El descanso de Pushkin en el Cáucaso
Por Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco
En Dilijan, Armenia, se paró a descansar Pushkin en julio de 1829 . Iba desde Persia hasta Rusia con el cadáver de su amigo Griboiedov. Un monumento lo recuerda en forma de arco con un asiento para pensar en Tatiana y Ludmila.
Estábamos con Ghazar en su despacho de dirección del Museo de Dilijan y había una rusa que hablaba inglés y yo les hablé de Kalatazov, de Parajanov, de Tarkovski, y también hablamos de cuadros, de países y de proyectos. El primer día nos había enseñado él mismo todo el museo, comentando las distintas épocas de pintura soviética que había allí, destacando a los pintores armenios, entre ellos sobresalía el más famoso de todos, Martiros Sarian con sus colores claros y expresionistas, sus fiestas de color, también había un cuadro de Aibazovski, un armenio con nombre rusificado, pintor romántico de tormentas y de barcos en alta mar en la noche. Pero lo más sorprendente del museo era el cuadro de Correggio “San Miguel”, ¿por qué caminos novelescos aquel cuadro habría llegado allí?, me quedé alucinado mirando lo etéreo, lo ligero, el aura, la evaporación misteriosa , sobre todo el San Juan Bautista que tenía esa ambigüedad de Leonardo da Vinci y que nos evaporaba en Dilijan.
Estábamos viviendo en casa de Gazhar, había un vestíbulo con un piano y un saxofón y muchos cuadros de Gazhar, una habitación romántica en el primer piso, una sala de estar con otro piano y muchos cuadros, un comedor muy grande con una mesa de madera y objetos de todo el mundo, y otras habitaciones arriba, algunas detrás de cortinas, y un balcón con un chinchorro que daba sobre los montes y las estrellas. Nune nos hizo sentar en la cocina y nos hizo café, y empezó a sacar fruta, mantequilla, queso, carne, todo tipo de cosas de un modo asombroso, hasta que ya nos sentimos llenos y nos dijo: los precios son bastante asequibles, y cogimos una habitación de arriba. Luego ella nos hacía unas comidas exquisitas con muchas cosas, y nos atendía a nosotros solos en el comedor, y nos ponía vino Areni que nos parecía delicioso, y una vez te puso un regalo porque dijo que tu le caías muy bien, porque desde el primer momento te pusiste expresiva con ella, la abrazabas, te alegrabas por cosas, le transmitías impresiones a traves de mi, la alucinabas con tu vitalidad del Caribe.
Y por la noche estábamos con un asiento delante de la casa y Gazhar nos ponía música francesa o italiana, cosas de Adamo o de Aznavour o de Cotugno, y mirábamos la esplendidez de las estrellas y tomábamos vino y nos contábamos cosas, ella tenía una hija en Alemania, les gustaba Tiflis aunque les parecían un poco prepotentes los georgianos, les caían bien los rusos porque eran los que habían ayudado siempre a Armenia, sobre todo frente a Turquía, por eso su segunda lengua era el ruso, y quedaban muchas huellas de los rusos en Armenia. Y luego en la habitación había un silencio portentoso, se oía bajar el agua por la montaña, los pájaros, el rumor del viento en los pinos, la casa estaba asimilada en el corazón de la Naturaleza y se sentían sus latidos, Gazhar se bañaba en invierno y en verano bajo el caño que caía de la montaña.
La ciudad estaba desperdigaba entre las montañas, la calle Kalinin por la que se entraba, la única con un aspecto algo urbano, cruzaba el río y se convertía en calle Myasnikian y serpenteaba por la montaña y cambiaba de rumbo y al final de ella estaban los edificios oficiales, el ayuntamiento, la policía, correos, y esta gran ruta se cortaba con otra paralela al río que por un lado iba hacia el lago Sevan y por el otro se dirigía hacia Ijevan cerca de Azerbaijan, y solo tenía casas de vez en cuando, pero por tramos conservaba una balaustrada de piedra que ponía la cultura en mitad de los montes, recordaba lo humano y lo doméstico en mitad de la espesura, y las casas se escondían detrás de los árboles en mitad de bosquecillos o en las pendientes que bajaban hacia el río, era una mezcla de ciudad y naturaleza, de silencio y de habitación, que le daba mucho encanto. Pero la calle más hermosa era Myasniki, la que subía desde el río, más arriba empezaba la balaustrada que humanizaba aquello y luego había una fuente monumental , y luego venía una escalinata teatral que salvaba desniveles con descansillos oscuros y faroles y retiros románticos y llegaba a una parada del autobús con un tejadillo gótico de madera, allí estaba aquel panel de madera donde el viajero Jean Chardin que pasó por allí en el siglo XVII explicaba que Dilijan significaba “las bellas palabras”, y así ibamos nosotros detrás de las palabras de los libros, y Giorgio Pohlavauni en el siglo XI decía : “si Dios quisiera visitar un día Armenia yo lo acompañaría hasta Dilijan ; a diferencia de otros lugares pintorescos del mundo uno no piensa jamás en la muerte en Dilijan”.
