La maleta de Lenin en Tampere

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Por Antonio Costa
Fotografía: Consuelo de Arco

 

En Tampere había agua y fantasía por todas partes. Cruzábamos los puentes y las aguas se ponían mágicas. Y al norte estaba el parque de atracciones que habíamos visto. Nos levantamos temprano para entrar y estuvimos esperando mucho rato porque tardaban en abrirlo. Sentíamos nostalgia de aquellas luces locas en la noche desde el tren. Y sentimos decepción al mirar todo aquello durante el día, el puerto era más soso y prosaico. Pero incluso en aquella espera había un cierto sabor. Dimos vueltas entre los árboles en torno al parque y miramos los barcos. El lago Nasijarvi estaba lleno de promesas hacia la lejanía. Y bajando hacia la ciudad estaban las casas elegantes rodeadas de hiedra en calles adoquinadas.

Estábamos en un albergue en que nos cobraban bastante y tuvimos que esperar dos horas para entrar el día de nuestra llegada. Nos daban una llave con un código y a veces llevábamos un susto porque no funcionaba el código. Dentro del cuarto había funcionalidad pero también elegancia de diseño. Esa impersonalidad daba miedo pero luego eran sabrosos los desayunos. Y allí enfrente teníamos la catedral . Era una catedral moderna, de hace un siglo, pero con resabios góticos y audacias de altura. Tenía una gran esbeltez rodeaba de árboles en medio de una elevación . Allí todo tiene que estar rodeado de árboles. Y dentro estaba el fresco El ángel herido de Hugo Simberg que nos gustaba tanto y el Jardín de los Muertos y la procesión de los apóstoles con la corona de la vida.   Era una catedral amplia y misteriosa , llena de valentía entusiasta y de fuerza.

Muy cerca de allí estaba el café Poema. La camarera tenía el nombre de un personaje del Kalevala. El café era sutil y coqueto, no palaciego como el Europa, de una negligencia encantadora, y se matizaba todo a través de los ventanales. Desde la calle se veía el interior espiritualizado. Eran grandes mesas camillas, unas sillas de junco blancas, había un piano en una esquina, figuras perdidas por las repisas. Tenía un tono de desenfado y de poesía que seducía. Me encantaba estar allí durante ratos largos, la camarera era amable y nos trataba como a seres fabulosos, ella desplegaba su encanto mirando todo aquello. Uno se quedaba asombrado , aquello parecía el mobiliario de la abuela reconvertido para escribir poemas. Al atardecer el café lo sutilizaba   todo, hacía que todo sonara callado, se hacía delgado frente a la calle. Y un día la camarera sacó un pastel que parecía poesía legendaria en la boca.

Incluso la casa de Lenin era lírica. Y por eso me interesaba. Quería ver la intrahistoria del hombre, donde escribía sus cartas privadas, donde trazaba sus planes, donde se sentía fracasado o con fuerzas, donde dejaba escapar el pensamiento. Es un tipo que se presta poco a eso, no me lo imagino hablando intimidades con Nadezda Krupskaia, ni mucho menos follando con ella, ni tampoco me imagino cómo recordaría la infancia o qué pensamientos tendría sobre su abuela. Pero precisamente allí, en aquel retiro humilde y privado, me gustaba ver su mesa particular y su silla, los libros que manejaba, la jofaina donde se lavaba, el armario y la maleta raída, el suelo de madera que sobó con los pies. Me gusta imaginarlo como vibra, como late, como se le escapan los pequeños pensamientos, como se le van las ocurrencias fuera de sus sesudos pensamientos revolucionarios. Y hasta me gusta ver esos carteles ajados, esas fotos antiguas de manifestaciones y congresos, esos recortes de periódicos de la   época, porque ahora son pura intimidad y leyenda. Todas esas luces feroces de la Historia al final dejan ver los latidos y las fragilidades que se escondieron en ellas. La Historia es pura ferocidad, pero por debajo de ella permanecen los latidos y los mitos. Y a mí me gusta verlo. También me gusta ver qué secreta fragilidad e incertidumbre se esconde en el hierro implacable de los que forjan la Historia.

Tampere era una ciudad obrera e industrial pero ahora la veo como una ciudad lírica y creativa. Y humana e imaginativa. Yo había pensado en ella también para ver la región de los lagos, también porque en Savonnlinna los alojamientos son muy caros y en su castillo había un festival de ópera al que no podíamos acceder. Había maravillas por la región   de Savonlinna, viajes en barco por los distintos lagos, recorridos secretos hacia las ciudades del norte, escondrijos de fantasías geológicas, pero al final me pareció más factible Tampere. Estaba entre dos lagos, el Nasijarvi hacia arriba y el Pihajarvi hacia el sur y eso ya le daba una gran dosis de fantasía. Los barcos salían de ella en mitad de los bosques.

