Sobre las Trampas de Circe y la necesidad moral de la buena argumentación

Si le preguntáramos a alguien qué es la Lógica, seguramente la relacionaría con la Ciencia y la Filosofía y, en general, con la argumentación correcta, utilizada en el conocimiento de algo y en su comunicación, en artículos, conferencias, libros, exposiciones, etcétera. Muy pocos, creo, dirían que razonar bien es un acto sobre todo, ético. Tal es el punto de partida de la profesora Montserrat Bordés en su libro “Las Trampas de Circe: Falacias lógicas y argumentación informal”, objeto de estas reflexiones.

Falacias

Como seres humanos tenemos la capacidad de juzgar y decidir, no sólo en términos de verdad y falsedad, sino en términos de lo correcto y lo incorrecto. Acaso haya una distancia muy pequeña entre la calificación de una solución a un problema matemático como “incorrecta” y la calificación de una conducta, un discurso político, o una actitud para con los otros y nosotros mismos como “incorrecta”. Cuando, por ejemplo, se culpa a los inmigrantes extranjeros del paro en el propio país, además de faltar empíricamente a la verdad (por falta de correspondencia entre lo enunciado y los hechos), se violentan los criterios de la buena argumentación, a saber: la claridad, la relevancia y la suficiencia en el razonamiento.

El descuido informal de la argumentación, a la orden del día en la vida política y en los medios de comunicación, como en nuestra vida diaria, es siempre una opción instrumental. Es decir, con mayor o menor conciencia de ello (desde el cinismo descarado hasta la limitación ideológica), el sujeto que produce la falacia pone su capacidad de entendimiento y comunicación al servicio de algo que está fuera de su argumentación (conseguir votos, desacreditar al adversario, vender algo, etcétera). Lo importante, y lo contrario a la moral en el argumento falaz, no es el fracaso en la obtención del conocimiento, sino la manipulación fáctica del interlocutor.

Cuando el señor Rajoy fundamenta su deseo de ser reelegido como Presidente del Gobierno en la catástrofe que supondría cualquier otra opción, incurre en la falacia que consiste en justificar un hecho presente en base a hechos futuros. Cuando su oponente, el señor Pedro Sánchez, insiste en que el señor Mariano Rajoy es la persona menos indicada en el momento menos oportuno, para ser Presidente del Gobierno de España, además de incurrir en una descalificación (no fundamentada), comete una Petición de Principio, al incluir la “prueba” de lo que defiende como premisa.

Una sociedad desarrollada, que cuenta con medios e información suficientes, no debería perdonar estos deslices lógico-morales. Sin embargo, la falacia está instalada en nuestra vida cotidiana, como un ingrediente más de nuestro déficit ético. Cuando decimos, por ejemplo, que uno no puede hacer nada para remediar los males y las injusticias del mundo, en lugar de decir, como sería lo correcto, que uno no puede hacer todo para solucionar esos males (y reconocer que entre esa nada y ese todo, hay infinitos «algos» a nuestro alcance), establecemos falazmente la identidad nada=todo. Así, del hecho cierto, que yo no puedo cambiar el modelo político de Europa, deduzco falazmente que mi capacidad de influencia en esta cuestión es la misma que la de una piedra o la de una nube, es decir: cero. O, lo que es lo mismo, que en lo que a esta posibilidad se refiere, se verifica que yo=a una piedra o una nube, lo cual es, además de manifiestamente falso, inmoral.

Para la mayoría de nosotros, el descuido en el rigor de nuestros argumentos, además de servir a nuestras preferencias e intereses concretos, nos permite instalarnos en la cómoda e injustificada cosmovisión del fatalismo. Así, muchos han criticado estos días la indignación universal ante la fotografía del pequeño ahogado en Turquía, aduciendo que todos los días se están ahogando niños y, en general, personas inocentes, sin que ello nos conmueva lo más mínimo. Aunque es cierto que vivimos en una constante hipocresía también en esto, y en este sentido esta observación parece justa, sin embargo incurre en la falacia de no explicar por qué la imagen concreta de ese pequeño muerto en una playa no debe conmovernos, por el hecho de que otras personas se ahoguen todos los días. ¿Deberíamos entonces ser insensibles ante cualquier cosa que ocurra porque lo somos, en general, ante lo que pasa en el mundo? Además de violar el criterio de relevancia, ¿no caeríamos así en un falso dilema: “o eres coherente o eres un hipócrita”?

Falacia2

Cuando la extrema derecha (y el sector de la derecha menos vergonzante) culpa a los inmigrantes extranjeros de una parte del problema del paro en Europa, incurre en la misma falta de pertinencia de los movimientos migratorios a la hora de explicar la organización concreta de la economía capitalista. No son los inmigrantes económicos, ni los demandantes de asilo en Europa, quienes cierran las fábricas y las oficinas y las obras donde yo puedo buscar trabajo, sino los empresarios y los políticos. Ahora bien: puesto que yo no encuentro trabajo si éstas están cerradas, de ahí se deduce que no son las personas que vienen, sino el capital que se va, lo que me empuja al paro y a la precariedad. Sin embargo, es más fácil convencer a la mayoría por el miedo que por la razón y por la buena argumentación. Los inmigrantes son visibles, mientras que el dinero se desliza sin ser visto ni estorbado, y sin que ello sea noticia, de una frontera a otra, como un río cuyo cauce pudiera desaparecer y aparecer a su capricho, con los consiguientes efectos devastadores.

El libro de la profesora Montserrat Bordes aborda con rigor los mecanismos y los tipos de falacias en la argumentación informal. Debería consultarse. Si queremos una Europa, un mundo, de ciudadanos y no sólo de individuos amorales, para los que la capacidad de argumentar y juzgar tiene el mismo valor instrumental, utilitario, que un teléfono móvil, un ordenador o un coche. El bien de hoy es el mundo de mañana.

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