Zadar y su órgano marino
Los Balcanes me desorientan tanto como la ciudad de Granada o la medina de Fez. Me despido del hotel de Zagreb tras desayunar, y, como llovizna, decido acortar por una serie de atajos. Tengo la cuadrícula de Barcelona metida en el ADN y la creencia de que las calles de las ciudades tienen que ser rectas. Craso error. Cojo la que yo creo una paralela, que no lo es, y, a partir de allí voy a peor por una serie de calles que son radiales y me van alejando hasta el extrarradio de la ciudad. Cuando me apercibo, es decir, cuando pierdo como referencia las dos agujas de la catedral, no sé dónde estoy. Por suerte los habitantes de Zagreb saben inglés y el mío da para preguntar por la estación de tren. Así es que mi atajo se convierte en otra especie de circunvalación de la ciudad, y ya van dos contando Liubliana. A partir de ahora me prometo ser disciplinado, no fiarme de mi intuición y seguir rigurosamente los caminos trillados de los mapas.
Con un GPS que me da instrucciones en croata, salgo de la ciudad y busco la A1, la autopista que me va a llevar a mi próximo destino: Dalmacia. Harto de tanta lluvia voy a planear mi viaje, a parir de ahora, teniendo en cuenta el tiempo. Luce el sol en cuanto dejó atrás Zagreb, pero no me acabo de acostumbrar a esos cielos azules tan radiantes. El paisaje de Croacia, por la configuración del país, alargado, y la proximidad al Adriático, no es tan exuberante y alpino como el de la vecina Eslovenia. Pronto navego por una llanura inmensa cubierta de árboles de poca alzada que no acaban de echar raíces profundas en un terreno kárstico.
Lleno el depósito en una gasolinera. El diésel en el país balcánico es bastante barato. Tiene Croacia, creo, unas de las mejores estaciones de servicio del mundo, del mismo modo que puedo afirmar que las de la vecina Francia son de las peores. Aparte de gasolina, hay supermercado, restaurante rápido, cafetería en terraza exterior, quiosco y parque infantil.
Sigo a una velocidad de crucero de 100 km/h. El GPS me indica que llegaré pronto, en algo más de hora y media a mi próximo destino, la ciudad costera de Zadar, a orillas del Adriático, y, cuando dejó atrás la A1, el paisaje cambia por completo, se hace árido y rocoso y los menudos árboles son sustituidos por matorrales.
Zadar (Zara, ladera, en latín), antigua capital de Dalmacia, no es tan pequeña como parece con sus ochenta mil habitantes, pero mi hotel no está en el centro sino a tres kilómetros, bordeando la costa. La estrecha carretera discurre literalmente pegada al mar, sin ningún quitamiedos, pero la profundidad es escasa, apenas un metro. Atravieso una zona de recreo con casitas blancas pegadas a la orilla y algunos hotelitos familiares, hasta que llego al Hostal Delfín. No soy el único huésped. Unos turistas chinos me han tomado la delantera y se han adueñado de una enorme suite con terraza en el piso superior del establecimiento. Mi habitación es modesta, en la segunda planta, sin ascensor, pero por una noche me vale. El recepcionista es un tipo excesivamente expansivo que me da todo tipo de explicaciones sobre Zadar, el transporte público que tiene una parada justo delante del hotel y me llevará al centro y su famoso órgano marino. ¿Órgano marino? Sí, afirma, y me lo sitúa en un mapa que me entrega. El desayuno es de 8 a 10. Y el checkout a las 10.
Hace calor. Así es que en la habitación me pongo los pantalones cortos y me calzo unas sandalias que me han llevado por medio mundo y por muchas montañas. Sigo sin acostumbrarme a este sol radiante que hace. Bajo de nuevo. El Adriático, tras un pequeño puerto deportivo que hay frente al hotel, con embarcadero para cinco lanchas, parece un espejo calmo que no se mueve, encajonado entre las islas de Uglajan y Pasman, en un golfo cerrado que se abre a mar abierto por una estrecha abertura.