Si uno quería olvidarse de todo iba a Dilijan. Porque esa ciudad parecía estar y no estar, era volátil y era como una visión, aparecia y desaparecia, se metía la naturaleza en su alma, cogía la grandeza de los bosques y la mezclaba con viviendas y mobiliario urbano. Un poco más alla estaba la Vieja Dilijan, una calle arreglada por el millonario Tufenkian con casas de madera de galerías muy altas, tiendas, algún museo, restaurantes pintorescos, hoteles con encanto, que descendía al nivel de abajo por escaleras y pasajes que serpenteaban, y era hermoso recorrer aquello y prometía mucho aunque se acababa enseguida, y allí estaba el café Artbridge con su galería enorme de madera y su barandilla, donde nos sentamos varias veces, y allí mirábamos el esplendor de los montes y espiabamos la llegada del anochecer y la agonía del sol, porque tú querías hacer una foto y creías que la luz se iba a poner enloquecida pero eso no ocurrió y solo teníamos el ver la inmensidad y unos edificios desconocidos en las cumbres. Adoptamos ese café porque las vistas eran espectaculares, y la galería parecía todo un escenario novelesco, realmente tenía mucha magia estar allí esperando el anochecer, con el silencio general que cruzaba el paisaje, nosotros allí colgados enfrente de todo, sin ruidos de coches y con muy poca gente, tomando cervezas grandes que hacíamos durar, y un anochecer se pusieron locas todas las golondrinas, andaban arrebatadas por toda la inmensidad del cielo, hacían todo tipo de evoluciones precipitadas, salían del campanario de una iglesia que estaba debajo de nosotros y volvían a él, parecía que algo se volvía loco en todo el paisaje y toda la tarde, ya no eran las golondrinas que volverían de Bécquer, sino una golondrinas salvajes, extrañas, misteriosas, que nos traían una inquietud metafísica.
Cerca de la estación, junto al río, al lado de una casita preciosa de techo gótico que no usaban para nada, había un grupo escultórico de bronce que nos intrigaba, todos iban a hacerse fotos allí, bajaban de los coches e iban directamente hasta aquellos personajes, era el monumento más apreciado de Dilijan, más tarde Gazhar nos explicó que era un homenaje a la película “Mummino” que había tenido muchísimo éxito, en la cual aparecían un personaje ruso, otro armenio y otro georgiano, el armenio era más bajito y tenía la nariz ganchuda y una expresión de listo y de picaro, el ruso llevaba un capote siberiano, parecía una expresión de amistad entre las tres naciones, ahora esa amistad se había deshecho entre Georgia y Rusia, sin embargo aquel grupo parecía estar vivo, en medio de ellos surgía una fuente de agua muy fresca, los muchachos bebían en ella y saludaban a los personajes, se unían a ellos familias enteras, colocaban a los niños encima de sus hombros, el monumento parecía tener una vida incesante, como si la película fuera una fuente inagotable de evocaciones, y aquello hacía de Dilijan casi un lugar de peregrinación para muchas personas.
Paseábamos por una callejuela larga que bordeaba el río, había unos rápidos en el río que traian lo salvaje al centro mismo de la población, árboles colgando que aumentaban la sensación misteriosa, y restos de un molino, y casas que se asomban al agua, y sorpresas continuas, jardincitos secretos, hoteles escondidos en la espesura, arbolitos tropicales, tiendas, escuelas de artesanía, centros culturales, y subíamos por un sendero de tierra muy empinado hacia la parte alta, la avenida principal, donde estaban el ayuntamiento y correos y todo eso, y antes de nada había un teatro, un gran teatro circular donde parecía que los papeles resonarían en mitad de los montes, que la cultura se plegaría en un circulo en mitad del Cáucaso, que toda la ciudad se recogería en secreto para recordar sus mitos nutricios, un día sonaba música en aquel espacio abierto, estábamos sentados en una de las gradas escuchando, otro día tenían una reunión los niños cristianos que estaban en los pabellones de verano, bajábamos por la avenida y veiamos casitas goticas un poco estropeadas, el núcleo antiguo de madera arregladito por Tufenkian, talleres de artistas que siempre veiamos cerrados, una vez por fin entramos en uno y nos enseñó sus obras en madera, objetos curiosos, tallas de regalo hechas con tocones, había estudios de artistas por todas partes, era una ciudad para la creación y la inspiración, al lado de la Pensión Nina vivía un artista que tenía obras desperdigadas por todo el jardín, esculturas de gallos y caballos y una especie de elefante, resultaba curioso ver esas creaciones en mitad de los árboles.
