar la ciudad imperial que se muere de añoranza por el pasado. A quince kilómetros de la capital tomo una autopista que nace a mi derecha y me lleva a Eslovaquia, Chequia y Hungría. Son las cinco de la tarde cuando paso por la zona industrial de la capital de Austria, rozando enormes depósitos de crudo refinado que si explotan causarían una masacre en la vía y en el vecino aeropuerto. La luz mengua y flota una neblina que afea el paisaje, le borra su colorido si es que lo tiene. Unos molinos de vientos giran aspas sin que note el viento. Una llanura larga y marrón, de tierra roturada a la espera de una próxima siembre, me lleva hasta la frontera de Eslovaquia, y allí sí se aplica el tratado de Schengen, de Austria al país vecino, pero no a la viceversa según compruebo por la cola kilométrica que hacen los automovilistas que quieren entrar en el país germánico.
Bratislava está pegada a la frontera, del mismo modo que lo está Viena, así es que las dos capitales caerían en horas en manos del enemigo en una hipotética guerra entre los dos países vecinos. Atravieso la zona industrial de Bratislava cuando anoche, y luego la ciudad moderna. Cruzo por un moderno puente el Danubio, del que presume Viena, una ciudad que vive de espaldas a él, y aparece en lo alto de un pequeño montículo el castillo de Bratislava y a la derecha de la carretera, cuando bordeo la muralla, la ciudad antigua.
No tiene muchos aparcamientos subterráneos donde dejar el coche la capital de Eslovaquia, pero tengo la fortuna de dar con uno a ciegas, próximo al centro. Arrastrar las maletas por el adoquinado de la ciudad es ruidoso y amenaza con romper alguna de mis ruedas. Me meto por una serie de callejones estrechos y nada concurridos, con las paredes profusamente pintarrajeadas con frases ininteligibles, y diviso la torre Michalská, alta, blanca y de cúpula de doble bulbo, con un reloj en la fachada, una de las entradas a la ciudad vieja de Bratislava, y mi hotel en un siniestro y oscuro callejón, digno de algún plano de El tercer hombre, que ocupa una casa cuya fachada se cae a trozos porque es un edificio con cuatrocientos años de antigüedad.
Las apariencias engañan. El edifico está completamente remodelado por dentro y el Hotel Michalská Brana se convierte, con creces, en el mejor establecimiento en este periplo caótico por Europa del Este y ahora del Centro. Me han asignado un espacioso y lujoso apartamento en la buhardilla y casi me dan ganas de alquilarlo por unos cuantos meses y quedarme a vivir en él por lo confortable que es. Aprendería el eslovaco. La pieza tiene unos quince metros de largo por siete de ancho, paredes laterales inclinadas con seis ventanas Velux, y una cocina equipada con zona de desayunos que linda con un espacioso cuarto de baño con bañera y ducha que separa la zona de estar de la de dormir. Una moqueta de un marrón suave, del mismo color que los muebles de la cocina y el tapizado de sillas y sillones, cubre el suelo. Y la calefacción es tan excesiva que debo abrir todas las ventanas Velux para que entre el aire fresco de la calle.
Me lanzo a descubrir la ciudad nocturna no bien dejo el equipaje y me relajo con una ducha. Estoy en el mismo centro, a dos pasos de la principal avenida peatonal de la ciudad que desemboca en su plaza, al lado de la puerta Michalská y su característica torre del reloj acabada en tejado de doble bulbo verde, visible desde cualquier punto de la ciudad. No puedo tener mejor ubicación en Bratislava.
El caso de la antigua Checoslovaquia es modélico en cuanto a secesiones, lo apuesto a la desmembración a sangre y fuego de Yugoslavia. Las dos entidades asociadas decidieron separarse de mutuo acuerdo y no pasó nada. Eslovaquia pasó a ser el heredero pobre de la antigua entidad, y Chequia el rico. La extraordinaria Praga se lleva todo el turismo de la zona, pero Bratislava, como toda ciudad centroeuropea, tiene muchísimo atractivo y un montón de razones para pernoctar un par de noches y descubrir los rincones de su reducido casco antiguo completamente peatonal, cercado por líneas de vetustos tranvías que recorren la ciudad nueva a paso de trotón. Una ciudad que apuesta por el tranvía siempre es una ciudad civilizada, me digo.
