Split, vivir en una ciudad romana
A Split voy bordeando la costa desde Trogir. El cielo se ha cubierto y la lluvia me acompaña durante todo el camino. Por una vez dejo la A1 y me arrepiento, porque las carreteras secundarias de Croacia no son muy buenas. El tráfico es denso y los conductores son heterodoxos con las normas de circulación. La carretera sigue, en parte, el curso del río Neretva, inmenso, que baña algunas poblaciones con muelles fluviales y veleros y barcos amarrados a ellos. Así es que mi memoria, al verlo, recupera el título de una película yugoslava de la que sólo recuerdo su título, La batalla del río Neretva, una gesta de la Segunda Guerra Mundial, y mientras trato de acordarme de qué va la película, qué actores intervinieron en ella, quizá Yul Brynner, sin conseguirlo, pienso en qué habrá sido de una atractiva y sexy actriz yugoslava muy popular en mi juventud que se llamaba Sylva Koscina; y de ella, por no sé qué complejo mecanismo mental, a la alemana Elke Sommer, que debería ser de la misma época, menuda, rubia y sexy; y de la chica que popularizó el bikini en las películas de la España en blanco y negro del tardofranquismo, a la diminuta Pascale Petit, quizá por tamaño. Sylva Koscina, que nació precisamente en Split, murió a los 65 años. Las otras viven. Y sí, Yul Brynner intervenía en esa película con la actriz yugoslava, Orson Welles, Curd Jurgens y el director ruso Sergei Bondartchuk.
He reservado una pensión junto a la muralla, dentro de la ciudad romana de Split, Pansion Kastel, y mi inteligente GPS croata, ya que mi alojamiento está dentro de la zona histórica y peatonal de la ciudad, me conduce sin pérdida al aparcamiento más próximo, junto al paseo marítimo, una avenida ancha e impresionante que discurre junto al mar, con suelo de mármol reluciente, terrazas que se suceden unas a otras y se alternan con heladerías, pastelerías, pizzerías y algunas tiendas de suvenires mediocres.
Franqueo la muralla arrastrando mi maleta, paso por delante de la estatua de Marko Marulik, poeta medieval croata considerado como el padre de la literatura de ese país, en piedra negra sobre pedestal blanco, y veo las ventanas de mi pensión, en una céntrica calle, pero no acierto con la entrada. Finalmente alguien se apiada de mí y me acompaña a un callejón lateral, sin salida, en donde aparece la puerta de Pansion Kastel, tras subir una escalinata. Más de un huésped habrá dormido al raso al no encontrarla.
La recepcionista es joven y simpática y pretende subirme la maleta a la habitación, cosa que yo rechazo. Está incluido el desayuno en una minúscula cafetería de su planta baja y el wifi es aceptable. La ventana de la habitación, que es un apartamento con minicocina, nevera, vajilla y cubertería, da a la puerta principal de la muralla por donde acabo de entrar. El único punto flojo del céntrico establecimiento hotelero es el cuarto de baño, en el que hay que entrar de lado.
Armado de un paraguas, salgo a la calle e inspecciono ese paseo marítimo que tanto me ha llamado la atención al llegar. El viandante tiene la opción de sentarse en sus terrazas y pedir un refresco o disfrutar de las vistas al mar en los amplios y modernos bancos situados cerca del muelle. Desde el centro del paseo, y ajeno a la lluvia que sigue cayendo, contemplo esa impresionante muralla, que data de la época romana y fue aprovechada durante el barroco, en la que habitantes de Split tienen sus viviendas.
La adriática Split, en la costa Dálmata de Croacia, es una ciudad única en el mundo y una experiencia a tener en cuenta. La urbe nació en torno al palacio de verano del emperador Diocleciano y, al morir éste, ocupó todo su recinto amurallado en un proceso de adaptación admirable y poco usual. A veces una extremada protección de vestigios culturales del pasado terminan pasándoles factura porque su no utilización termina por deteriorarlos. Seguramente la ciudad romana de Split se conserva tan extraordinariamente bien porque tres mil habitantes han adaptado sus viviendas al entorno urbanístico de hace dos mil años y han integrado columnas, frisos, dinteles, arcos y demás elementos arquitectónicos a su hábitat. Al ser patrimonio de sus habitantes, formar parte de sus casas, el estado de conservación de las hipotéticas ruinas, que han dejado de serlo, es óptimo. Así es que uno pasea por la ciudad de Split y lo está haciendo por una antigua villa del imperio romano, con un adoquinado perfecto de esa época, pasando bajo arcos suntuosos y bordeando historiadas columnas de capiteles corintios.
