Zagreb bajo la lluvia
Salir de Liubliana no es muy complicado. Cualquiera de las grandes avenidas de circunvalación desemboca en las autopistas. Encontrar la que me lleve a Zagreb, Croacia, en mi exploración de los Balcanes, tampoco es difícil. La A1 es la que me llevará hasta la frontera. El viaje es otra cosa, porque se complica de forma extraordinaria por la lluvia.
La lluvia que ha caído en días pasados es cosa de risa si la comparo con la que recibo en la autopista. Ni en la India, u otros países de Extremo Oriente, recuerdo un diluvio parecido, con el agravante añadido de que aquí conduzco. Una terrible tormenta me sorprenda a cincuenta kilómetros de Liubliana, cuando ya los carteles de la autopista A1 me anuncian Zagreb a poco más de sesenta. Podría detenerme en una estación de servicio, a que parara el diluvio, pero mirando el cielo me doy cuenta de que tengo para horas, así es que conduzco a cien kilómetros por hora, controlo bien el volante cuando adelanto los camiones y aumento la velocidad de las varillas del limpiaparabrisas, incapaces de despejar el agua que se le viene encima. En algunos kilómetros, cuando el diluvio arrecia, la visibilidad es nula y es como si condujera por el interior de un río. Suerte del impecable estado del asfalto. Así es que me armo de paciencia, me mentalizo contra las adversidades atmosféricas, que me están complicando el viaje, con un poco de filosofía zen y sigo carretera adelante con la esperanza de que en alguna parte de Eslovenia, o en Croacia, escape de ese mar de nubes.
A cinco kilómetros de cruzar la frontera, el temporal remite aunque el cielo sigue encapotado. Suspiro aliviado, pero me dura poco la satisfacción. Entre Eslovenia y Croacia no sé si aplican el tratado Schengen, pero me parece que no cuando un policía esloveno me detiene a pocos metros de la línea divisoria. Me preparo para exhibirle mi documentación de europeo, pero la cosa no va por allí. El policía, que habla medianamente bien el español, combinándolo con el italiano, me pide el ticket de peaje de las autopistas. Como ve mi cara de estupefacción y sorpresa, me aclara que en unas gasolineras específicas venden dichos tickets para poder circular por las autopistas de Eslovenia, que yo ingenuamente creía que eran gratuitas, y que cada día cuesta quince euros. Adujo que no lo sé, que es imposible saberlo en unas autopistas abiertas, sin barreras ni controles, sin máquinas para monedas, billetes o tarjetas con que pagar el peaje, y el tipo se encoge de hombros y me dice que me tiene que multar. Deduzco que el policía sabe español porque todos los ingenuos viajeros españoles que entren en el país pagan la novatada. La broma sale por ciento cincuenta euros. Podría elevar mi queja a la embajada de España por semejante proceder de las autoridades eslovenas, que me parece un auténtico latrocinio, pero ni tengo ganas ni tiempo, así es que pago mansamente la multa al policía políglota, enseño luego el carné de identidad al agente de la aduana de Eslovenia, y medio metro más tarde al de Croacia, y sigo mi viaje hacia Zagreb un poco más pobre.
La ciudad de Zagreb, a la que llego en poco menos de diez minutos (extraño que la capital del país esté pegada a la frontera del vecino) y sin que llueva, está muy bien señalizada y Centrum, obviamente, es Centro, así es que sigo disciplinadamente las indicaciones que me llevan justo frente a la estación de ferrocarriles. Podría intentar localizar el hotel con el coche, pero decido que es más cómodo dejarlo en un amplio aparcamiento subterráneo los dos días que esté en Zagreb y desplazarme a mi alojamiento andando.
