Las huellas de la guerra en Skradin
Desayuno con los chinos en el hotelito familiar Delfín. Sigue haciendo buen tiempo y ocupo una mesa del comedor que mira al mar por una cristalera. El grupo de chinos, que viaja en una furgoneta, es ruidoso y extravertido. Hoy no está el recepcionista que habla por los codos sino su hijo, más callado. El café es de máquina expendedora, como eso que llaman zumo de naranja, tiene un color amarillento y lo recuerda levemente. Hay algunos cruasanes tiernos. Desayuno hojeando la prensa por Internet, pero la verdad es que en este viaje me alejo, entre otras cosas, de mi país.
A las diez me pongo en marcha después de tomar las últimas fotos de la costa dálmata bañada por un sol poderoso. Mi GPS croata me llevará hasta Skradin. Le indico que me dirija por autopistas porque no me acaba de convencer la forma de conducir de algunos automovilistas croatas que adelantan en línea continua o aunque les venga de frente un coche.
En Skradin está una de las entradas del parque de Krka, famoso por sus cascadas y lagos. En su puerto lacustre se coge un barco que te lleva por los lagos y te va dejando en islitas; eso es lo que dice mi guía de Lonely Planet. Así es que deshago parte del camino que hice ayer y cruzo un paisaje átono de llanuras pedregosas y alguna vegetación baja que no me dice gran cosa. El cielo sigue azul. El pronóstico es que no llueva en dos días.
En teoría me dirijo a un gran paisaje de montaña y eso no me cuadra con lo que veo por la ventanilla. El GPS croata me indica que faltan quince minutos para llegar a mi destino y no veo montañas a mi alrededor y tampoco detecto la humedad que debe reinar en toda zona lacustre. Empiezo a desconfiar de mi GPS y de mí mismo que quizá haya puesto otra ciudad, cuando aparece una salida que indica Skradin y el Parque Nacional Krka, esta última de color marrón.
Cuando salgo de la autopista, me encuentro con una carretera que serpentea por suaves montañas y va descendiendo y ascendiendo. Los árboles, de pronto, han crecido, pero no son los del norte de Croacia próximos a Eslovenia. Y a los once kilómetros de haber dejado la A1, entro en Skradin, o lo intento, porque la vía de acceso a la población es dirección prohibida.
Creo distinguir un aparcamiento del parque de Krka y dejo el coche, en realidad, en un parking de un camping vacío. La zona está encharcada, por las lluvias torrenciales que han caído los últimos días, y el tipo del parking, un hombretón con barba oscura que está reparando algo a martillazos, responde a mi saludo cuando desciendo del vehículo. Le pregunto dónde están los barcos que recorren en lago y hace un gesto de escepticismo antes de contestar en un inglés algo mejor que el mío. Me dice algo así como que es posible que los barcos no funcionen porque ha llovido mucho. Si son barcos, me digo para mis adentros, lo que necesitan es agua para navegar. Sigo sus indicaciones para llegar al embarcadero.
Skradin es una población pequeña y hermosa que no llega a los tres mil habitantes, pero no me quedaría a vivir en ella a pesar de que hay muchas vinotecas, vinotekas, para degustar el vino de Dalmacia que no he probado. La gente me mira con desconfianza. Cuando paso por delante de la terraza de un bar, los tres tipos que hay sentados me siguen con los ojos y sus caras son de pocos amigos, de las que no querría encontrarme en un callejón. Eso es lo que veo en mis pasos por la ciudad: caras de pocos amigos y de una cierta hostilidad. Quizá esté bajo el síndrome de Peter Brzica, el carnicero ustasha que degolló a 1300 serbios en una noche y murió tranquilamente hace cinco años. Si me fijo en las facciones de algunos de los tipos con los que me cruzo por esa calle principal de casas pequeñas primorosamente pintadas de color verde, siena o amarillo, veo rostros brutales, tipos con cicatrices en el cuello, hosquedad.
La iglesia, que tiene un campanario que acaba en bulbo negro, está a rebosar de fieles que siguen devotamente la misa. Afuera dos jóvenes fuman cigarrillos. En la plaza que hay delante, una mujer tira del carrito de un bebé y lleva a una niña de la mano.
A los diez minutos veo el lago y, en un moderno edificio acristalado, las oficinas de las embarcaciones que lo recorren. Me extraña no ver turistas. El único extranjero soy yo. Cuando me dirijo a la muchacha que hay tras el mostrador y le digo que quiero hacer una excursión al parque nacional de Krka, hace un mohín de disgusto y me confirma lo que me ha dicho el tipo del parking, que debido a la lluvia los barcos no navegan. Al parecer ha llovido de forma tan torrencial estos últimos días, y de ello doy fe, que las islas del lago se han inundado o simplemente han desaparecido bajo las aguas con lo que las posibilidades de que los barcos embarranquen en ellas son altas.
