El castilllo de plata
Por Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco
Íbamos por la calle Fato Berberi y preguntamos a un anciano si conocía a Isamail Kadaré. Y para nuestra sorpresa nos dijo que sí. Nos dijo que lo conocía cuando eran niños, que jugaban en medio de aquellas casas. Y nos señaló donde había nacido Kadaré. Era solo el esqueleto de una casa, porque se había incendidado en 1999, pero se planeaba levantar allí un Museo de Kadaré, y atraían las otras casas con galerías salientes y con techos escalonados. Kadaré contaba que a menudo los niños saltaban de casa en casa, o pasaban de la puerta de una al tejado de otra como si pasearan . Nos fijamos intensamente por si reconocíamos alguna descripción de las que aparecen en la “Crónica de la ciudad de piedra”, donde Kadaré evoca Girokaster (que significa “el castillo de plata”) , la ciudad donde nació y pasó su infancia.
Habíamos leído con intensidad aquella novela, con todo su lirismo, con sus personajes pintorescos, con aquel amor loco entre adolescentes que se aman en una cisterna, con aquellos seres que detentaban manías, con los parientes y sus miedos y sus ceremonias. Al acostarnos antes de dormir siempre hablábamos un poco de Doña Pino, era nuestra amiga de Girokaster antes de partir, la mujer cuyo espíritu buscaríamos por aquellas calles, la que nos acompañaría en la visita. Era una modista que arreglaba vestidos de boda, que a cada novedad que ocurría en la ciudad siempre decía : “Es la hecatombe”. Los nazis la ahorcaron por terrorista porque llevaba unas agujas en la mano para arreglar un vestido cuando ya había sonado el toque de queda.
Nos alojábamos en el hotel Kalemi en la parte alta que era una antigua mansión tradicional. En la habitación había unas hornacinas cerradas por contrafuertes de madera, había una cama con mantas de hilo, y se veían imágenes de madera en las paredes. Desayunábamos de manera exquisita en una cocina con una chimenea enorme, sobre platos gruesos de cerámica , con pan que nos llenaba la boca, con mantequilla que parecía sacada directamente de las ovejas. Una vez tuve una iluminación en el jardín : en lugar de regresar a Grecia por Butrint y la costa jónica, nos desviaríamos hacia el lago Ohrid y Macedonia. Y mientras lo celebrábamos tomando una cerveza en una mesa bajo la espesura de unos árboles unas tortugas hacían el amor desenvueltos sobre la tierra y arrastraban sus cuerpos con pasión.
La calle Lavobiti subía en cuesta casi vertical a la parte más alta y más tradicional y una vez la bajamos andando pero luego hubo que subirla en coche. Y arriba estaban los bares más sabrosos y las tiendas extrañas donde se vendía de todo y mesas de madera con aguardiente en la calle y hasta algunas pintadas que recordaban a Enver Hoxha. Y uno adivinaba todo lo que habrían soportado aquellos rostros apergaminados y supervivientes bajo la dictadura de aquel tipo que hasta le ponía micrófonos a los muertos (como se ve en una novela de Kadaré). Sin embargo algunos jóvenes por juego recordaban a Enver.
Pero ni Enver había podido terminar con el sabor y las reminiscencias de aquella ciudad de piedra y de recuerdos. Fuimos a ver la casa Zekate en lo más alto, había salas con alfombras rojas fantasiosas , un cuarto con una enorme mesa baja en medio para bebidas y charlas, otro sobre una tarima donde las mujeres hilaban y sugerían sus deseos innombrables, cuartos rodeados de armarios empotrados donde cabrían los viejos abrigos o los vestidos de los antepasados, salas de invitados donde se colocaban en medio de la luz de cuento las tazas de té con los pasteles elípticos. Una anciana nos saludaba en el patio como si hubiéramos visitado los cuartos inciertos y apasionados de su memoria y nos parecía el retrato de la vida pasada. Y había casas perdidas en medio de las montañas, y el barrio Partizani en lo alto donde las casas con galerías colgantes y techos con estribos salientes nos elevaban, y el castillo con la Torre del Reloj y las terrazas y un avión espía norteamericano que los albaneses capturaron en 1957 y unas vistas increíbles sobre el río Drino. Y en una pared una inscripción se acordaba de Ismail Kadaré, el eterno premio Nobel en ciernes, que había hecho tanto por poner a Albania en la cabeza de la gente.
Y tomamos algo en el bar Fantasía desde el cual se divisaba todo y bajamos por el monumento a Skanderbeg al barrio secreto en torno a las Siete Fuentes con cúpulas , donde una mujer extraña nos soltó unas maldiciones en albanés que nos hizo alejarnos a toda prisa. Y fuimos en un coche por una carretera sin turistas a Permeti la ciudad de las flores llena de molinos y admiramos la placa que recuerda la visita de Lord Byron en Tepelene y bajamos a beber el agua sublime en los manantiales que bajaban de las montañas.
Pero nunca olvidaríamos aquella ciudad donde Doña Pino siempre se asustaba de todo y cotilleaba con sus amigas y vivía de sobresalto en sobresalto la invasión de Albania por los alemanes y luego por los griegos y luego otra vez por los alemanes. Y donde Ismail Kadaré había aprendido a valorar sus intimidades y a conservar su infancia que ninguna tiranía podía eliminar y a fermentar los sueños que luego darían lugar a sus novelas y a transmutar las viejas leyendas y a amar a su país de desgarramiento y de tragedia y de belleza insoluble. Y ahora siempre nos acordamos de Doña Pino y de aquellas tortugas que se amaban obstinadas mientras nosotros planeábamos giros en nuestro viaje por los Balcanes.