Cojo el coche y voy a Zadar, a su centro, bordeando el mar por una carretera que serpentea pegada al agua y a la que, con alguna copa de más, se corre el peligro de caer.
Zadar antiguamente era una colonia romana cercada por una muralla, que se conserva en buen grado, y por el mar Adriático. Dejo el coche aparcado extramuros, junto al muelle Kraija Tomisleva, en el que atracan barcos deportivos y de transporte de viajeros, y entro intramuros.
La ciudad es pequeña, y salvo la catedral de Santa Anastasia, a cuyo campanario subo escalando los ciento ochenta peldaños que tiene para sacar buenas fotografías aéreas de la ciudad, y unas ruinas romanas, parece tener poco interés, pero me equivoco. La ciudad, desde ese mirador privilegiado, es una sucesión de tejados de teja que cierran edificaciones de piedra blanca de Travertino, común en toda Dalmacia, sobre los que despuntan las agujas afiladas de los campanarios de piedra de los iglesias que son idénticos a los minaretes musulmanes. ¿Vestigio de la ocupación turca de la ciudad?
El edificio catedralicio, de influencia toscana, como la gastronomía croata en la que las pizzas y la pasta son tan comunes como en Italia, fue construido entre los siglos XII y XIV en estilo románico y gótico. La fachada es pentagonal, ocupada en su totalidad por tres hileras de arcos románicos ciegos y dos rosetones en línea de diferente tamaño. El campanario, de cuatro alturas, de la iglesia, como todos los de la zona, no está techado con tejas u otro elemento de cobertura sino que termina en una aguja de la misma piedra que el resto de la construcción, una especie de pirámide.
En los alrededores de la catedral, se sitúan las vendedoras de bordados, señoras de edad, que, sentadas junto a sus mercancías, matan el tiempo bordando mientras esperan a sus clientes. Para estar fuera de temporada, los aledaños de la catedral están muy animados de turistas italianos, que están como en casa, y alemanes en busca de sol. Las terrazas del centro están muy animadas, tanto como los establecimientos de helados que abundan por toda Zadar.
Mis pies me llevan a la iglesia de San Donato, pared con pared con la catedral, la iglesia prerrománica más importante de Dalmacia, toda ella redondeada y de una altura considerable en la que destaca el cimborio circular que emerge del centro de su tejado de teja.
Sigo mi paseo por la ciudad, dejo a mis espaldas una monumental columna romana dórica, junto a la que un turista toma un café en una terraza (un verdadero lujo al que el sujeto es ajeno), traspaso la puerta de Zara de la antigua muralla que cerca la ciudad, sobre la que campea el león de San Marcos, indicativo de que Zadar perteneció a Venecia, y desemboco en un pequeño y cerrado puerto deportivo, Fosa, en el que se mecen algunos barcos y un navío de salvamento marítimo hace guardia junto a una ambulancia.
Hay vestigios del pasado romano de la ciudad, cuando Dalmacia era parte importante del imperio, como un torreón de defensa. Por una acera estrecha, a un par de palmos del agua, bordeo el puerto, los restos de una muralla junto al mar, contra el que una chica rubia, que me recuerda a Charlize Theron, dormita tomando el sol con su novia sobre sus rodillas, y desemboco en el majestuoso paseo marítimo de Petra Kasimira IV en donde las terraza de los bares y los hoteles se suceden a pocos metros del muelle.
