Las cosas (y las letras) que te ayudan a vivir
“Un hombre que cultiva un jardín / como quería Voltaire”. El lunes leíste otra vez el poema “Los justos”, de Jorge Luis Borges y ese verso retumbó en tu cabeza toda la semana. El jardín, Voltaire, el hombre, el cultivo… nueve palabras que construyen una oración perfecta y singular, de efectos centrales y colaterales en tu corazón conmocionado por un hecho simple de tu vida, algo sencillo y sin embargo tan especial para ti.
Alguien que amas se descubre ante tus ojos con toda su hermosura por una circunstancia que ha pasado inadvertida en las noticias de todos los periódicos del mundo. Algo así como esa canción del mejor Joaquín Sabina cuando decía aquello “en el diario no hablaban de ti”.
Un niño de la calle que vende bolsas de plástico. Él le dice “No, gracias”, con esa voz sonora que tan feliz te hace cuando te llama para contarte que ha tenido que cambiar el vidrio de la ventana de su casa porque a la madrugada unos chicos que no encontraron mejor cosa que hacer la apedrearon con saña singular.
Un niño de la calle que vende bolsas de plástico lo sigue cuando él está a punto de entrar a una ferretería cerrada por rejas y doble puerta por aquello de “la seguridad”.
Cuando entra al negocio, un muchacho joven le dice: Disculpa, no te podía abrir enseguida porque andaba el negro ese vendiendo bolsas.
Él, entonces, le toma el hombro y comienza a explicarle algo que nadie nunca le explicó: – “Escúchame, “el negro ese” como tú dices, no está haciendo nada malo. Sólo vende bolsas de plástico para poder comer y a lo mejor no tuvo la suerte tuya de que tu padre tuviera una ferretería y te pusiera al frente”.
Algo simple, intrascendente, pero como decía Borges en “Los justos”, se trata de “Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”.
Lo amas por su sentido de la solidaridad y por ese tomarse el tiempo para tratar de cambiar el destino del mundo, por esa fe en que todo puede ser mejor si nos lo proponemos.
Y ese amor te lleva a un poema que te sabes de memoria y que cada vez que evocas suena como si lo leyeras por primera vez.
Subes al Metrobús y piensas en el día que a un sastre de un pequeño pueblo de Italia un aprendiz le dejó sin querer un agujero en el pantalón que había hecho para un capo de la mafia. La tragedia a punto de entrar en su taller, hasta que se le ocurre remendar el hoyo con un pase de aguja que termina en la figura de un águila con las alas desplegadas.
¡Es la última moda en los Estados Unidos!, le dice al mafioso, que mira consternado cómo todos los obreros del taller llevan pantalones cosidos a la altura de las rodillas y él, tan capo, tan mafioso, pero sin saber nada de la última moda.
Las anécdotas familiares que cuenta Gay Talese en Los hijos parecen cosas que le hubieran pasado a tu vecino y toda la semana se te aparecieron la mujer campesina con la blusa desabrochada, mostrando los pezones oscuros al adolescente que sería el padre del narrador, esas planchas pesadas como tractor en la sastrería de los abuelos de Talese, las cartas que venían de la guerra, las líneas de la sangre que se engarzan merced a un hilo invisible de ganancias y pérdidas, de amores y tristezas, de –en fin- la vida.
Otro día caminas con tus perros y piensas en tu Semana Santa, cuando decidiste leer Crimen y castigo otra vez. Y leías tratando de adivinar las reacciones que tendría el perturbado de Rodión Románovich Raskólnikov, ese loco de Rodia que como tú a veces cae en la tentación de ir hablando solo por la calle.
Ríes pensando en ese sueño absurdo: vivir muchos años para poder seguir leyendo cada vez que se pueda a Fiodor Dostoievski.
El loco de García Madero que llora porque no será abogado y en cambio dedicará su vida a buscar a una poeta llamada Cesarea Tinajero. Todo lo que Roberto Bolaño te ha hecho llorar y reír.
Ese loco de Lionel Asbo, fruto del deseo de Martin Amis de “crear monstruos masculinos” y que sacó en ti los deseos de matar. Matar precisamente a Lionel Asbo y salvar a sus torturados perros pitbull. Salvar a Lionel Asbo de Lionel Asbo.
Las letras que te ayudan a vivir, que estallan desde tu cerebro con una inusitada virtud de realidad.
El jardín, el cultivo, Voltaire: A los libros, gracias.