A los parterres verdes del Parque J.J. Strossmayera, presidido por la estatua ecuestre del rey Tomislav, que nace cuando cruzo la Keneza Branimira, cuidando de no ser arrollado por los numerosos tranvías de dos vagones, azules y vetustos, que la recorren en ambos sentidos, le siguen, tras el edificio amarillo con cúpula verde del Pabellón del Arte, diseñado por arquitectos vieneses, y el blanco del Museo Nacional, los del Parque Zrinjevac con fuentes que funcionan, una glorieta para música y esculturas de próceres del país sobre pedestales. Ese amplio paseo ajardinado, también conocido por La Herradura, fue diseñado por Milan Lenucci, seguramente uno de esos bustos de piedra, me digo, mientras arrastro la maleta con ruedas, cargo el ordenador sobre un hombro y el bolso de la máquina de fotos sobre el otro.
Siguiendo la calle Praska, lateral del parque, llego a la plaza Ban Jelacica. De allí a la catedral hay trescientos pasos. Y de la catedral a mi hotel, quinientos, que ya hago bajo la lluvia, suave si la comparo con la que he sufrido durante el trayecto en coche. Así es que me mojo un poco más de lo que ya estoy en ese último tramo.
El Art Hotel Like era un antiguo albergue juvenil convertido en hotel que está en el mismo centro de la ciudad, lo que le convierte en uno de los mejor situados. El hotel se ubica en la segunda planta de un edificio antiguo y algo desconchado, como la mayor parte de los edificios de Zagreb, en una esquina de la calle Vlaska. La clientela es excesivamente joven. Las recepcionistas, también. Jóvenes, guapas y que hablan inglés. La decoración del establecimiento es rompedora, moderna, como la de un loft berlinés, y los muebles son funcionales. Todo muy minimalista. Mi habitación es espaciosa, dos camas y una litera en un compartimento superior al que se accede por una escalera de bombero, pero poco silenciosa porque se encuentra sobre la misma entrada del edificio y al lado de la calle, así es que cada vez que pasa un tranvía, y lo hacen de forma constante, trepida el suelo y los cristales. Por lo demás, está muy bien: tiene plasma, mesa amplia de escritorio y modernas lámparas de lectura al lado de las camas. Me sobran camas, eso sí.
Tras dejar el equipaje, salgo a explorar la ciudad, pero cuando llego a la plaza de la catedral me sorprende el habitual diluvio y he de buscar refugio en una pizzería sin tener ganas de comer. Mientras afuera llueve, pido al camarero, que, como todos los habitantes de la ciudad dedicados al sector servicios, habla bien el inglés, unos espagueti a la carbonara y una cerveza. En la terraza cubierta del bar restaurante, que se llama Croace, están los fumadores, pero en el interior sólo estamos una muchacha oriental que viaja sola, seguramente japonesa (los chinos lo hacen en grupos tan numerosos como ruidosos), extraordinariamente tímida que pide un vaso de agua y una pequeña pizza. Como despacio y pido un mascarpone para ver si la lluvia amaina, y sí, amaina, pero no desaparece.
Cruzo la plaza y visito la catedral, la Svetog Stjepana, anteriormente llamada de San Estephen, que está en una explanada presidida por el Kaptol, un alto capitel rodeado por cuatro ángeles de oro, sobre la que campea la estatua, también dorada, de una Madonna en posición de caminar, cuando acabo mi café. Dejo a la chica oriental comunicándose vía Smartphone con algún ser querido y traspaso la fachada gótica de la catedral de Zagreb, completamente restaurada cuando fue destruida a consecuencia de un terremoto en 1880, flanqueada por dos torres esbeltas en forma de flecha visibles desde cualquier zona de la ciudad. La iglesia, oscura y desangelada por dentro, carece de interés. Algunos feligreses permanecen piadosamente arrodillados en las bancadas de madera y otros esperan ser confesados guardando rigurosa cola ante el confesonario. Tras el altar, un sarcófago de cristal muestra el infame muñeco de plástico de Alojzije Stepinac, cardenal de la iglesia católica y colaboracionista del régimen Ustasha de Ante Pavelic, el estado títere croata de extremistas fascistas y católicos que hizo piña con la Alemania hitleriana. El eclesiástico fue condenado durante el régimen comunista de la antigua Yugoeslavia a 16 años de prisión y rehabilitado más tarde por Juan Pablo II que lo declaró beato mártir. ¿¿¿Mártir???