El sol riela en un Adriático de un azul plateado y las islas de enfrente se convierten en siluetas montañosas. Por el paseo marítimo pasean parejas y niños, y, sentadas en el borde del muelle, con los pies balanceándose sobre el mar, grupos de chicas charlan animadamente entre ellas o toman refrescos. Parece, con esa imagen, que Zadar nunca sufrió la desgracia, que ningún impacto de ninguna guerra truncó la vida de sus habitantes, y es otro error apreciativo por mi parte. La historia de esta pequeña ciudad es convulsa y está escrita en sus monumentos y en sus gentes. Zadar, durante toda su existencia, fue pasando de unas manos a otras: romanos, húngaros, otomanos, venecianos, austriacos, croatas. Entre 1918 y 1945 Zadar perteneció a Italia y en la segunda guerra mundial fue brutalmente bombardeada por los aliados siguiendo las indicaciones de Tito. Cuando Zadar pasó a formar parte de Yugoslavia, integrada en Croacia, la minoría italiana fue perseguida y erradicada y se produjo una invasión de croatas. Tampoco se salvó la ciudad de la guerra civil que desmembró Yugoeslavia. Así es que Zadar ha sido todo menos una ciudad apacible, aunque no lo parezca.
El edificio majestuoso de un hotel se yergue ofreciendo al mar una fachada pintada de siena pálido. Busco mesa en su terraza, pero no la encuentro sino en otra vecina, con vistas al Adriático. Me siento, pido una sopa de tomate y un risotto picante que viene a ser una especie de arroz a la cubana sin plátano ni huevo frito. Saboreo el sol con una cerveza local, la Lasko, y espero el atardecer para acercarme al órgano marino, una de las atracciones de Zadar. Un velero con la vela arriada entra en la rada y se dirige al puerto del Fosa. En un muelle de piedra, que se adentra en el mar, unos pescadores echan la caña, pero a juzgar por las escasas gaviotas no debe de haber mucha pesca. Una mujer madura borda en un banco al sol.
Nicola Basic fue el arquitecto que construyó ese extraño órgano marino en el muelle de Zadar, una serie de orificios regulares que perforar la piedra por donde el aire, presionado por el suave vaivén del Adriático que se mete por debajo, produce un sonido tan relajante como la música de las ballenas. Me siento en un banco de los alrededores y estoy un buen rato escuchando la melodía mientras espero que el sol se ponga y el crepúsculo sea lo espectacular que Alfred Hitchcock dijo que era cuando estuvo en esta ciudad: el atardecer más bonito del mundo. No tengo suerte. El sol se pone sin enrojecer cielo ni mar.
Es sábado y el muelle se ha ido llenando de turistas y curiosos. A mi derecha, un grupo de yanquis de la cuarta edad, paladea en copas vino blanco de Dalmacia, que tiene merecida fama entre los enólogos. A mi izquierda, una muchacha dálmata de pelo caoba se pinta las uñas de las manos y las sacude para que se sequen.
En la punta del muelle, en Istarska Obala, a continuación del órgano marino, el arquitecto croata también construyó otro artilugio de 22 metros de largo, formado por 300 paneles solares, que transforman la luz del sol absorbida durante el día en un espectáculo de luces multicolores por la noche. Al atardecer, niños y padres juguetean por encima de los paneles solares, y se añaden perritos y ciclistas, hasta que irrumpe un pequeño destacamento de majorettes croatas, con casacas fucsia, botas blancas hasta la rodilla y faldita corta que improvisa un baile marcial con muy escasa fortuna y poca destreza: no aciertan a pasarse bien los bastones por el aire que, muchas veces, rebotan sobre el panel solar.
El cielo y el mar son ya de un mismo color: oro. Reina la calma. Un fotógrafo negro monta su cámara sobre su trípode al borde del agua. Grupos de jóvenes beben y comen bocadillos sentados en el borde del muelle. La chica de pelo color caoba que se pintaba las uñas a mi izquierda, ha desaparecido. También los yanquis que apreciaban el vino dálmata que se vende hasta 100 konecs la botella, 12 euros, precio irrisorio para un buen vino, pero es que Croacia, que no ha caído en la trampa del euro, es un país barato.
Salen de puerto las barcas pequeñas de pesca con el petardeo de sus motores, Anochece cuando regreso a mi hotel. No es buena la conexión wifi y la luz de la habitación no da para una lectura decente de la novela El libro de las ilusiones de Paul Auster que con cariño me regaló una de las mejores amigas que creo tener y empecé a leer en Fuengirola. Así es que me entrego al sueño reparador.