Eslovenia: de la placidez de sus lagos a los ríos que rugen
Amanece diluviando y con un cielo gris que garantiza lluvia todo el día. El precio de la belleza que paga este país verde y húmedo, todo agua. El desayuno en Meksiko, cuya habitación es moderna y confortable, es infame, quizá porque se prepara en el bar de al lado y me parece que las camareras no ponen mucha atención en él mientras sirven cafés a los conductores de ambulancias del vecino hospital. Los cruasanes son de fábrica, blandos, muy parecidos a los que me vendían en los puestos callejeros de NYC, pero a peor porque tienen un repugnante relleno dulzón. Son cruasanes gomosos. Los huevos revueltos se han terminado porque alguien que madrugó se los comió y no reponen. No hay zumo de naranja sino un néctar de manzana. Del café mejor no hablar, como del pan. Me estoy aficionando al yogur con cereales. ¡Qué remedio!
El lago Bled, una de las atracciones turísticas de Eslovenia, está a unos cincuenta kilómetros de la capital. Hay una autopista que me aproxima hasta él. Creo que las autopistas en este país son gratuitas. No hay barreras ni controles para meter la tarjeta o echar monedas. Craso error el mío. Motivo de una queja diplomática si dispusiera tiempo para hacerla y tuviera garantías de que prosperaría. Pero adelanto acontecimientos.
Cuando abandono la autopista, diluvia. Una carretera sinuosa bordea prados de un verde intenso rotos por masas boscosas y casas de campesinos. Y llego a Bled, a su lago, a ver su isla, la única de toda Eslovenia, invisible por la niebla y el diluvio que cae hoy desde ese cielo convertido en nube.
Bled sería un lugar hermoso si el turismo no lo hubiera arrasado. En los alrededores de ese lago de montaña de los Alpes Julianos, a algo menos de quinientos metros de altitud, las modernas edificaciones y hoteles con escaso gusto arquitectónico hacen trizas su belleza salvaje. Fuera de temporada, los hoteles y los restaurantes están vacíos y tienen el encanto de una cierta dejadez. Bordeo el lago alpino con un paraguas que sirve de poca cosa salvo resguardar la cámara de fotos, algo que tampoco consigue. Del lago, cuya profundidad máxima es de 30 metros, brota una densa neblina que oculta el islote central y su picuda iglesia blanca. En las orillas del lago nadan, o elevan el vuelo, cientos de patos de cuello verde tornasolado y una bandada de elegantes cisnes, que, cuando salen del agua, ya no son tan elegantes y acreditan una cierta torpeza en sus andares con unas patas palmípedas enormes. Hay cisnes hasta en la carretera, ajenos al tráfico que los esquiva, y veo un ejemplar que ha ocultado completamente su cabeza entre el plumaje, como un avestruz. La altivez y el gesto hosco de los cisnes (el color negro del plumaje que envuelve sus ojos los convierten en animales ceñudos) contrastan con la simpatía de los ruidosos patos, los colegas proletarios del lago.
Las barcas del lago, huérfanas de barqueros que lleven a las parejas románticas a dar un paseo por él, se mecen mientras en sus toldillas se almacena la lluvia incesante que las comba con su peso. Busco a un barquero que me lleve a la isla pero no lo encuentro con ese tiempo, así es que me quedo sin ver de cerca la iglesia del siglo XV y me ahorro subir los 99 escalones que hay que salvar para llegar a ella.
En un muelle de madera, que se adentra unos pocos metros en el agua, la silueta hueca de un corazón permite a los enamorados posar ante la cámara de fotos en ese enclave romántico, pero con la lluvia no hay parejas románticas sino solitarios paseantes, tan locos como yo, a los que la lluvia no hace efecto.
