El viejo Tokio, el mundo flotante
Por Antonio Costa
Curiosamente yo llegué por el agua. Desde el puerto Tsukiyi se puede llegar en barco por el río Sumida hasta el barrio Asakusa. Allí estaba el antiguo Edo, el nombre anterior de Tokio. En el parque Asakusa se encuentra el templo de Kanon, la diosa de la compasión. Necesitamos dioses que se compadezcan de nosotros, no dioses que nos den la barrila con doctrinas inamovibles y con mandatos férreos. Y para llegar a él se va por la calle Nakamise, llena de animación, repleta de tiendas de todos los objetos, incitando a hacer exquisita la vida con mil detalles, rodeándote de perfumes, asombrándote con kimonos.
Y al oeste está el barrio de Rokku, con el Rock-za (en Rokku Broadway) y sus espectáculos de desnudo, con sus salas de pachinko, con sus bares de juego, con sus cines, con sus teatros kabuki. En el teatro Rockugu hay monólogos cómicos desde hace dos siglos. En la tienda Miyamoto hay máscaras, disfraces, flautas, mikoshi. En el Museo del Tambor hay tambores de todos los materiales y el visitante puede tocarlos, algunos suavemente, otros con toda la fuerza que quiera.
En el siglo XVII apareció en Asakusa la cultura de los chonin, los urbanitas, artesanos y comerciantes sin complejos, que se liberaban de tradiciones, querían una vida dinámica y cambiante, no se ponían trascendentales. Aparecieron tiendas, muchos sitios de diversión, locales de prostitutas, espectáculos eróticos, obras de arte ligeras. Entre estas destacaron los ukiyo-e , estampas del mundo flotante, grabados hechos a prisa y a gran escala, con pocos trazos, expresando un mundo de cambios, de agilidad, de vivir el instante, de alegrarse de la vida. Esos grabados no tenían grandes pretensiones, expresaban momentos o sensaciones, se salían de las tradiciones férreas, traían una ligereza y vitalidad. Casi todo lo que tiene grandes pretensiones acaba por ser muerto y en el fondo vacío. En lugar de los nobles de siempre con sus códigos se expresaban las clases populares y los burgueses y defendían lo flotante y lo divertido.
Entre los ukiyo- e es famosísimo entre nosotros Hokusai, ya en el siglo XVIII, con su estampa “La ola”, que expresa todo lo entusiasta y lo instantáneo y lo inatrapable , y que paradójicamente atrapó algo pasajero para siempre. Pero también pintó el monte Fuji en muchos momentos distintos o deshaciéndose en humo, y pintó peces ondulantes y pintó plantas o cazadores. Y también destaca Utamaro con sus prostitutas bebiendo sake y sus mujeres charlando y sus escenas eróticas. Su carrera acabó cuando representó al samurai Hideyoshi con sus concubinas y el samurai se cabreó y Utamaro acabó en la cárcel. Y también sobresale Hiroshige con sus mujeres bonitas y sus actores de kabuki y sus estampas de paisajes realizadas de memoria por lo que le contaban los amigos.
Las autoridades prohibieron a veces los espectáculos eróticos, las estampas atrevidas, pero luego volvían a permitirse, o las leyes no se cumplían demasiado. Siempre hay gente que prefiere vivir a prohibir que vivan los demás, y cuando la vida y el aire se asoman es difícil volver a encerrarlos. Fue una época legendaria de vitalidad, de vibración y de intensidad, de gracia y de juego inacabable que puede inspirar poemas o películas. El equivalente de Hokusai o Utamaro es mucho más tarde Toulouse-Lautrec con sus carteles sobre las bailarinas del Moulin Rouge y la vida nocturna de Montmarte, sobre la agitación y la noche y el vértigo y la bohemia. Y los ukiyo-e prueban que en Japón no todo han sido tradiciones férreas y crucificar a los amantes (como se ve en una película de Mizoguchi) y sacrificar el arte a los principios rígidos (como se ve en otra película de Mizoguchi).
Y paseando ahora por Asakusa me parece encontrar auras y ecos de aquella Edo donde todo empezó a agitarse, a bullir, a vibrar con mil espectáculos, a expresarse en el arte, a alegrarse con el cuerpo y con las olas, a vivir con los instantes. Salgo del parque Asakusa con sus cerezos, paso otra vez por la calle Nakamise con sus fantasías, paso la Kaminarimon o Puerta del Trueno, tuerzo por la calle Kaminarimon con sus cestas de papel y sus cortinas caligrafiadas, y me meto en la estación Tawaramachi para regresar al centro, y me queda en la nariz (o en el alma) un fantasma de aquellas noches impresionistas de hace siglos en que todo parecían ser ocurrencias y travesuras.