Visitaciones oníricas. Dos sueños con Borges
Por Leo Castillo
I
Al despertarme no recuerdo el instante exacto en que aparece Borges ante “nosotros” (dos o tres personas, vagamente, parientes con quienes interactué en la infancia.) Lo que se dijo inicialmente lo he olvidado. Estamos sentados en el pretil de la casa, la de mi niñez. Luego yo me encuentro solo en la cocina en penumbras, que está separada del resto de la casa, buscando algo de comer. Hay arepas de maíz con queso pero no alcanzo a tomar nada de esto, pues veo aparecer a Borges de improviso, alto, algo más de su estatura real, avanzando con premura desde el patio hacia la entrada del comedor, primera división de la casa propiamente dicha en viniendo desde el patio. Viene desde el límite oriental de la casa, lindando con vecinos parientes. Sé que viene de esta casa vecina, pero no necesariamente porque venga del lado en que ésta se halla ubicada. El piso del patio es de tierra suelta, salitrosa y a la entrada de la casa hay un bordillo de 40 centímetros que la circuye. Borges entra aprisa, con seguridad pisa en el bordillo y entra sin titubear; no me ha visto en su “precipitación”, acaso porque es de noche, pero, en todo caso, no me hallo en su radio de visión siempre que mire al frente. Yo me apresuro tras él, y exclamo, “¡Borges!”, todo ello cayendo, extrañado, en la cuenta de que siendo ciego, ha caminado y levantado el pie con tanta premura y seguridad al pisar el bordillo. Esto me produce una sensación incómoda, como si sorprendiera, con algo de vergüenza, a Borges en una mentira. De hecho, siempre había creído que su ceguera no era absoluta, sino que veía bultos, fantasmas de cosas y de personas envueltas en una niebla, pues quería parecerse a Homero, ciego. En seguida ya estamos caminando en la calle, casi al centro, pero un poco más hacia la acera derecha, avanzando hacia poniente. Alguien, uno de esos primos (cuyo nombre, France, ahora hallo peregrino), lleva a Borges del brazo, o Borges lo toma a él. Al unírmeles intento tomar a Borges del lado izquierdo; noto que luce saco azul celeste. Borges se incomoda, pues es excesivo que dos hombres lo lleven de esta manera, de modo que no le queda un brazo libre, aunque su incomodidad, expresada levantando tenso el hombro y apretando el brazo contra su flanco, de modo que evita que mi mano llegue a ceñirlo, pudiera ser un gesto hostil que personalmente me dirige. Pienso en este momento que no está bien llevarlo del brazo a él, sino que Borges, como todos los ciegos, prefiere tomar del brazo a su lazarillo. Seguimos andando, me parece que en silencio, hasta quebrar en la esquina a la izquierda. En este punto de nuestro trayecto mi primo ha desparecido y noto que alguien, viniendo desde atrás, caminando un poco más rápido que nosotros casi se nos ha unido. La expresión de su rostro es risueña y se trata del ex de I. Ya al notarlo, me sentí embargado de cierto orgullo, pues me veía acompañado de Borges y el aguijón de la vanidad me atiza el pecho. Este sentimiento me causa un poco de vergüenza dada la sana expresión, sin la más leve vislumbre de envidia, del ex de I. La “hostilidad” de Borges ha dado paso a una cercanía cordial desde que desparece France, aunque no por este hecho. Luego ya estamos solos Borges y yo, llegando ante una casa, y nos hacemos junto portón. Borges se sienta en el desgastado pretil, muy bajo y eso no me parece bien; experimento alguna aprehensión. Simultáneamente o casi en seguida yo me siento ante él en cuclillas y le digo, o ya le venía diciendo e insisto, que escuche un poema mío. Borges no parece interesado, desatento a esto, como displicente incluso. Luego vamos atravesando el patio de esta casa, hacia el ángulo oriental. Entonces parece convenir en que le lea el poema, o más bien resignarse. Yo busco en mi memoria -ya lo venía haciendo- uno de mis poemas, trato de recordar algún título al azar. Lo tengo, pero dudo un instante acerca del título. Me alegra pensar que a Borges el título le va a encantar, pero de repente ya no parece querer que le diga el poema, y yo deseo decir el título y explicárselo –Versos hallados tallados en cayado prehomérico camino de Colono. Al cabo pregunto si conoce alguno de mis textos y mientras responde que conoce mis “líneas -o palabras- de oro”, lo que me complace sobremanera, va dejando de ser Borges y se le superpone otra persona, un viejo amigo de tertulia literaria, Henry Stein. Esto me desagrada y desmotiva, de modo que me despierto. (22- 04- 013.)
II
Borges está sentado ante mí, en una mecedora de madera pintada de verde. No advierto la posición de sus manos. Mira casi directamente a mis ojos. Quizá haya alguien más en la escena -un espacio amplio, acaso sin piso, ¿un patio?-, pero la “presencia” de esta tercera persona es apenas tácita, nunca visible. No se mece, Borges, y yo no sé en qué clase de mueble me encuentro sentado, pero nuestras cabezas están al mismo nivel; acaso estoy en cuclillas simplemente, dado que es indudable que me mira como tengo dicho, sin tener que levantar la cabeza, ni siquiera dirigir hacia arriba su mirada azul. Intento, procurando no perder un solo detalle de su persona ni de sus palabras, sentarme en una mecedora, a su diestra. Hay una cortina y quizá alguna prenda puesta de cualquier modo, en desorden, un bulto, en mi mecedera. Levanto como un rollo esto y advierto que el otro extremo de la cortina está atascado entre las traviesas de la mecedora de Borges. Asumo que la cortina lo incomodará o, en todo caso, pudiera distraer un instante la charla, que no se ha interrumpido en ningún momento, más de ella sólo recuerdo que Borges, sabiéndome colombiano, cosa que no dije, menciona el nombre de Andrés Caicedo. Encuentro insignificante esta referencia, sin embargo empiezo a pensar en un autor francés judío que sé que Borges admira -lo sé en la vigilia, no en el sueño. En el sueño sólo deseo asociarlo al autor colombiano en razón más bien de su breve vida y, mejor, de su precocidad, empero más bien tratando de exaltar mediante la comparación, por complacer a Borges, al colombiano. Mientras pienso en este nombre, Borges sigue hablándome, y ya no parece haber tiempo o ser oportuno, o mejor, se ha impuesto un nuevo apunte al parecer de mayor entidad en mi mente. Los ojos de Borges son hermosos, y lo miro a él muy de cerca. Es más joven que en mis otros sueños. Tengo la sensación de que me está mirando -siempre estimé que su ceguera no fue jamás perfecta, que él mismo la exageraba, asimilándose a Milton, a Homero, con ello. Lo que digo a Borges -y siento una bella vibración emotiva entre ambos, que la veo en su mirada cerúlea-, viene a ser:
──Uno de los más bellos títulos de la literatura en lengua castellana es Luna de enfrente.
En diciéndolo siento, primero, que debí decir no “uno de los más bellos”, sino “el más bello” de la lengua castellana; luego siento que debí haber ido más allá: uno de los más bellos de la literatura universal.
En estas vuelvo a pensar en el nombre del escritor francés de origen judío, y lo recuerdo de inmediato: Marcel Schwob, pero ya no lo digo a Borges y me despierto en mi cuarto del barrio Boston, en Barranquilla, Colombia, con el nombre de Schwob en mi mente, musitándolo apenas mis labios. Son las dos en punto de la tarde.
(14- 05- 015.)