El lago Como y los lombardos
No hay muchos huéspedes en el hotel Sole, y en lunes y fuera de temporada, menos. Una pareja y yo. Respondo al Bon giorno del camarero y desayuno fuerte para sostener una jornada de múltiples visitas a los pueblecitos que bordean el lago. El yogur natural es bueno; el zumo de naranja, no; el maschiatto tiene demasiada espuma para mi gusto. Hoy conozco a la familia que lleva ese negocio, un matrimonio que acaricia los sesenta y habla perfecto alemán con mis vecinos de sala. Los padres de la recepcionista de ayer.
Cuando acabo mi desayuno, salgo a dar una vuelta por los alrededores. El lago aparece nada más cruzar la estrecha carretera. Hay casas de San Siro a las que llega el suave oleaje. Hay playas de piedra, estrechas, patos en la orilla, cormoranes pescando, diminutas gaviotas y hermosos y altivos cisnes que se acercan, deslizándose por la superficie, con la cabeza bien alta cuando me aproximo a la orilla, como si intuyeran que les voy a dar de comer.
San Siro son una veintena de casas modestas que se asientan junto al lago y al otro lado de la carretera, trepando por el monte verde. Cuando miro el paisaje, a mi alrededor, me resulta familiar. No es muy diferente del Valle de Arán, salvo ese enorme lago en forma de Y, más de cuatrocientos metros de profundidad y 46 kilómetros de longitud alrededor del cual crecen una infinidad de pueblecitos, a sus orillas o encaramados a las montañas.
Cuando cojo el coche me topo con un túnel enseguida. Recuerdo entonces con espanto los cientos que crucé la noche anterior en esos más de cincuenta kilómetros interminables de la última etapa. De día, el panorama es diferente. Saliendo del túnel me encuentro de nuevo con el lago. La visión de esa gran masa de agua es inevitable desde cualquier punto. Según cómo, agua y cielo se confunden, porque flota una imperceptible neblina que difumina las dos superficies, igualándolas.
La primera parada la hago en Rezzonico. Destaca en el pueblo diminuto el castillo medieval con su impresionante torre del homenaje, una propiedad privada según reza el cartel de su verja, y sus calles empedradas en cuesta que bajan desde la carretera al mar. Rezzonico es modesto, no está en ninguna guía y tiene la hermosura de lo auténtico gracias a que se salvó del turismo. Me cruzo con pocos habitantes mientras recorro el pueblo por sus cinco calles empedradas y escalonadas. Me asomo al lago. Paseo por una diminuta playa a la que se accede por un estrecho camino escalonado encajonado entre las mallas y los muros de las fincas privadas en donde pacen algunas ovejas.
Bordeo el lago Como por la 340D, sin prisas, con la ventanilla bajada y sintiendo el frescor del ambiente en la cara. Hay pasos tan estrechos que son de un solo sentido y están regulados por semáforos. En otros, son los conductores de autobuses y camiones los que activan la luz roja para no cruzarse con ningún vehículo.
Dongo es mi segunda parada. Parece un pueblo algo más grande que los anteriores. Hay hoteles y restaurantes, desiertos, junto a la carretera y bajo los arcos de los soportales, que indican que la lluvia es frecuente en la zona. Las casas que se alinean en la carretera, pintadas de suaves colores pastel, con predominio de sienas y verdes suaves, reciben los primeros rayos del sol, tímidamente, y las embarcaciones de su puerto, lanchas y barcas de remos, se balancean suavemente protegidas por el espigón. Doy un paseo por su puerto, hasta la escultura tosca de una virgen que, en uno de sus extremos, mira hacia el lago. El sol ya irrumpe con fuerza pero las aguas, mansas, siguen con su tono azul pastel, como el de algunas casas de las poblaciones, surcadas por bandadas de patos de plumaje tornasolado.
En Dongo, una población tan apacible en donde los lugareños toman su café en las terrazas y consumen los primeros cigarrillos del día a esas horas, tuvo lugar un hecho terrible: la detención de Benito Mussolini y Clareta Petacci, que serían colgados por los pies luego en una población cercana, Giuliano di Mezzegra. El horror ante la posibilidad de que su cadáver fuera ultrajado, como el del Duce y su amante, fueron determinantes para que Adolf Hitler dispusiera su cremación tras el suicidio. Las masas que te ensalzan son, quizá, las mismas que te despedazan.
Sigo mi periplo por el rabillo de esa Y griega invertida que es el lago Como. Las iglesias de los pueblos son, muchas de ellas, románicas, con campanarios espigados y no siempre armónicos con el resto de la iglesia. Veo campanarios desmesurados que no guardan la debida proporción. Me acuerdo entonces que esos toscos canteros lombardos fueron los que llenaron de iglesias románicas los valles de Boí y Arán, que el románico del Pirineo es, básicamente, de origen lombardo. Si yo he tardado diez horas, ellos tardarían meses en llegar.
Podría pararme en todas esas pequeñas poblaciones lacustres, pero no progresaría en mi idea de acercarme a Bellagio, una de las de más renombre, al otro lado del lago, en el ángulo de esa Y griega invertida que le permite tener la visión de los dos ramales, así es que salgo de la provincia de Como y entro en la de Lecco, enfrente, a través de una autopista que discurre veintiséis kilómetros por las entrañas de las montañas.