Sobre un peñasco, dominando el pueblo y el lago, se eleva Grad, el castillo medieval de Bled. Lo más interesante de él es que está colgado sobre el vacío, en un acantilado de 130 metros, y que su aspecto tétrico y poco hospitalario, de fortaleza militar, recuerda a los castillos de los Cárpatos. De la iglesia de Bled, blanca y con el campanario espigado y acabado en forma bulbosa, parte el camino escalonado de ascenso al castillo. Llueve a torrentes, pero el bosque por el que me adentro, tupido, me salva parcialmente del diluvio. No cuento los escalones, pero creo que son más de doscientos que se alternan, en algún trecho, con rampas.
Entrar en el castillo, al que acceden masas de turistas chinos llegados cómodamente en autocar, cuesta nueve euros, un precio excesivo teniendo en cuenta que en su interior no hay absolutamente nada salvo una armadura y algunos útiles prehistóricos. Lo mejor son las vistas, cuando las hay, claro, porque con la lluvia y una densa niebla que se ha formado por encima del lago no se ven otra cosa que vaporosas nubes. La primera piedra del castillo se puso en el 1011. De esa época data una torre románica circular coronada por un tejado cónico de teja. Rodeado por un foso, que se salva por un puente levadizo, una rampa muy en pendiente conduce a la puerta principal y de allí se pasa a dos plazas, comunicadas por un corredor bajo arco, con edificios renacentistas pequeños y sobrios alrededor de ellas en donde los visitantes entran, tras dejar los paraguas en la puerta, buscando refugio de la lluvia.
El cielo sigue cubierto, sin dar un segundo de tregua. Desciendo los doscientos escalones que he subido notando el agua en los zapatos, en los bajos de los pantalones y en la cabeza. Esa agua que lleva cayendo más de veinticuatro horas en Eslovenia y que me empieza a hacer mella. Tomo el coche y me alejo de Bled, frustrado y desilusionado. Y conduzco un poco aleatoriamente por las carreteras de los alrededores, sin rumbo fijo, siguiendo algún indicador subrayado con la estrella de lugar pintoresco.
En Eslovenia, sobre todo en las carreteras comarcales, tienen por costumbre no poner nunca las distancias, así es que serpenteo por una serie de montañas en busca de un perdido pueblo, tan perdido que no lo encuentro, y decido dar marcha atrás en un ensanchamiento, cuando una densa niebla me envuelve. Sigo otra carretera, por seguirla, porque el paisaje es hermoso, bucólico, amable y suave, con prados con vacas paciendo, aldeas de juguete con casas de tejados a dos aguas, de cuyas chimeneas salen densas columnas de humo que se integran en las nubes. Y me adentro por una zona mágica, tomando una carretera estrecha que me lleva a prados con extrañas construcciones de madera, techadas pero sin paredes, que les sirven a los lugareños para almacenar enormes cantidades de leña que extraen de los gigantescos bosques de Eslovenia. Llegó el otoño a esta hermosa región, así es que disfruto del rojo de las hojas, del ocre de otras, de esa extraña luz vegetal que reina en esos bosques por el color dorado imperante a pesar de que el sol lo conozcan de oídas.
Conduzco bajo la lluvia, pero fascinando por ese hermoso paisaje en el que se alternan ríos fragorosos, prados, vacas, bosques y alguna oveja punteando el verde del pastizal. Cruzo pueblos fantasmas cuyas únicas construcciones son esas casas huecas para almacenar la madera y me pregunto por qué no las sellan por los cuatro costados para conservar la madera seca. Alguna sabia razón tendrán que desconozco.
En una bifurcación señalan un lago, el Triglav. Frustrado por el civilizado y fantasmal lago Bled, decido seguir esa carretera sin saber exactamente adónde me va a conducir. Cruzo puentes sobre ríos impetuosos de aguas verde claras, arremolinadas, y, finalmente, bajo el diluvio que no cesa, vislumbro un lago infinitamente más bello que el famoso Bled, quizá porque no hay más construcción a su alrededor que un hotel desangelado con largas balconadas de madera.
