Lógica y Ética política
En un libro ya antiguo (pero no anticuado) el profesor Alfredo Deaño se planteaba la pertinencia y el valor de las distintas concepciones de la Lógica. Desde las que hablan abiertamente de un “tercer reino” (Frege), de un mundo de objetos “reales”, constituido por los principios de la Lógica, hasta las visiones más psicologistas, que reducen la validez de esta Ciencia (o Arte) a una mera función de la experiencia y la psicología humana. Sea como fuere, contra toda apariencia, me parece que hoy vivimos tiempos necesitados de Lógica. La Lógica, tal y como la concibe su fundador, Aristóteles, es un orden no arbitrario (ni exclusivamente convencional) de nuestros pensamientos y nuestro lenguaje que, sorprendentemente, fundamenta nuestra moral. De ahí el sentido de la expresión: “pensar rectamente”. Un pensamiento que se quiere riguroso y autocrítico, difícilmente (aun cuando no esté por ello, inmunizado), incurrirá en lo inmoral. De ahí también, el antiguo sabor y resonancia de la palabra “Verdad”.
Se echa en falta desde hace tiempo, en el lenguaje político y periodístico, cierta consideración ante los principios de la Lógica Aristotélica: p=p/ no es verdad que p y no p/ no es verdad que ni p ni no p/, es decir, los principios de identidad, de no contradicción, y del tercero excluido. Así, se acepta comúnmente que la soberanía reside en la nación (o en el pueblo); pero a la vez, se afirma que el pueblo no debe decidir sobre las cuestiones fundamentales que le afectan. De donde se deduce que, en una democracia representativa: a) el pueblo no es el pueblo/ b) el pueblo, a un tiempo, es él y no es él/ y hay una tercera instancia que ni es el pueblo ni deja de serlo. Si es verdad entonces que hay un vínculo íntimo entre el pensar (y el hablar) rectamente, y la disposición al bien, estas desviaciones no expresan sólo una incompetencia del pensar y el expresar, sino también una no disposición al bien.
El que tenga oídos, que oiga.