Morlaix, los amores amarillos
Por Antonio Costa
Un día llegué a ese pueblo, cerca del mar, al final de Bretaña. Había pasado por Mont Sain Michel, el monasterio que el mar se traga por las noches , y por Sain Malo, donde Chateaubriand concibió el “mal del siglo”. Admiré el Viaducto Ferroviario que sobrevuela la Plaza de los Rehenes. Y a sus pies el quiosco de la música tan lleno de lirismo, a mí siempre me han encantado los quioscos de música aunque no suene la música. Y el Ayuntamiento con sus galerías superpuestas y su reloj dentro de un óvalo. Y la iglesia de Santa Melania, del gótico más loco, con una aguja como para coser el cielo. Y las casas de la Grand Rue, con sus embutidos de madera en la piedra, apretujadas unas contra otras como amigas íntimas. Y la Casa de la Reina Ana cuya fachada parece un biombo o una decoración de muñecos.
Yo había ido allí para buscar al poeta Tristan Corbiere. Fue un gran fracasado, una especie de Don Quijote arrinconado, que acabó teniendo éxitos más allá del olvido. Toda su vida estuvo enfermo, y no consiguieron curarlo ni apartándolo de las clases, ni llevándolo a Provenza ni a Nápoles. Se enamoró de la novia de su mejor amigo y los siguió a París y los llevó de excusión en su barcaza poniendo cara de besugo. Su padre fue un marino famoso y tuvo mucho éxito con novelas sobre el mar y él solo pudo parodiarlo. Se fue a París a ser escritor y estaba tan pobre que dormía en Montmartre en un baúl como si fuera una especie de Drácula irrisorio durmiendo en el ataúd. Tenía cara de alma en pena o de dibujo alargado como una lágrima absurda. Se reía de sí mismo y de su propia poesía y de sus amores desgarrados. Hacía cosas chocantes para no tomarse en serio y ser más un esperpento. Una vez salió al balcón en el pueblo y los bendijo a todos como si fuera un obispo. Publicó el libro de poemas “Los amores amarillos” y se quedó con casi toda la tirada. E incluso se murió pronto, para no dar mucho la lata.
“Los amores amarillos” es un libro extraordinario que dice las cosas más desgarradoras con una total falta de solemnidad. En su descreimiento y su juego y su no saber quién era él mismo se adelantó a Fernando Pessoa y a Borges. El libro tiene músicas juguetonas, que se rompen, que se interrumpen, que juegan a la disonancia y la sorpresa. Los versos son a menudo entrecortados, llenos de preguntas, de diálogos interiores, de pausas. Casi como si fuera un jazz de poesía (en un pueblo de Bretaña, a mediados del XIX). El libro tiene varias partes. Empieza con una dedicatoria a Marcela, le pide su nombre al menos para encontrar una rima. En “Eso” se pregunta a sí mismo qué ha escrito : ¿Son ensayos?/ quita de ahí yo no ensayo nada./ ¿Un estudio?/ soy un vago, nunca estudié nada/ ¿Un poema?/ gracias, he lavado la lira/ ¿Un álbum?/ No está blanco, esta demasiado descosido”. Se presenta a sí mismo: “De yo no sé qué/ pero sin saber donde./ De oro/ pero sin tener un céntimo/ De nervios/ pero sin nervio, vigor sin fuerza/ Con alma / pero sin violín/ Con amor/ pero el peor semental”. En “Los amores amarillos” desengancha su amor : “Cuando tú eres Ricitos/ ya no hay más Grisura / que tú./ Ni un estudiante de arte tímido/ puro Rembrandt sin retoque/ más que yo”. En un poema la pipa le dice al poeta : “ Mi pobre, el humo lo es todo / si es verdad que todo es humo”.
En “Serenata de las serenatas” inventa canciones ligeras, sonetos que no son sonetos, óperas diminutas. En “Chiripas” le escribe a la sonrisa del asno, al perro, al pintor que se olvida de pintar, al insomne al lado de su esposa dormida, al idilio cortado. En “Armor” habla de su querida Bretaña, de santos humildes a los que se acude bailando, de un ciego que piensa en llanuras amarillas, de abuelas que acuden a santuarios junto al mar. En “Gentes de mar” habla de marineros, de faros, de cartas desde Méjico , de capitanes, de piratas. Todo en un tono cortante, contradictorio, con ritmos cortados. En “Canciones para después” el sentimiento se desnuda, se adelgaza, casi se tira al suelo, se convierte en un aire. Adivina que va a morir pronto. “Se hace de noche niño robador de estrellas/ Ya no hay más noches, ya no hay más días/ Duerme , espera que vengan aquellas/ que decían : Nunca, que decían Siempre”. Habla de una “pequeña muerte para reír “ : “Vete pronto, ligero peinador de cometas/ Las hierbas en el viento serán tus cabellos/ de tus ojos abiertos brotarán los fuegos/ fatuos que están presos en las pobres cabezas”. Y el libro termina con otra dedicatoria a Marcela : “El poeta habiendo cantado/ desencantado/ vio a su Musa, casi hecha buey / rodar por su desnudez / de cartón”.
Corbiere editó el libro y solo se enteró su casi novia . Pero poco después llegó Jules Laforgue y lo usó para escribir sus poemas de escepticismo cósmico y de coloquialismo trascendente. Y Verlaine le dedicó un capitulo en “Los poetas malditos” al lado de Rimbaud. Y más tarde T.S.Eliot cogió algo de su atmósfera para pergeñar el desorden angustioso de “La tierra baldía” , una de las claves de la cultura contemporánea. Y tantos otros bebieron de su licor amargo y extraño. Y yo lo descubrí en Barcelona en los años 70 y di miles de vueltas durante toda mi vida con su resaca de amarguras y de piruetas emotivas y de sueños deshilachados. Y le ofrecí a docenas de editores traducirlo al español.
Por eso quería ir a Morlaix, al final de Bretaña, aquel verano de 1989. Y vi las casas de maderas de colores acurrucadas debajo del Viaducto como si fueran comadres delante del Gran Extraño. Y vi los barcos blancos al final de la ria que llevaban los eflucios y los sueños locos del Atlántico. Y entré en una librería con contraventanas azules donde se escondían libros de antaño. Y vi la iglesia renacentista de San Mateo con sus ventanas con raya al medio que no enseñan nada. Y no fui a Roscoff, en la orilla misma del mar, donde él tenía su barco y salía hacia los vientos.