El barrio novelesco de Lima
Por Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco
Una vez un tipo dejó de hablarme porque dije que Lima era muy bonita. Según él Lima era horrible, sucia y triste, y había que acatarlo. Sin embargo yo pasé días fascinantes allí. La Plaza de Armas grandiosa con la catedral y sus galerías me encantó. El palacio de Torre Tagle, en la calle Ucayali llena de palacios, con sus balcones de madera como ganchillos se me quedó en la cabeza. Comimos en el restaurante El Agua Viva, en una casa colonial atendida por monjas francesas, por muy poco dinero. Nos trasladamos al puerto del Callao y fantaseamos con los paseos con balaustradas y el monumento al Caballero de los Mares y las fortalezas potentes y los recuerdos de viejas batallas con honra y con barcos.
Sabía que muy cerca de la Plaza de Armas, al norte del río, estaba el barrio de Rimac de chabolas y de miedo y de suciedad. Pero nos atrevimos a ir por allí porque Consuelo quería ver la legendaria plaza de toros de Acho y la abrieron solo para que la viera ella. Y comimos en un restaurante cutre pero sabroso. Y volvimos otras vez allí para comer el cuy delicioso, que era un conejo de monte que se parecía a una rata.
Y pasábamos horas fantásticas en el barrio de Miraflores. Para ir de allí al centro en el autobús se pasaba por el Circuito Mágico del Agua y el Parque de la Exposición con sus pabellones flotantes. Y fuimos a cenar al maravilloso restaurante La Rosa Náutica metido en el mar como un grupo de pabellones azules con pináculos y sacábamos los brazos encantados por la ventana. Y dábamos vueltas por el Centro Larcomar con sus miradores y sus pasillos con plantas sobre el acantilado que daba al Pacífico antes de entrar en el cine. Y fuimos al restaurante Las brujas de Cachiche, en un patio embrujado entre casas góticas de madera, para sentirnos más intensos. Y la Avenida Larco en Miraflores, desde el Parque Central hasta el Centro Larcomar, estaba llena de elegancias y de reminiscencias.
Pero sobre todo no olvido el barrio novelesco de Barranco. Para llegar allí se iba por una carretera de curvas que bordeaba palacetes y pequeños castillos que se entraban por los ojos. Había una iglesia barroca llena de dinamismo y de gracia, la de la Santísima Cruz, con arcos interrumpidos que flotaban en el aire como oberturas, y una torre amarilla que se pavoneaba entre curvas. Había un viejo vagón de tren, el Café Cultural, en el Parque del Municipio , donde tomábamos café en mitad de un viaje imaginario entre ventanas viajeras y a veces había actuaciones de jazz que nos lo volvían todo vibrante y nocturno. Se atravesaba el Puente de los Suspiros, que temblaba encima de calles en descenso y nos ponía al nivel de las ventanas en dirección al mar. Era tan descaradamente romántico que daban ganas de enamorarse de todo. Todas las canciones se volvían ciertas, la vida se convertía en una novela. Y luego se descendía por la Bajada de los Baños entre casas azules y jardines íntimos. Y por un sendero elevado rodeado de piedrecitas y de artesanos bohemios se llegaba a un mirador secreto en el borde de un acantilado donde uno se volvía misterioso y lejano. Cualquiera podría hablar allí como un personaje de película, todos nos volvíamos interesantes. Y se veían parejas de jóvenes silenciosos que sencillamente miraban el Pacífico.
Y regresábamos arriba y atravesábamos calles silenciosas y musicales. Y avanzábamos hacia el sur por la Avenida Eguren llena de bares y veíamos casonas nostálgicas y ventanales simbolistas . Y el bar Juanito parecía una antigua botica o el museo de las melancolías. Y luego regresábamos hacia Miraflores y todo a nuestro alrededor se volvía nostalgia. No, nunca podríamos olvidar Barranco. Y ya podrán decir los mediocres llenos de tópicos que Lima es triste y fea. No, en Barranco la vida de cualquiera se vuelve una novela. Y uno querría regresar siempre allí. Y uno sabe que en Lima los amantes pueden realizar todos los encuentros.