La crueldad de los ustasha no tiene parangón en la moderna historia del horror que se escribió durante la Segunda Guerra Mundial. El régimen que defendía ese individuo, cuya representación en muñeco de plástico es venerado dentro de una urna de cristal en la catedral de Zagreb, se dedicó a aniquilar serbios, porque eran de religión ortodoxa, judíos, gitanos, musulmanes y comunistas. En el campo de exterminio de Jasenovac, los verdugos croatas preferían untarse las manos de sangre antes que enviar a los prisioneros a las cámaras de gas. Entre las muchas salvajadas de esos malditos fascistas se cuentan los concursos, con premio incluido, para ver quién era capaz de degollar a más serbios al día. Ganó una bestia llamada Peter Brzica, que cortó el cuello a 1300 serbios con un cuchillo de carnicero llamado srobosjec (cortaserbios). Otros sistemas de exterminio era machacar con grandes mazas las cabezas de los prisioneros, arrojarles vivos a piscinas de cal viva, cortarlos en pedazos con serruchos o quemarlos. Las mujeres, claro, eran antes violadas. Tan atroz era este campo ustasha que el general nazi Von Hosterneau, que lo visitó como representante de Adolfo Hitler en Zagreb, lo definió como Epitome del horror, sólo comparable al infierno de Dante. El 88% de los internados en Jasenovac fueron asesinados, frente al 84 de Auschwitz. Setecientas mil víctimas dentro del campo y en los alrededores, en el río Sava, adónde eran arrojados otros muchos para que se ahogaran.
De toda esa atrocidad me entero, claro, cuando ya he salido de la catedral, porque si no le habría dado una solemne patada al muñeco de plástico de ese católico croata ejemplar beatificado por Juan Pablo II, uno de los papas que más detesto junto a Pio XII. Así es que aquí, en Zagreb, en su catedral, encuentro argumentos contundentes para esa animadversión ancestral que se tenían croatas y serbios que se siguieron pasando a cuchillo de forma atroz cuando Yugoeslavia se desmembró. El foco se puso sobre Auschwitz, pero los ustashas croatas fueron discípulos más aplicados que sus maestros.
Cuando salgo de la catedral reparo en los restos de una fortificación militar, al lado de la iglesia, de los que sólo se conserva un muro de unos cien metros de largo por cuatro de alto y una torre de defensa circular rematada por tejado cónico de teja, el único vestigio que queda de la muralla que protegía el edificio catedralicio de asaltos y actos vandálicos y que fue derruida casi por completo en el siglo XIX.
Croacia es un país profundamente católico, y ello se advierte en la calle, no tanto como Polonia o algunos países bálticos, pero muy cerca de ellos. Así es que en mi paseo, bajo la protección de mi paraguas, hacia la plaza Ban Jelacic, presidida por el guerrero Joseph Jelacic, héroe nacional croata y militar de la orden de María Teresa, a caballo y blandiendo su espada, me cruzo con numerosos sacerdotes y monjas con hábitos monacales.
De la plaza no salgo. En una columna veo pegados afiches de Vanessa Redgrave, hermosa a sus 78 años, que visitará Zagreb el día 10 de octubre, cuando ya no esté para dar un mitin; espero que los cachorros de los ustashas no vayan a reventárselo. Las nubes descargan su dosis de agua torrencial, lo que me obliga a refugiarme bajo las arcadas de un soportal junto a muchos capitalinos, y de allí, saltando charcos, a una cafetería acristalada, y, tras el café, harto de la lluvia, busco refugio en mi hotel mientras anochece y sigue lloviendo. La previsión meteorológica para mañana da buen tiempo. Veremos. Por de pronto buena parte del país está inundado y unos cuantos ríos se han desbordado.
Me voy a la cama con la imagen de ese fantoche que he visto tras la urna de cristal en la Svetog Stjepana. Sopeso visitarlo mañana y lanzarle un escupitajo al vidrio. El horror conradiano, siempre al lado de la condición humana, formando parte de ella.