Y teníamos que dar un paseo por el lago. Salimos en el barco Tarjane, de hace cien años, e hicimos un recorrido de dos horas (la Ruta del Poeta era demasiado larga). Estábamos los dos ilusionados y conjugados con el agua. Ya cuando el barco salía y el puerto se iba alejando eso nos llenaba de magia. La cabina por dentro estaba dispuesta como un café decimonónico, con mantelitos verdes y servicios de café, como en una novela sentimental. Pero hacía demasiado calor para estar dentro y fuera las brisas nos contaban cien cosas en la cara. Cuando la brisa te toca en un barco te sientes más existente y extraño, parece que tu vida es una aventura incomprensible, te sientes interesante y sorprendente. Ella miraba ilusionada en todas direcciones y hacía fotos. Y así estuvimos en distintas situaciones como en distintas épocas de nuestra vida. Hubo un momento en que yo estaba sentado de cara al agua y ella tendida sobre mí con sus cabellos en mi cara en que me pareció que toda la resaca de mi vida se me venía encima, me entró una melancolía gozosa, como un no saber a su lado todo lo que podía ocurrirme. Era una especie de felicidad abrumadora, de delicia amenazada. El barco se alejó mucho a lo largo del lago, había una serie de casas a lo largo de la costa, algunas escondidas detrás de los árboles, los bosques rodeaban por todas partes. Había un fondo de decepción, los dos esperábamos algo más, yo se lo noté en los ojos, era la magia de ir en un lago, pero soñábamos otra cosa, tal vez vistas más espectaculares en las orillas . Pero cuando el barco volvía y empezábamos a entrever la ciudad y el viaje se acababa empezábamos a apreciar todo lo que valía, todos los instantes perlados que nos perdíamos, toda nuestra vida densa que no sabíamos mirar. Y la ciudad se volvía mágica, mejor que cuando caminábamos por ella. A lo lejos en lo alto del monte veía el tiovivo que evocaba toda mi infancia y que veíamos aquella noche desde el tren.   Unos tipos iban tocando el acordeón y le daban una magia entre vulgar y seductora a la travesía. Y entonces a mí se ocurre que le pida Satumaa ( La tierra de los cuentos de hadas) , el tango finlandés más famoso, y ella se lo pide llena de gracia, y los tipos lo tocan, y todos los viajeros nos lo agradecen y siguen la melodía. Y a mí me envuelve una melancolía que me atraviesa, no sé sentir todo lo que se asoma, me parece que comprendo toda la clave de Finlandia aunque ellos mismos no lo crean. Se emocionan un poco de lado con una mezcla de burla, pero nos agradecen el gesto. Y la música y el agua nos agrandan en el barco.

Así es Tampere y yo quiero esa magia. Siempre estaba soñando esa magia y la vivía desde mucho antes mirando los mapas. Una vez estábamos junto a un puente y yo tenía que buscar un billete para el transporte a Rauma. Y ella me esperó tirada en el césped al borde del agua. Había una pendiente y abajo las aguas pasaban tranquilas y cabrilleantes. Me fui con bastante prisa y cuando volví la encontré tendida allí y había hablado visualmente con varias personas y había intercambiado sonrisas. Siempre era así. Cuando yo volvía después de unos minutos o unas horas siempre me contaba un montón de pequeñas aventuras, y lo más mínimo se convertía para ella en algo iluminado. Por eso estar con ella era sentir la vibración de la vida. Todo hacía el triple de ilusión vivido a su lado, todo lanzaba muchos más reflejos. Y aquella ciudad estaba en conexión con la naturaleza, como todas las ciudades finlandesas. Los árboles estaban al borde del agua en todos los terraplenes. Siempre había gente tirada junto al agua . Estuvimos un rato tendidos y se oía el canto de los pájaros con toda precisión. En el puente Hamen estaban dos leones gigantes en los extremos y ella les hacía fotos. Todo estaba lleno de vida y expresividad para ella y ella despertaba la vida en todas partes. Estar con ella era como leer a Rilke. Daba igual que nos enfadáramos y nos pusiéramos turbios y hubiera negruras de desentendimiento. Siempre acababa alucinándome como miraba las cosas. Y no podía dejar de contarme la más mínima cosa que tuviese vida. Por eso estaba muy bien en Tampere junto a ella.

Al anochecer llegábamos al albergue y aún nos quedábamos un rato en la explanada de la catedral disfrutando la espesura. Había una paz que contrarrestaba cualquier agobio moderno. Tal vez los finlandeses saben como destilar esa paz. Y la cuidan. Y entonces ella se ponía a hacer fotos de la catedral al anochecer y la sorprendía en sus actitudes más insólitas. También la catedral tendría mucho que decirnos. Entrábamos por la cancela, le dábamos vueltas, la pillábamos en sus codazos más recónditos. Para eso era una suerte alojarnos a su lado . Salíamos al balcón de noche y la teníamos allí, como un pájaro gigantesco que guardase toda su pasión para nosotros. Sus techos de pizarra tan inclinados, esa audacia del arquitecto moderno que tiene la misma magia que uno medieval, nos ayudaban. En Finlandia los creadores tienen la misma magia que los del pasado, beben de los mismas fuentes. Llevan el mismo secreto. Y así nosotros vivíamos noches secretas en Finlandia. Una noche ella entró entusiasmada en el cuarto y me dijo que fuera a mirar la catedral en la noche. Y los dos nos exaltamos con la catedral desde el balcón de la cocina.

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