Aparco el coche, salto los charcos de agua, me empapo en el camino y entro en el hotel goteando. No hay nadie. Es un hotel parecido al de El resplandor, me digo, mientras me acerco a lo que parece la recepción. Es tarde para comer, las 16 horas, y el que no haya nadie me hace albergar pensamientos pesimistas sobre mi almuerzo de hoy. Le pregunto a la recepcionista, una mujer de aspecto severo que me observa por encima de sus gafas, si está abierto el comedor, y la mujer, por respuesta, me conduce al elegante restaurante enmoquetado y absolutamente vacío, enciende las luces que estaban apagadas y me alarga la carta. El frío y la lluvia condicionan mi primer plato: sopa. Y no importa que sea caldo de sobre, porque está caliente. El segundo me sorprende por lo bien hecho que está teniendo en cuenta que la recepcionista debe de haber despertado al cocinero, que estaría haciendo la siesta, o lo ha llamado por teléfono para que desde su casa se acerque a la cocina del hotel: risotto con setas y trufa, exquisito. Lo acompaño con una cerveza local: Lasko. Remato con un café expreso.
Sigue lloviendo, para variar, cuando salgo del hotel y subo al coche. Bordeo con él ese hermoso lago. Aparco en los ensanchamientos de esa carretera circular para descender hasta las orilla y hacer fotografías del lugar. Ya no me importa empaparme si la visión que tengo de la zona es buena. Numerosos torrentes y cascadas alimentan el Triglav. No hay una sola edificación. Ese aire salvaje es un punto a favor más del enclave.
Para fotografiar un torrente que cruza un bosque con un ímpetu considerable e inunda parte de la carretera, tengo que meterme entre los árboles y saltar de piedra en piedra para evitar las numerosas charcas que se han formado. Grabo y hago fotos. Regreso al coche y sigo esa ruta que he descubierto por casualidad. Los mejores viajes son los no programados, por las sorpresas inesperadas que suelen depararte.
Decido probar suerte por otro camino que sale cuando la carretera que circunvala el lago termina. Es una pista de montaña asfaltada que serpentea por un bosque de álamos y hayas. De cuando en cuando me detengo para fotografiar los torrentes que descienden monte abajo para alimentar el lago. Y así llego al punto estelar del camino, a su fin.
Cuando dejo el coche, aparcado junto a un par más en un refugio de montaña, el trueno del agua me dice que voy a ver uno de esos espectáculos de la naturaleza en estado puro. Camino, máquina en mano, sin importarme mojarme, hacia un puente de madera. Y ahí siento la punzada del vértigo, la atronadora fuerza de la naturaleza discurriendo bajo mis pies como un caballo enloquecido. Tres ramales de río confluyen en ese punto y el agua, a una enorme velocidad, hierve literalmente con un estruendo horroroso, pasando entre árboles y rocas, saltando por encima de los obstáculos, todo furia y espuma, rugido amenazante que atrae hacia el abismo a quien lo contempla.
Los paisajes se repiten. Ese paisaje del parque Nacional de Triglav, el único con el que cuenta Eslovenia, es un clon de la navarra Selva de Irati y sus impetuosos ríos. Puede que la lluvia que cae sin interrupción desde hace más de veinticuatro horas haya duplicado el caudal de ese río monstruoso que se despeña monte abajo para buscar el lago Triglav y alimentarlo.
Desde ese punto, un sinfín de senderos acerca al excursionista a las bellezas de ese parque natural salvaje en el que no hay una sola edificación salvo cabañas y refugios para montañeros. Cuatrocientas montañas presididas por el monte Triglav, de 2000 metros de altura, numerosos lagos, ríos y cascadas y angostos desfiladeros.
Anochece, así es que dejo ese lugar mágico, al que he llegado por instinto, y regreso a la civilizada Liubliana con la esperanza de ver algún ciervo, u oso, cruzarse en mi camino. No hay suerte. Sería demasiado.