La casa de los cubos pequeños.
Hay autores malditos y géneros malditos. ¿Cuántos de nosotros (y si me lees es que frecuentas internet) podríamos citar media docena de títulos de buenos cortos de animación, que no pertenezcan a Pixar? Indagando estos días, he encontrado al menos quince o veinte cortometrajes animados que merecen, en mi opinión, mejor suerte. De uno de ellos especialmente emotivo y brillante, tomo el título de este artículo.
Los cortos son tratados como un género menor, incluso como un campo de experimentación y divertimento. Hay muchos centros de producción que se corresponden con Universidades, Facultades de Artes. Otros son creados artesanalmente, como trabajos de fin de carrera. Muy pocos, casi ninguno (Pixar y Disney aparte), entran en las grandes distribuidoras y circuitos de la cultura de masas.
Es una lástima, porque hay verdaderas joyas entre ellos: algunos, me atrevería a decir, son obras maestras equiparables a las grandes novelas del siglo XIX, a la mejor poesía y el mejor cine del siglo XX. El único modo de averiguarlo, hoy por hoy, es buscando un poco a ciegas en internet. No los verán en ninguna sesión de cine, como entradilla a ninguna serie o película de televisión. Nuestras sociedades de consumo menosprecian sus propios tesoros culturales, a la espera de gentes que los merezcan más que nosotros.
La Casa de los Cubos Pequeños es uno de ellos: el dibujo impecable, poético, personal, cobra vida admirablemente con la música, sin diálogos, que crea el ambiente de la historia. La historia es, a la vez, profunda, imaginativa y sencilla, y cumple lo que Piglia pedía para el buen cuento literario: narrar a la vez, una historia singular y otra universal. No es fácil olvidar lo que se ve aquí.
Un hombre de cierta edad vive sólo en una casa en la que cada objeto cotidiano es un recuerdo, como el resto de un naufragio. Cada mañana, cuando el hombre se despierta, el agua ha inundado unos centímetros de su casa. Para no acabar sumergido, el hombre debe ir levantando sobre el tejado de la misma, un nuevo cubo que le servirá de vivienda cuando el agua haya terminado de anegarla por completo.
Un día, por la única trampilla de esta casa singular (que se levanta junto a tantas otras, formando una verdadera ciudad medio sumergida, sobre la que pasan barcos, nubes, que se hunde sin remedio), se le cae la pipa. El hombre decide recuperarla. Se equipa como un buzo y desciende al cubo inmediatamente inferior. Allí encuentra la siguiente trampilla de sótano; y sigue descendiendo cubo tras cubo, ya con la pipa en su poder. Este descenso es un viaje en el tiempo, que le lleva por todas las casas en las que ha vivido desde que se casó y formó su familia. El agua es el tiempo convertido en pasado, como un llanto.
A intervalos, el hombre mira a su alrededor, más allá de los recuerdos personales que va encontrado objetivados (en muebles, personajes desaparecidos, entre ellos la propia mujer y los hijos, cuadros, habitaciones inolvidables); mira y se topa con los cubos de las otras casas sumergidas de la ciudad, cubiertas por el mismo pasado irrecuperable. De esta forma, la sencilla historia se va transformando en una metáfora sobre la existencia y el tiempo.
Dura, según el archivo que se escoja, entre doce y trece minutos inolvidables. Vivimos tiempos sordos y ciegos: malos tiempos para la lírica, como cantaba el malogrado Copini.