Reflexiones sobre la Carrera Literaria.
Parece que todo artista (no sólo los escritores), se ha enfrentado siempre a una exigencia aparentemente contradictoria: por una parte, la creación; por otra, la “carrera social” que el arte, como cualquier actividad humana, necesita cumplir para pasar del monólogo a la comunicación, algo implícito en la dimensión social de toda actividad humana. El artista se encuentra pues, con independencia de la evolución histórica que esta condición ha experimentado en su estatus y definición, (desde el artesano anónimo, poco más que un trabajador manual, del Mundo Antiguo y la Edad Media en occidente, hasta el artista individual, abocado a la gloria y al genio, que se va imponiendo aquí desde el Renacimiento), se encuentra con que el mero hecho de vivir es la fuente de belleza y verdad imprescindible en su obra; pero con que, a la vez, depende del aprendizaje de una técnica y de un mundo de valores, con el que se topa desde el principio; y por último, con el mundo de relaciones, jerarquía, poder, “amistades”, recelos, envidias, y un largo etcétera, sin el que sólo en muy raras ocasiones se puede hablar de producción de arte.
Todo escritor, por ceñirnos a un campo que conozco mejor por mi experiencia, se ve abocado en parte, a transformar su vivir en literatura. Al principio puede permitirse el lujo de ser un solitario. Su actividad tiene, a lo largo de un aprendizaje más o menos estándar de lecturas, de ensayos más o menos frustrados, de contactos y relaciones que se le van abriendo y cerrando, y (en su caso), de conquista de lectores, un primer momento de fecunda soledad. Enseguida, empero, a poco que haya perseverado en su trabajo, se encuentra en medio de un círculo de “iguales” y “maestros”, donde termina (a veces, en el sentido literal de acabarse) su carrera como creador. Va, pues, de la soledad a la sociabilidad de un gremio, más o menos estructurado, donde le será imprescindible, si no quiere volver, rechazado o asqueado, al principio, aprender a moverse, a orientarse, a labrarse un nombre, a hacer su carrera literaria.
Poco a poco, sus iguales y sus superiores van reconociendo sus méritos. Con una mezcla de reserva, recelo, envidia, y a veces, entusiasmo, se forma en torno al antiguo solitario el cálido círculo de los admiradores y los amigos, en el que poco a poco va cimentando su identidad y el sentido último de su arte. A poco inteligente que sea, el viejo lobo comprende que no hay vuelta atrás, que debe atenerse a ciertas pautas y reglas para seguir hacia delante como sea. Ya no basta para justificarlo, para dar sentido a su existencia, su obra. De hecho, ésta tiende a convertirse (con muy honrosas excepciones), en algo secundario; en la moneda de cambio; en el elemento objetivo de su carrera, que ha de permitir a los otros identificarle como un magnífico poeta, novelista, cuentista, autor dramático, y a él o a ella hacer lo propio con los otros.
A estos efectos, es esencial crear una red de relaciones, en la que se establecerá una separación cuidadosa entre inferiores (los recién llegados, los noveles, los aspirantes entusiastas); iguales (los amigos, los competidores); y superiores (los escritores ya reconocidos o incluso “consagrados”). El autor, en su carrera literaria, deberá hacerse imprescindible y resonar en estos tres niveles, aunque con fines bien distintos: los inferiores deberán mostrarle continuamente, un fervor y admiración que podrán ser sinceros y aun, a veces, estar justificados; a cambio, recibirán ciertas migajas: asistencia a actos, contactos con el mundillo, siempre de la mano y a la sombra del “maestro”.
Las relaciones con los iguales serán, a la vez, más francas y engañosas, más difíciles, más delicadas. El escritor que quiera hacer carrera, procurará no compartir nunca con ellos dos cosas: su círculo de admiradores por abajo, (que extraerá no sólo de los aspirantes a escritores, sino de los lectores, y procurará hacer lo más exclusivo posible); y sus contactos por arriba: teléfonos, direcciones postales, correos electrónicos, etcétera. Naturalmente, al basarse sus relaciones con los iguales en el principio del intercambio, nuestro escritor les favorecerá o perjudicará, esperando lo propio de ellos como contrapartida, pero cuidándose siempre de ser él el eslabón imprescindible, el intermediario, a fin de resultar único al menos en una parte de la carrera literaria de aquéllos. Entre estos contactos especialmente valiosos, cuyo control tenderá siempre al monopolio, figurarán escritores de éxito o ya consagrados, editores, promotores culturales, administradores de páginas webs y revistas más o menos importantes, articulistas y críticos con acceso a los medios de comunicación, etcétera.
Por último, las relaciones con los autores que lo aventajan en la carrera literaria reproducirán algunas de las pautas de las relaciones entre los que empiezan y nuestro autor, pero sólo algunas. Deberán, por ejemplo, disimular exquisitamente su dimensión más utilitaria; disfrazarse de desinterés, de amistad y de amor a la Literatura; de lucha por la cultura y por el reconocimiento del oficio, dentro de nuestra sociedad mercantilizada, etcétera. En realidad, también con honrosísimas excepciones, adolecerán siempre de un tufillo de cálculo mercantil. Ningún autor puede subir si los que están arriba no lo aúpan, salvo en casos muy excepcionales. Subir es, en primer lugar, reconocer el estatus quo ante; en segundo lugar, aparentar haber llegado ya arriba gracias a los que ya están ahí. Nuestro escritor, por ejemplo, empezará a estar en todas las antologías importantes. Creará y participará en círculos, en grupos culturales, en actos y manifiestos. Recibirá sus primeros premios de prestigio, al nivel que le correspondan en el punto de su cursus honorum en que se halle. Publicará con editoriales de cierta entidad. Presentará sus libros (a menudo, cada vez más, refritos de la obra, quizás valiosa en un principio, del autor solitario de los comienzos), rodeado de autores conocidos, de iguales envidiosos, y de inferiores admirados. Acabará creyéndose que es quien los demás, falsa o sinceramente, han dictaminado que es.
A partir de aquí, nuestro escritor puede poseer una obra que justifique su carrera literaria. Es posible, pero no inevitable, que esta cuestión le atormente el resto de su vida, como la creación en sus días de solitario, ya irrecuperables. Las relaciones de poder y sumisión no suelen favorecer la búsqueda de la verdad. En todo caso, creo que la fuente de toda obra de arte es el vivir auténtico (la inmediatez sabia de lo único), que llama a nuestra puerta a cada instante, aun cuando la encuentra ya cerrada, hasta el fin. Parte de lo auténtico acaso haya quedado en el camino, tal y como expresa el magnífico verso de Yeats: “El fin de la amistad y la muerte del brillo de los ojos”.