Limonov, de Emmanuel Carrère.
Hay libros inolvidables, bien escritos, profundos, que nos conmueven para mucho tiempo, (unos pocos, para toda la vida). Otros, nos vienen impuestos por los amigos, los compañeros de letras, los compromisos. La novela “Limonov”, del escritor francés Emmanuel Carrère no encaja, para mí, en ninguno de estos dos grupos. ¿Por qué escribir una reseña, aunque sea breve, de un libro que sólo nos toca por la época que describe? El héroe de esta historia a la que da título, es un poeta y agitador ruso notable. Tras un primer capítulo introductorio, la novela sigue el esquema clásico del salto hacia atrás en la vida del protagonista, hasta llevarlo al momento presente (como si el tiempo pudiera explicar algo). Limonov, ucraniano, nacido en Jarkov poco antes de la Gran Guerra Patria, en pleno Estalinismo; hijo de un pequeño funcionario de la Policía soviética; condenado a la vida gris, al principio amedrentada y luego (los años crepusculares de Leónidas Breznev), simplemente sin sentido, del adolescente y el joven de provincias, de la oscura Unión Soviética, que tanto denostaran unos y cantaran otros en países y momentos menos duros para vivir. Sin identificarse (sino todo lo contrario) con la disidencia soviética, emigra legalmente (para no volver) a los Estados Unidos; conoce de primera mano la degradación de los que fracasan, en un mundo donde sólo cabe el éxito y el fracaso, y posteriormente la de los triunfadores. En este punto, el más interesante para mí de la novela, Limonov, convertido en Francia en escritor de cierto éxito, vuelve a la URSS en plena descomposición, en pleno desmantelamiento diría él, de Gorvachov y Yelsin, para encabezar uno de los muchos partidos políticos extremistas de la época, con el objetivo de cumplir su destino como personaje. Antes se ha sumergido en la guerra civil de la antigua Yugoslavia. Son los años del hundimiento de la URSS; del capitalismo salvaje de los oligarcas; del advenimiento final de Putin. Pero lo meritorio del libro, para mí, es: primero, su capacidad de evocación, casi periodística, de aquellos años decisivos; y segundo, el ángulo insólito, desde el que son observados, desde los ojos del protagonista, estos acontecimientos de la Historia Mundial: para Limonov, que ha huido de un país gris, sin futuro, sus desmanteladores de los años ochenta y noventa, y los oligarcas rusos e internacionales que se mueven entre bamabalinas, deberían ser fusilados. La caída de Ceacescu, no deja de ser un golpe de estado de dudosa legitimidad. Como la descomposición de Yugoslavia, en contra de uno de los pueblos de los Balcanes que resistió con más heroísmo al ejército nazi. Lo desconcertante, meritorio, de todo este enfoque, políticamente incorrecto, es que ni el narrador (autor casi periodístico), ni el poeta y agitador Limonov, resultan ser ni mucho menos, unos nostálgicos fanáticos del comunismo: Ceacescu es un tirano, como Stalin, ¡como Lenin!. Pero, en un momento inolvidable del libro, se describe la estrañeza de la gente sencilla de provincias, la Rusia profunda, ante el fasto con que es enterrado Sajarov, como si se tratara del padrecito Stalin. En la novela la inmensa masa del pueblo ruso, fuera de las grandes ciudades, no comprende ni quiere el fin de su mundo, por malo que este haya resultado ser (una distopía en toda regla). No comprende la Perestroika ni la Glastnov. Y sus condiciones de vida, ya bajo el capitalismo de salvaje oeste del borracho Yelsin, se hunden hasta casi darle la razón a los nostálgicos de “los tiempos en que la inmensa mayoría estábamos igualmente oprimidos”. La URSS era una inmensa cárcel, parecen decir entre líneas, pero al fin era más humana que el libre mercado de las mafias y los bien pensantes intelectuales, convenientemente occidentalizados.
He cometido una reseña inapropiada, contando un libro en vez de analizarlo y ponderarlo por su forma. Pido disculpas al lector. Pero no he encontrado otro modo de explicar por qué me parecía necesario escribirla. Yo viví aquellos años ochenta y noventa como los de mi adolescencia y juventud. Asistí con extrañeza y entusiasmo a la caída de aquel mundo: el Muro de Berlín, Lech Walesa, Ceacescu, Honecker…después de leer esta novela y mirar al presente, me pregunto si aquel entusiasmo no formaba parte del guión escrito de la Historia.