La breve calle Michalská, cuyo centro está ocupado por las terrazas de madera descubiertas de los restaurantes que abren sus puertas en sus flancos, y alguna casa alegre con luminosos rótulos que oferta masajes tailandeses a cargo de nativas asiáticas, que encuentro en otras zonas céntricas a lo largo de mi paseo, se recorre en unos cien pasos, pero me detengo a los cincuenta en una pastelería cafetería, tras dejar a mis espaldas la embajada de Suiza, a tomar un café con leche y una excelente tarta de queso teniendo como vecinas a un nutrido grupo de chicas norteamericanas y a una pareja local que se besa con ardor romántico mientras sus cafés se enfrían en la mesa.
Tiene frío la gente de esta ciudad y eso que la temperatura es suave, más primaveral que otoñal. Van ellas y ellos con abrigos y bufandas mientras yo lo hago con manga corta y concito su asombro. Eso tiene vivir en un valle pirenaico. Dejo la Michalská, con sus plazas y calles clandestinas que nacen al final de túneles que atraviesan edificios por su centro, giro a la izquierda por la calle Serdláska con pubs irlandeses pintados de rojo, tiendas de anticuarios y más restaurantes, y desemboco en la plaza Hlavné Nam, la Plaza de Armas, el centro neurálgico de la zona antigua. Equidistante de sus esquinas, una fuente de agua que borbotea cayendo desde distintos niveles desde su plato superior. En su parte sur, dos enormes y suntuosas cafeterías con terrazas, y enfrente, el ayuntamiento de la ciudad, que parece una iglesia, con torre gótica amarilla con reloj incluido, en forma de campanario, y edificio renacentista anexo con tejado rojo intenso a dos aguas. En una de las esquinas de la torre del reloj, en una hornacina y protegida por una red de la deyección destructiva de las irreverentes palomas, una Virgen y el Niño.
Hay ciudades centroeuropeas más hermosas que Bratislava, además de Praga, y citaría sin duda Cracovia, en Polonia, pero la capital de Eslovaquia y su reducido centro histórico tienen el encanto de no haber sido todavía sobreexplotadas por la plaga del turismo que se ceba, por ejemplo, en Praga. Paseo por una ciudad tranquila como si ya hubiera estado antes, un dejá vù de otras ciudades centroeuropeas, y me gusta esa iluminación tenue pero suficiente que permite ver los edificios pero no hace de ellos ascuas luminosas, la iluminación de Cracovia o de Varsovia.
Regreso a mi apartamento a las ocho de la noche. He comprado una cerveza y unas almendras saladas en un supermercado fuera de la ciudad antigua, el Billa, junto al lujoso hotel Carlton de imponente fachada neoclásica. Bebo y picoteo en el apartamento y sintonizo una emisora de jazz en el aparato de radio que hay sobre uno de los muebles de la espaciosa cocina. Me preparo luego un café y me voy a dormir bastante tranquilo y relajado porque las previsiones atmosféricas para mañana son óptimas.
Duermo poco, más cuando viajo. A las ocho y media ya estoy en la pequeña cafetería junto a la recepción desayunando solo. Buen zumo de naranja, buen café recién hecho, buenos los huevos a la plancha y el queso ahumado, y recién horneados los cruasanes.
El día está radiante, el mejor de todo este periplo. El cielo azul fuerte, perfecto. El castillo, mi primer destino matutino, se distingue a pocos pasos, pero las distancias engañan y he de subir por una cuesta, fuera de la ciudad antigua, que bordea el montículo sobre el que se eleva y pasa a través de las murallas de la ciudad.
El castillo de Bratislava mira a la ciudad y al Danubio que pasa por su centro, la divide en dos. Viena vive de espaldas a su Danubio azul; la capital de Eslovaquia lo vive en su seno. A la construcción militar y cuadrada, con cuatro torreones con tejado cónico en sus ángulos, se accede por una puerta principal ante la que campea una escultura ecuestre del rey Svatopluk de Moravia que vivió 54 años en el siglo IX. La fortaleza se erigió en la antigua acrópolis de un pueblo celta, en el siglo X, durante la dominación húngara. Pasaron por él el gótico, del que queda una de las puertas de entrada en el parque que rodea la fortaleza, el renacimiento y el barroco, pero lo que veo es una reconstrucción del año 1950 porque el original ardió.
No es muy interesante el edificio, encalado de principio a fin en su exterior y estucado por dentro. Su patio de armas es adusto y es una premonición de lo que uno se va a encontrar dentro. Las escalinatas que comunican los pisos son regias, pero huérfanas de toda decoración salvo una alfombra roja, que rompe la monotonía del blanco de paredes y techos festoneados por líneas de oro, y algunas cornucopias solitarias en las que el visitante se ve subiendo.