Estoy en Skradin y no sé qué hacer. El pueblo es bonito, se extiende por las orillas del lago Krka y por esa calle larga y principal que nace de la carretera y he tomado. Me acerco hasta el lago en donde se balancean una docena de embarcaciones, entre ellas ese barco que no funciona, el Gaduca, y contemplo los muchos cisnes, al menos una docena, que surcan el lago o secan sus plumas al sol en las orillas.
Estoy viendo muchos cisnes en este viaje por el este de Europa, y más en este lago de los cisnes, pero aquí los veo, por primera vez volar, yo, que en mi ignorancia, los creía incapaces de alzarse en el aire. Son unas aves enormes, así es que toman carrerilla por el lago, batiendo las alas con estruendo contra el agua hasta que consiguen alzar un vuelo rasante que sólo les lleva unos cien metros más allá en donde aterrizan, en el lago, agotadas.
Busco un restaurante con vistas al Krka. Encuentro uno acristalado con vistas frontales. Pido un plato de pasta y un filete de algún pescado a la plancha. Si quiero visitar las cascadas del Parque Nacional Krka, tengo que seguir la carretera unos diez kilómetros, pero no hay prisa. Me tomo una cerveza con la comida en ese restaurante en el que soy el único cliente para una camarera de rasgos angulosos, ligeramente felinos, extraordinariamente delgada pero con un pecho generoso que lo parece más en ese tórax tan estrecho en el que sobresale. Es amable, pero seria. No me mira nunca a la cara cuando me cambia el plato. Le pido el café, un expreso, y la cuenta, y cuando me trae ésta y la abono con cien konecs, le pregunto si conoce algún lugar en Skradin en donde pueda dormir. Me da un nombre impronunciable que escribe en un papel y me indica su ubicación por señas.
Skradin, como todas las poblaciones de los Balcanes que voy visitando, es laberíntica. En cuanto dejo la referencia del puerto y el lago, me pierdo. Pero no me importa. Subo por unas calles estrechas, en cuesta, desando mis pasos cuando desemboco en un callejón sin salida, bordeo pequeños jardines, pregunto a una mujer mostrando el papel que me ha escrito la chica, y, finalmente, doy con el pequeño establecimiento hotelero que, desde su terraza, tiene una magnífica vista al lago.
La dueña de la pensión es una croata con exceso de músculo y ausencia de grasa. Tiene unas piernas robustas y me fijo en su cuello de toro mientras la sigo escaleras arriba hacia la habitación pequeña pero con cuarto de baño dentro. Le pregunto el precio. Me convence los poco más de veinte euros. Le indico que voy al coche a buscar la maleta.
Encontrar el coche no es tarea fácil, así es que después de callejear por callejones estrechos que no me llevan a ninguna parte, decido que lo más inteligente será bajar al lago Krka, bordearlo y dar con la calle principal que desemboca en la carretera. A las cuatro de la tarde, en la terraza de ese bar cuyos clientes me miraron de forma torva, hay tres tipos parecidos con barba y el pelo muy corto, casi al cepillo, que fuman, beben y hablan a voces. Tiene esta gente aspecto de militar sin serlo seguramente. Trato de imaginármelos, porque por edad seguramente participarían, en las degollinas salvajes que tuvieron lugar en los Balcanes y encendieron todas las alarmas sobre el lamentable esta de la humanidad capaz de actos tan atroces. Serbios, croatas y bosnios desenterraron sus odios ancestrales y se dedicaron a eliminarse unos a otros con una saña y crueldad jamás imaginada. Violaban, decapitaban y literalmente se sacaban los ojos. Los francotiradores cazaban a los humanos por el placer de abatirlos. La gente de esta zona enloqueció y se emborrachó de sangre. Así es que los Balcanes, sólo pronunciarlos, da miedo y balcanización es el sinónimo del desastre bélico que le puede suceder a una entidad nacional cuando quiere separarse del resto del estado. Caos dantesco.
Camino del coche reparo en dos edificios en ruinas, medio quemados, de los que faltan las ventanas y están huecos por dentro. No los han restaurado y muestran en sus fachadas las señas inequívocas de la última guerra balcánica, los agujeros de las balas que los han acribillado de arriba abajo. En Skrabe, los croatas se batieron con los serbios que, a toda costa, pretendían mantener la artificial Yugoslavia inventada por Tito. Quizá debiera visitar el cementerio. Hablan mucho los cementerios en sus lápidas, más que los vivos mudos que no quieren hablar del pasado.
No está el tipo del camping cuando cojo la maleta del coche. Vuelvo a hacer el mismo camino con mi equipaje. Sigue azul el cielo. He memorizado el camino hacia mi hospedaje de forma precisa, las veces que tengo que girar a la derecha y a la izquierda, mis puntos de referencia para los giros, así es que llego sin pérdida a mi hotel, dejo la maleta y salgo a mi pequeña terraza que me permite contemplar el lago. Y sentado, sin hacer nada, con la mente en blanco, me quedo allí hasta que la luz se apaga.