En Bellano, decido salir de los túneles, agobiado por la oscuridad y la claustrofobia. La carretera serpentea, descendiendo, por la ladera del monte hasta el mar. Bellano tiene puerto deportivo, cerca de la desembocadura de un pequeño río (no he visto grandes ríos que alimenten el lago Como) y un hermoso paseo marítimo ajardinado que me permite sacar instantáneas del otro lado del lago, de Menaggio, la población que está enfrente, a sólo 4 kilómetros y medio de distancia.
La carretera que bordea la costa es muy estrecha y cuelga muchas veces sobre el agua. No estoy muy seguro si los quitamiedos, de roca o metálicos, sostendrían el peso de la embestida de mi coche en el caso de perder el control, pero el lago Como parece un lugar muy apacible, ajeno a tempestades y leyendas negras, incapaz de tragarse vidas. En Mandello del Lario hago mi segunda parada. El hambre aguijonea, pero quiero llegar antes de las seis de la tarde a Bellaggio. Desde esa minúscula población, y desde el pequeño mirador, empiezo a comprender la esencia del lago Como que nada tiene que ver con las lagunas, ibones más bien, solitarios y salvajes de los Pirineos. Como es un lago civilizado y habitado desde siglos. El censo de poblaciones del lago ocuparía un par de páginas. Sin aguzar la vista, las veo que bordean el lago, unas al lado de otras, en las laderas de las montañas, a diferentes alturas. La belleza de la naturaleza, en Como, no se puede disociar de la belleza del entorno humano que se ha establecido en sus alrededores. Como no sería lo que es, seguramente menos, sin sus poblaciones, sus exquisitas villas y sus glamurosos visitantes y todos ellos han conformado su paisaje.
Sigo hasta Lecco, capital de provincia, ciudad grande, y paseo por su muelle ajardinado en donde hay atracado un solitario velero. He llegado justo al extremo de esa Y invertida y ahora debo ir adonde se juntan los dos palos, al ángulo. Cruzo el lago por un puente y tomo la 593 que bordea la costa y es más sinuosa y estrecha que todas las carreteras que he recorrido el día anterior. A veces la carretera escala un pequeño repecho para bajar luego vertiginosamente, y así, girando el volante a uno y otro lado, frenando ante las cerradas curvas sin visibilidad y rezando para no cruzarme con algún autocar de turistas, llego hasta Bellagio, en la punta de la península.
Bellagio, herida por la luz del atardecer, brilla como un diamante en el lago Como. Villa aristócrata y llena de glamur, a las orillas del lago ofrece hoteles regios como el Excelsior y, sobre todo, el Gran Hotel Villa Serbelloni, con una exquisita y desmesurada oferta gastronómica cuyos precios están a la altura del lugar. El enclave tiene mucho de vicontiano y uno podría imaginar al Príncipe Rojo filmando alguna de las escenas de Muerte en Venecia si la ciudad que se hunde y muere no le ofreciera escenarios suficientes. Bellagio es un escaparate de ricos con buen gusto que se asientan a las orillas del lago alojados en hoteles exclusivos, pero la verdadera población la encuentra uno subiendo por cualquiera de las empinadas y escalonadas calles empedradas hacia su iglesia. La calle principal, que parte de ella, es una sucesión de tiendas elegantes: galerías de arte, ropa de diseño, locales musicales.
Me tomo una pizza y una cerveza sentado a una de las mesas de la terraza del Excelsior, a dos pasos de la orilla. Desde mi posición puedo ver el continuo ir y venir de los ferrys desde Tremezzo a Bellagio. En algunos, alargados, caben apenas cuatro vehículos, pero hay uno grande capaz de transportar veinte en un viaje. El automovilista se ahorra por veintidós euros, que tampoco es mucho ahorro, cincuenta kilómetros y medio centenar de claustrofóbicos túneles. Pido un capuccino y un pastechino a un camarero negro que habla perfecto italiano. La terraza se ha animado pero no entiendo ninguna de las conversaciones cruzadas entabladas a mi alrededor. Ni mi inglés ni mi alemán me permiten descifrar lo que dicen entre sí un grupo de maduras alemanas y británicas que viajan sin sus maridos porque ya los deben de haber enterrado. Bellagio sería un escenario perfecto para una novela de crímenes a lo Agatha Christie. Lástima que ése no sea mi género.
No tomo el ferry. Decido regresar a San Siro bordeando el resto que me queda de lago, así es que deshago una a una todas las curvas que me han llevado hasta Bellagio (eso es lo que tiene prescindir de túneles) y regreso a Lecco para coger la 639 que me lleve a Como, la ciudad más grande del lago, que no me dice nada y de la que paso de largo.
La SS340 la cojo, esta vez, sin dificultad, y bordeo el lago sin saber que estoy a muy pocos kilómetros, quizá a 4 desde Cernobbio, de la frontera suiza. Con luz, aunque ya mengua, la terrible carretera de ayer es otra cosa. Cuando paso por Tremezzo, me impacta la enorme villa al lado de la carretera, tras un jardín enorme enjaulado por una historiada verja, que habla de esa aristocracia italiana tan rica en príncipes que, al menos, eran cultos y tenían un gusto exquisito. Cuando dejo atrás Menaggio, presto atención para no pasar de largo el hotel Sole.
Antes de las 7, antes de que se haga noche cerrada en el lago Como, llego a mi habitación, y estoy tan cansado que perdono la cena en aras de un sueño reparador.