Javier Maqua, entre el cine y la literatura
por José Luis Muñoz
Es tan conocido Javier Maqua (Madrid, 1945) en su faceta literaria como cinematográfica. Películas como Tú estás loco Briones, Chevrolet, Carne de gallina o Apuntarse a un bombardeo se alternan con novelas como Las condiciones objetivas, La mosca sin atributos, Invierno sin pretexto, Uso de razón, Padre e hija, Amor africano o Fusilamientos, instrucciones de uso, con las que ha obtenido el premio Café Gijón o el Ciudad de Badajoz, entre otros. Tampoco le ha hecho ascos este singular creador al teatro: Triste animal, La soledad del guardaespaldas, El cuerpo de Ignacio de Loyola, La venganza de la señorita Trévelez, Triple garganta, Coches abandonados y El hombre risa. Un hombre orquesta polivalente y con fama de francotirador irreverente.
La sombra, novela breve de 113 páginas, habla de los mejores años de su vida, o de nuestra vida para los lectores que se reconozcan generacionalmente con la época que recrea Javier Maqua. Reúne el escritor madrileño, buceando entre la ternura y el humor surreal, fotogramas del niño adolescente que fuimos y de los sueños que tenían lugar en las salas de cine, en donde todo era posible: los aventis de Juan Marsé. Así es que el cine, y la infancia en una España negra que sólo salía del blanco y negro en las pantallas de los cinematógrafos, presiden este libro impregnado de ternura, nostalgia y humor.
Pergeña el autor los recuerdos imborrables de la escuela, los retratos de esos compañeros de clase que tenían la mala fortuna de destacar negativamente. Tras las gafas, veía sus enormes ojos de buey degollado: San Benito Gómez al cuadrado, huérfano, gratuito, el tonto de la clase, injustamente humillado y ofendido por una fiera corrupia. Hay una cierta querencia por el surrealismo y lo hiperbólico, presentes en todo el libro, que lo recorren.
El cine está muy presente en la novela a través de las incidencias del rodaje de 55 días en Pekín, del que forman parte como extras los protagonistas de La sombra. Un autocar nos llevaba desde la Moncloa hasta las puertas de la Ciudad Prohibida. Pasábamos numerosos controles—vestuario, maquillaje, atrezo—antes de convertirnos en chinos; controles, que, si al principio nos divertían, pronto se hicieron tediosos. Y la cinefilia, muy crítica con esa impersonal película de Nicholas Ray. “Ni huella del maestro” sentenció Álvaro.
Las referencias al séptimo arte son continuas; el cine es la única puerta de escape de una generación sumida en la mediocridad más absoluta y condenada a una educación autoritaria. El cine es una ventana abierta al mundo. Las fronteras se cruzan, dijo. Atravesó la ventana y cayó al vacío. Era una frase de El pistolero, de Henry King, un director que no estimaba demasiado. Descanse en paz.
Ubica Javier Maqua su narración memorialista en esa España del tardofranquismo convertida toda ella en un inmenso plató cinematográfico. La Gran Muralla había sido derribada. En su lugar, se elevaba, majestuosa, la silueta de la Roma Imperial. Una película sucedía a otra película; un decorado, a otro decorado; una sombra, a otra sombra.
Libro breve, pero intenso, en donde las emociones afloran entre los recuerdos y el cine se convierte en una adicción salvadora. Sí, la cinefilia, a veces, mata, y la que no mata engorda.