Habíamos entrado en Armenia por un paisaje impresionante, la esencia del Cáucaso, el coche avanzaba por el cañon del río Debed, era uno de los lugares que yo quería conocer de Armenia, había pensado en hacer una etapa en la ciudad industrial de Vanadzor para ir desde allí a la aldea de Alaverdi donde estaba el puente mágico de la Reina Tamar y donde se subía en funicular al monasterio de Sanahin que había sido un centro espiritual escondido en las montañas, y tal vez para ir al monasterio de Haghpat, era la ruta más espectacular de los monasterios, la ruta de monasterios y castillos perdidos en las montañas que hacían lo más fascinante de Armenia, pero en cualquier caso ahora estábamos avanzando por aquel desfiladero que nos producía estupor, y nos fijábamos en los pueblos encerrados en medio de las pendientes, al lado de ríos llenos de piedras con puentes que salvaban los precipicios, y nos señalábamos construcciones perdidas en lo alto que casi se caían por los abismos, que se sujetaban a los despeñaderos, y la carretera hacia curvas y contracurvas detrás de las cuales aparecían poblaciones que parecían del fin del mundo pero resultaban cercanas, los armenios eran un pueblo que se encaramaba en el Caúcaso y hacía suyo el territorio mas grandioso y lo convertía en lirismo y en espiritualidad, veía nombres que me sonaban por los libros y que estaban llenos de resonancias y te los pronunciaba en voz alta, te hacía fijarte en el recorrido por el que estabamos pasando, te decía: ahí arriba hay monasterios fabulosos que no vamos a ver, pero fijate al menos donde están, y cerca está el castillo de Berd, la carretera se agarraba a los resquicios de las montañas, y estábamos perdidos en el corazón del Cáucaso, de las montañas más exageradas de Europa, de ese dramatismo donde se habían producido encuentros, guerras, cruces de caminos, choques de civilizaciones, intercambios, pasos hacia la lejania, rusos contra turcos, mongoles que amenazan Europa, chinos que se asoman a Bizancio, y allí los armenios habían resistido todo, agarrados a los montes en lo que parece infinito e inhumano habían instalado la cultura y la intimidad.
En Dilijan se paró a descansar Pushkin cuando regresaba con el cadáver de su amigo Griboiedov desde Persia, donde era embajador de Rusia y lo habían asaltado las hordas por dar cobijo a un armenio perseguido, y aquello fue como una peregrinación a través del Cáucaso imposible, deberia hacer una película con eso Werner Herzog, es de esos proyectos que le cuadran, y había una placa que yo había visto en fotos pero no tenía ni idea de donde estaba, y era difícil buscar algo en aquella ciudad deshecha en secretos por los montes, que reservaba sorpresas inagotables en las espesuras, pero durante toda nuestra estancia pensamos dónde estaría, te dije que te fijaras, que estuviéramos atentos, pero nos fuimos de allí sin descubrirla. Y Dilijan era eso: un estado de alma, una sustancia espiritual, una salida de la brutalidad y el agobio, un abrazarse con la montaña, un interiorizar su grandeza y su silencio, por eso Vassili Grossman decía que había angustias a veces para las que ni siquiera servía de freno “la dulce ciudad de Dilijan”. A veces en la tarde mientras tú descansabas un poco yo me ponía en el sofá de la sala de arriba a relajarme, a pensar en el viaje y en la vida, o a leer trozos del “Wilhelm Meister”, y escuchaba los ruidos del bosque, o me asomaba un poco al balcón del chinchorro. .
La primera noche salimos juntos a la oscuridad del balcón, nos sentamos en el chinchorro, era como una sugerencia de fiebres tropicales en las alturas del Cáucaso, así como tú mujer caribeña estabas viajando por el Cáucaso, pero allí hacía fresco y se veían las estrellas, jugué a reconocer algunas, antes de retirarnos nos besamos allí en la oscuridad, era un beso en mitad del Cáucaso y la noche, como si llegara a nosotros toda la influencia del firmamento y todos los olores de los abetos y el ruido del agua que bajaba por los regatos.
Pushkin se quedó a dormir en Dilijan, en mitad del Cáucaso, en un viaje con el cadáver de su amigo que parece una novela de Gabriel García Márquez o una película de Werner Herzog, y antes de dormir tal vez pensaría en “Ruslam y Ludmila” o en la personalidad de Tatiana que ya no quería ser una niña en los brazos de Eugenio Onieguin.