Los encantos negados de Santiago de Chile
Por Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco
No había forma de encontrar una guía de Chile en Buenos Aires, recorrí la calle Florida y solo pude comprar una Guía Azul, al llegar al aeropuerto de Santiago todo se hizo kafkiano, un conductor de taxi obsesivo nos habló de parientes suicidas, de la mujer que le daba disgustos, de sus suegros incomprensibles, de sus más recónditos problemas de salud, el tráfico era tan demencial que parecía imposible llegar a alguna parte, el tipo me reventaba la cabeza con su cháchara sin fin, queríamos ir al hotel París en el barrio París/ Londres y no lo encontraba, me daban ganas de bajar en cualquier parte, el coche me parecía monstruoso con un conductor de pesadilla, al final le dijimos que nos dejara, pero ya estábamos en la recepción del hotel y apareció de nuevo para pedirnos que le rellenáramos unos papeles, luego la dueña se asombró de que no tuviéramos más equipaje, somos mochileros, dijo Consu, pero los mochileros llevan mochila , dijo la tipa, había una sala llena de sofás ventrudos y viejos grabados.
Pero luego Santiago de Chile fue amistosa, el barrio París/Londres era un buen recuerdo de esas ciudades europeas, tenía un tono nostálgico en sus calles curvas pavimentadas y sus cafés con carteles de conciertos, fuimos al barrio bohemio de Buenavista y subimos al monte donde estaba La Chascona, una casa de Pablo Neruda, estaba construida a base de pabellones escalonados sobre la montaña, con escaleras, jardines, cenadores, en las paredes había fotos de Rimbaud o de Diego Rivera, estaba la barra donde servía las bebidas a sus invitados, se veían todos sus libros, todo había sido saqueado pero lo habían repuesto, y todo aquel pasado para nosotros se convertía en algo muy vivo, le había comprado en Buenos Aires los “Veinte poemas” y se los dediqué en la terraza sobre los tejados neogóticos, y en una mesa debajo de unas flores le leí algunos de los poemas y le puse una dedicatoria que actualizaba las pasiones de antaño, ella se convertía en un torbellino hablando con la encargada francesa, deslumbraba a todo el mundo, se emocionaba profundamente con todo.
Fuimos a un cine antiguo a ver una película donde un millonario danés se compromete a emplear su tiempo con miserables en la India, comimos en la confitería Torres un cochinillo con vino del Sur, ella habló al camarero y éste se quedó a charlar con nosotros, nos estuvo hablando de los argentinos y ellos, los dos son muy parecidos , dije, no – dijo él – los argentinos son llorones y tímidos, en el fondo tienen complejos, nosotros somos más tranquilos, ellos buscaron la ayuda de los ingleses, nosotros de los alemanes, y no nos pueden ver, pero a nosotros nos son indiferentes, luego ella se emocionaba por el barrio Peña y Toro, eran una serie de placitas evocando el Renacimiento y el Barroco, con rejas y ventanales curvos, suelos empedrados y círculos con farolas, cuando los americanos se llevaron Europa la intimizaron un poco, se convirtió en un recuerdo , la querían para recogerse en medio de las furias de la Naturaleza, en uno de esos rincones me besó como en otra época, luego le encantaba remirar los ventanales con cortinas, los remates de las cornisas, las plazas como salones con lámparas.
Fuimos a una taberna que parecía una pulpería, con una barra muy amplia sobre un suelo de tierra, donde daban chicharrones grandes y jarras de vino con cerveza, y un tipo nos dedicaba boleros con un acordeón, muy cerca el Mercado Central evocaba el de Montevideo, también allí se podía comer bajo tramas de hierro forjado y saborear marisco con vino austral, uno evocaba costumbres que se habían hecho antiguas y negocios que habían cobrado poesía, cualquier hecho que pasa a los cinco minutos se convierte en poesía, en medio de la ciudad se levantaba el cerro Santa Lucía y al acercarse a sus puertas se veían espesuras en pendiente, grandes fuentes, escalinatas y palacetes en lo alto , nunca entramos pero nos asomábamos a las verjas.
Vagando fuimos a dar al centro cultural Gil Castro, era un montón de galerías de arte en un jardín, terrazas con velas y luces tras los cristales, y se oía un piano a lo lejos, y en la penumbra con una cerveza nos volvíamos misteriosos, yo le hablaba de poetas y ella se entusiasmaba con ellos , hacía propósito de leerlos, quería saber más, me hablaba de que los buscáramos, la literatura era vida para ella igual que para mí, y allí estábamos, secretos y escondidos, disfrutando de los encantos negados de Santiago de Chile, más allá de la brutalidad caótica que siempre nos habían pregonado, a nosotros nos encantó Santiago de Chile, incluso saludamos a un santo chileno que tenía una placa en la iglesia de San Francisco.
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