En la cuarta y última planta del castillo hay una mediocre pinacoteca de lienzos espantosamente mal pintados por artistas de quinta categoría de los que sólo se salva un retrato de la emperatriz Sisí, harta de la corte de Viena y que solía pasar temporadas en Bratislava cuando no estaba con Luis II de Baviera; el resto de cuadros podría arder en alguna chimenea y la historia del arte no se habría perdido nada. Además, los cuadros, ennegrecidos, poco dejan ver. Si algo destaca de la muestra, por el feísmo, son una serie de retratos de nobles personajes sencillamente espantosos, caricaturescos, y lo mal que están pintados los caballos que parecen galgos. Si he de ser sincero nunca había visto cuadros tan malos como en el vacío castillo de Bratislava que, eso sí, tiene buenas vistas sobre la ciudad, el moderno y terrible edificio del Parlamento y sobre el Danubio si se escalan los doscientos peldaños metálicos verticales de una de sus torres.
Con cielo azul y sol, el centro histórico de Bratislava refulge como una joya que alterna edificios góticos, renacentistas, barrocos y modernistas. Abundan los colores pastel en las fachadas de las viviendas, azules, verdes, amarillos, sienas, que dan color a la ciudad cuando el cielo blanco y la ausencia de luz la decoloran. Hay más gente que la noche anterior, pero se puede pasear a gusto. Las antiguas cafeterías están llenas de estudiantes. Cruzo la Hlavné Nam, reparo en las embajadas de Francia y Japón que tienen allí sus sedes, y paso por un arco abierto en la pared del ayuntamiento a su patio y a una plaza dominada por el imponente edificio neoclásico de la biblioteca de la ciudad, el antiguo parlamento del reino de Hungría entre 1802 y 1848, sobre cuyo frontispicio triangular, enmarcado por columnas helénicas, aparece ornado con esculturas de próceres locales que se pasean por el tejado.
La catedral gótica de San Martín, del siglo XIII y XVI, está en uno de los extremos de la ciudad vieja, junto a una de las modernas vías de acceso automovilístico. De paredes blanqueadas por uno de sus lados, y de piedra por el otro, y tejado a dos aguas rojo intenso, llama la atención la cúpula verde con ribetes dorados de su campanario, muy típico de toda Centroeuropa, de la vecina Viena sin ir más lejos, a la que estuvo unida cuando las dos ciudades formaban parte del imperio austrohúngaro. Por dentro, su nave central y las dos laterales dejan entrever a los lados una serie de capillas dedicadas a los santos. Un buen puñado de reyes fue coronado en este recinto sagrado en el que, a la hora que entro, rezan fieles con tanto recogimiento que me parece sacrílego sacar una foto.
Mis pies, cansados ya, me llevan por al Haviezdoslavovo Nam, un hermoso y ancho paseo ajardinado alfombrado por las hojas amarillas caídas de los árboles, en uno de cuyos parterres hay una escultura de Andersen con algunos de los personajes de sus cuentos, hasta el hotel Carlton y el edificio barroco de fachada amarilla de la Ópera, y de allí al puerto fluvial del Danubio en donde hay atracados cuatro enormes barcos de pasajeros que hacen cruceros por el Danubio desde Budapest a Viena.
Allí, en una terraza con vistas al río, me tomo una cerveza al sol y luego regreso al casco antiguo, a comer en uno de los muchos restaurantes que abren sus puertas a la calle Mickalská. No acierto, me fallan los reflejos y mi aceptable olfato para detectar restaurantes trampa. Debería haberlo previsto por el obsequioso, hasta el empalago, camarero y sus ridículas reverencias en todos los idiomas. Todavía estoy buscando la carne de buey en el gulash que pedí por aburrimiento en una carta extensa e incomprensible en la que las fotos no se correspondían con los platos que ilustraban, así es que tras el fiasco gastronómico, y acuciado por el hambre, entro en la pastelería del día anterior y pido exactamente lo mismo: un café con leche y un pastel de queso. La muchacha, que no es la misma que la de ayer, aquella, gordita, ésta, delgada, aquella, simpática, ésta, seca, me sirve un vaso de agua extra, del Danubio, e insiste para que lo beba. Debe de ser alguna tradición local, porque se lleva mi taza de café y mi plato de pastel vacíos, pero me deja el vasito de agua. Finalmente lo pruebo, por si me estoy perdiendo algo. El agua del mítico río centroeuropeo que cruza un sinfín de países para morir en el Mar Negro e inspiró a Johan Straus valses es igual de mala que la del Llobregat que sale por los grifos de Barcelona, y no es azul.