El novelista Carlos Manzano rastrea la memoria
Por José Luis Muñoz
De Carlos Manzano (Zaragoza, 1965) lo primero que debe decirse es que es un apasionado por la literatura, y como prueba de ello la revista Narrativas que dirige desde hace años y da cuenta de todo lo que se publica en el país, incorpora ensayos literarios y relatos. Ha publicado el escritor aragonés las novelas Las fuentes del Nilo, Fósforos en manos de unos niños, Vivir para nada, Sombras de lo cotidiano, Lo que fue de nosotros y El silencio resquebrajado. En Estrategias de supervivencia reunió alguno de sus relatos más inquietantes y perturbadores.
Paisajes en la memoria (La Fragua del Trovador, 2015), su última novela, se estructura en dos partes bien delimitadas y separadas temporal y geográficamente: Paisajes del sur, más sensual, como corresponde a esa zona corporal y no sólo geográfica, y Paisajes del norte, más cerebral y distante, con el hilo conductor de la selectividad de la memoria, lo traicionera que es ésta y cómo muta o se disuelve a través del tiempo.
La primera parte transcurre durante la larga noche del franquismo, entre tres amigos que comparten una ideología próxima al marxismo y actúan en la clandestinidad, y se centra en la iniciación sexual del adolescente protagonista y narrador que tiene la suerte de convertirse en el capricho de una mujer madura que le dobla en edad. Se queja a menudo de sus caderas, de la grasa que no para de acumularse en sus muslos, de esa barriga de la que no ha logrado deshacerse tras su embarazo, de sus arrugas todavía incipientes pero cada vez más incontestables, de la lenta degradación de sus carnes, del comienzo del declive. Pero para él adolescente que disfruta de su cuerpo maduro y sabio esa descripción autocrítica no le pesa. La relación entre el inexperto Ricardo y Sara, la Mr. Robinson con la que soñaban todos los adolescentes de la época que se identificaban con el protagonista de El graduado, será todo menos apacible, porque la promiscuidad sexual de la mujer, casada, con una hija de corta edad y un matrimonio abierto, que tiene relaciones con los amigos de Ricardo (Sabater, un putero que alardea de un sinfín de relaciones sexuales, o el magrebí Abdul), lo lleva hasta la sima de los celos.
La epifanía sexual preside esos paisajes del sur cuyas páginas son fogonazos de erotismo en las que se multiplican esos encuentros entre las sábanas, cada vez más placenteros: a esa edad todo se magnifica. Esta primera parte del libro está marcado por la mitificación sexual del adolescente protagonista para el que Sara es una sacerdotisa del sexo con unos atributos físicos extraordinarios. Me gusta cómo me haces el cunnilingus, me dice, pareces un perrillo que intenta beber agua en una charca. Pero me gusta, tienes una lengua poderosa y reconfortante que sabe agradar a una mujer.
La segunda parte de la novela, muchos años atrás, arranca con el reencuentro fortuito con Lucía, la hija de Sara, a la que reconoce el narrador protagonista en una terraza de Alemania porque su voz le recuerda a la de su antigua amante. En este bloque narrativo, Paisajes del norte, el escenario es Alemania y todo es más cerebral y distante: el narrador ha madurado. Y cuando hable con la hija de su madre, en un intento de recuperar su fantasma, de la relación que mantuvo con él cuando ella era pequeña, se dará cuenta el protagonista de la relatividad de todo, de que incluso aquella mujer que le marcó la adolescencia y fue su maestra en el arte del amor quizá no era quien él quería que fuera y ello le obliga a reconstruirla en su memoria. No es más que un recuerdo, y como todos los recuerdos, una simple reconstrucción de mi mente. Eso es lo único de lo que puedo estar seguro.
Las descripciones de Carlos Manzano son precisas. Lo primero que llama la atención nada más verlo era su aspecto, no tanto por su vestimenta desaliñada y sucia, que presagiaba un olor corporal poco resistible, sino por su rostro prematuramente curtido, su sonrisa inmutable, sus ojillos de comadreja y su desmesurada forma de gesticular. Es preciso el autor, incluso, en las posturas de sus personajes, porque con la posición de sus miembros también se dice mucho de ellos y de sus actitudes. Tiene la pierna derecha flexionada, recogida tras su brazo derecho, con el talón apoyado justo en el borde del asiento; la otra pierna, la izquierda, la ha dejado con suavidad en el suelo, unida al mundo solo por los dedos de los pies, por la punta de los dedos. Y hay axiomas demoledores: Un hijo es uno de los amantes más tiránicos a que se puede anclar el ser humano.
Todo es relativo, viene a decir Carlos Manzano, incluso esos grandes amores que nos obnubilaron en nuestra juventud y que desde la distancia observamos con otra mirada, más fría y racional, que los despoja del aura sacra que tuvieron. Quedémonos entonces con la nostalgia, me dije, con la memoria de lo verdaderamente digno de recordarse, con eso es más que suficiente. Así es que la última novela de este narrador potente y profundo que es Carlos Manzano deja al lector un poso triste y amargo y le hace recapacitar, sin duda alguna, sobre sus propias experiencias.
De sobras es sabido que si consiguiésemos modificar el pasado lo único que conseguiríamos es dinamitar el presente, llevar el cosmos entero al caos, desvirtuar el binomio espacio-tiempo. No podía haberse llamado la novela de Carlos Manzano de otra forma que no fuera Paisajes en la memoria.