La síntesis de la ciudad medieval con la antigua alcanza su cénit en la catedral románica que crece respetando arcos, columnas y dinteles de la época de Diocleciano que hay a su alrededor sin ni siquiera tocarlos. Acostumbrado a que las catedrales góticas trituren a sus antecesoras románicas, y a éstas se les añada el estilo barroco o neoclásico sacrificando sin problemas naves o pórticos, sorprende el respeto arquitectónico de Split, sobre todo en su diminuta catedral que no puede crecer, precisamente, por estar sitiada por elementos romanos que la constriñen.
Desde lo alto de la románica torre de la catedral, flanqueada por dos leones venecianos, de cinco plantas y repleta de campanas en su interior, a la que se sube por unos escalones altísimos que en algunos momentos hay que trepar literalmente (¿eran tan altos los antiguos dálmatas?) se ve en toda su amplitud la ciudad romana y su puerto adriático.
Puede que la catedral de Domnio de Split sea una de las catedrales más reducidas del mundo: una nave de planta redonda con un altar barroco en su centro, enmarcado entre columnas negras con capiteles corintios, sobrevolado por cinco pequeñas esculturas de ángeles dorados bajo la bóveda redonda del mausoleo de Diocleciano, sustentada por una docena de columnas romanas, y un diminuto coro de madera adjunto con doce asientos, y nada más.
A la salida, enmarcado por el frontispicio triangular del templo romano, una pequeña esfinge egipcia negra domina la situación y mira a los visitantes. En la cripta angosta, húmeda y carente de ventilación, que también se visita, se venera a Santa Lucia, y junto al modesto altar, vigilado por una imagen de la patrona de los ciegos, hay papelitos con cientos de peticiones.
Aprovechando la acústica de una bóveda adjunta, un coro de cantantes dálmatas da un recital de música popular del país aunando su decena de voces graves, a capela, y el público escucha, fotografía, grava la actuación y hasta compra los CD que venden por 100 kónecs, unos 15 euros. Y, como en el Capitolio romano, hay dálmatas disfrazados de soldados romanos que posan para los fotógrafos en actitudes belicosas, lanza en ristre.
El subterráneo del palacio de Diocleciano es un dédalo impresionante de enormes estancias separadas por muros del grosor de tres metros, comunicadas todas entre sí. Una parte es museo y la otra, la central, un zoco en donde se vende de todo, baratijas principalmente. Las columnas, cuadrangulares, carecen del más mínimo cariz ornamental y no tienen más función que aguantar el suelo del palacio. En una de las inmensas y áridas estancias subterráneas, construidas con sillares gigantescos inalterables al tiempo y a la humedad, el busto de un altivo Diocleciano barbado, que nació y murió en tierras croatas (Solin, 244-Split, 311), contempla desde el pasado al hombre del presente.
Split es blanca, por la piedra travertina y el mármol de la que está hecha cada una de sus viviendas o adoquina sus calles. Difícil es descubrir una casa que no haya incorporado a su fachada un elemente arquitectico de la época de Diocleciano, del románico, del gótico o del estilo renacentista. Por la ciudad dálmata no hay que ir con mapas, sino perdiéndose a propósito por su laberinto de estrechas callejuelas que desembocan en plazas recoletas siempre animadas con las mesas de los restaurantes, bares y cafeterías, o atreverse a pasar por túneles estrechos que atraviesan viviendas y se convierten en calles concurridas. La ciudad que encierra las murallas del antiguo palacio de Diocleciano, un cuadrado perfecto, es una caja de sorpresas y tiene la configuración de un zoco norteafricano. Se puede andar por ella una y otra vez sin pasar por los mismos rincones y siempre se descubre algo nuevo. Hay calles estrechísimas en las que, sin embargo, han puesto sillas y mesas el restaurante de turno y el viandante pasa rozando al comensal que degusta una lasaña junto a su pareja. Hay patios interiores convertidos en bares de copas y restaurantes. Los letreros anuncian casas de huéspedes y pensiones por todos los rincones. La ropa se seca sobre tendedores que cruzan los dos metros escasos de ancho de las calles por las que sólo circulan unos extraños vehículos de carga eléctricos, pilotados por el conductor que va de pie en su parte delantera y calcula al milímetro sus giros.
Pegado a un muro y un arco romanos, descubro un bar de copas que los aprovecha para proyectar sus luces psicodélicas en sus paredes, y los jóvenes abundan tanto en él como en otros lugares de ocio, atraídos por la belleza del centro histórico de la ciudad. En las escalinatas de la catedral, que ocupa el ágora del palacio de Diocleciano, el café Lúxor, enmarcado por una serie de seis esbeltas columnas romanas y sus arcos, ha puesto cojines para que sus clientes degusten su vino dálmata entre tan impresionantes vestigios del pasado.
En la Plaza del Pueblo, llamada en el siglo XIII Ancho de San Lorenzo, la más amplia de la vieja ciudad, las terrazas de las cafeterías son espaciosas y se protegen bajo enormes sombrillas de ese cielo siempre amenazante que descarga torrentes de agua sin aviso previo. Un pequeño palacio gótico renacentista, el antiguo ayuntamiento, encara su fachada a los comedores de pizza o pasta italiana de enfrente que las saborean en el Gradska Cavana Central. Y sobresaliendo sobre edificios más bajos, la torre del reloj, la implacable recordatoria del tiempo que pasa, que no tiene doce números sino veinticuatro.
Deambulo por la ciudad fascinado por su sincretismo arquitectónico y me pregunto cuántos castillos podrían salvarse en España de la ruina y de la destrucción si se hubieran rehabilitado y habitado siguiendo el modelo Split, algo que ya se hizo con los paradores de Turismo. Split, en ese aspecto, da una lección a la mismísima Roma y sus ruinas, que en la Ciudad Eterna lo son.
Huele a pizza toda la ciudad, y hay pasta italiana en todos los restaurantes, como hay heladerías en cada esquina. La impronta italiana es una realidad tan incuestionable como visible de una ciudad vinculada durante siglos a Venecia y que formó parte luego de Italia hasta que, tras la primera guerra mundial, se la incluyó en el reino de Yugoslavia. Los italianos fueron expulsados por los eslavos, pero quedó el aceite, la pizza, la pasta, los helados y el aspecto de la ciudad.
Llueve con fuerza, de nuevo, y las calles se encharcan porque los sumideros se ven incapaces de absorber tanta agua caída. Inunda la ciudad un fuerte perfume a salitre y el fuerte viento inutiliza los paraguas que se vuelven del revés, el mío incluido. Diluvia, así es que, empapado, aunque ya habituado a estas vicisitudes en este viaje húmedo, busco refugio en un restaurante familiar que encuentro en el camino.
Mientras afuera llueve torrencialmente y el agua corre por los lechos de travertino de las calles, entro en calor con una aguada sopa de pescado y disfruto luego con unos macarrones con excelente salsa de tomate, aceitunas negras y atún. De postre me decido por el mascarpone, una vez más, salpicado esta vez con almendras garrapiñadas y jarabe de chocolate.
Aprovecho la tregua del mediodía para seguir paseando por la ciudad intramuros. Entre otras cosas, me llaman poderosamente la atención los váteres públicos, anunciados con neones luminosos y con aspecto de suntuosas boutiques atendidas por empleados glamurosos, una tienda más entre la sucesión de establecimientos comerciales que abundan en las calles de Split que nada tiene que ver con los pestilentes urinarios de nuestras ciudades.
Sin darme cuenta, dejo la ciudad antigua, paso por un oloroso mercado de pescado, vacío porque todo el pescado está ya vendido, vigilado por un par de gaviotas que aletean en su techumbre, cruzo una plaza enorme porticada, la Plaza de la República, con ventanales neogóticos en la segunda planta de los edificios y fachadas de color rosa pálido y restaurantes, bajo los pórticos, de comida italiana, como el aspecto de la plaza que recuerda a la veneciana de San Marcos, que se abre en su extremo sur al Adriático, y me encuentro en la calle Neretvanska. En la fachada de un edificio de aspecto modernista, las esculturas negras de los remeros de Ulises se taponan los oídos para no oír los cantos de sirenas. Split es el canto de una de ellas.
Anochece cuando vuelvo al paseo marítimo, atravesando de nuevo la muralla por su puerta principal. Un ferry de la compañía Jadrolinija leva anclas y otro entra. Un trasatlántico y un gigantesco velero de pasajeros de cinco mástiles y tracción mixta, descansan en los muelles comerciales del puerto mientras sus ocupantes hacen compras por la ciudad zoco. Recorro el largo muelle que, a medida que se aleja de la ciudad romana, cambia de clase social. Si frente al milenario palacio de verano de Diocleciano las embarcaciones y lanchas son modestas, simples barcos de pescadores que se aventuran hasta la bocana del puerto, a partir de cierto lugar, alejado del centro, encuentro lujosos catamaranes o inmensas lanchas fuera borda con camarotes, salas de estar y comedores, un mundo de opulencia.
Desde ese punto, alejado de la ciudad, tengo una magnífica panorámica. El cielo está azul plomizo, por las nubes que lo cubren, y pinta el mar del mismo color; una nube baja y alargada amenaza con seccionar, en su avance, la torre de la catedral. Con esa visión marcharé de Split, la ciudad que toda ella es un museo a cielo abierto.