Budapest de Lajos Zilahy
Texto: Antonio Costa
Fotos: Consuelo de Arco
Estábamos en la estación del Oeste, que había diseñado Eiffel, llena de hierro forjado y poesía, donde Lajos Zilahy situó “La ciudad vagabunda” (sobre los refugiados de Transilvania, que perteneció a Hungría durante mil años, y al pasar a Rumanía tras la primera guerra mundial, viajaron en masa a Budapest, y no tenían casa, y se instalaron en los vagones) y buscamos el tranvía 1 que bordea el Danubio y el Parlamento hasta las cercanías de la Plaza Vorosmarty. Varias veces habías dicho que querías ir en ese tranvía, tú siempre querías ir en tranvías en todas partes y te sonaba bien San Francisco porque había tranvías. Y la verdad es que fue delicioso, tuve que preguntarle varias veces a una mujer muy amable si ya estábamos cerca, íbamos bordeando el río, pasábamos al lado del Parlamento, bordeábamos el Puente de la Cadena de verdad, pasábamos por la plaza Roosvelt que tenía una enorme escultura y un hotel negro con ribetes plateados , y era como un travelling prolongado, ir viendo como se desplazaba cada edificio, como avanzábamos en paralelo al río, como se desplazaba el barrio de Buda y el castillo y los puentes, y era algo ligero y suave y fugaz pero por eso mismo lleno de intensidad y de nostalgia, estaba pasando solo una vez en la vida y lo hacía con una ligereza que nos encandilaba.
Hasta que acabamos en la Plaza de la Música. Había un parquecito con una fuente , separado de la plaza por un murete, y detrás estaba el Hotel Hilton, adonde entraste a pedir un mapa de Budapest, y la gente estaba en las terrazas, y había profundos asientos de piedra y hierro para sentarse, ésos son los asientos de verdad y no las pijadas de diseño que ponen ahora en Madrid, y nos quedamos un buen rato mirando al río y el castillo. Delante de nosotros estaba un niño de cobre sentado en el muro, era el personaje de algun cuento infantil, el cobre estaba gastado y descolorido por las caricias, todo el mundo quería fotografiarse con él, estaba lleno de gracia y de animación saltando delante del río, y tú quisiste hacer tu foto. Y allí te dije que ese paseo que bordeaba el Danubio era el Corso, era como el pasillo interior de Budapest, el paseo intimo por donde iban todos los dias los habituales de la ciudad, el paseo para sentir de verdad el río y su magia y la vibración de Budapest a través de los años, y aparecía en la novela “Las cárceles del alma” de Lajos Zilahy, tú todavía no la habías leído, yo estaba todo emocionado recordando esa historia y te hablé de ella, por allí iba la protagonista cuando se sentía sola y quería conectar con la ciudad, por allí se paseó haciéndose la encontradiza una vez que su amor la citó, y recordé la gran emoción que me produjo esa novela, Lajos Zilahy era un escritor famosísimo en los años cincuenta y sesenta en el mundo entero, sus novelas aparecían en la colección Reno o en Bruguera, y algunas estaban en la biblioteca de mis tios en mi pueblo, yo había leido hacia muchos años “Vida serena” y “Retorno al hogar” , pero luego se puso de moda despreciarlo, por parte de los intelectuales pedantes de siempre, los mismos que ningunearon a Stefan Zweig, y el papanatismo de la gente hace el resto, todo el mundo se deja llevar por cuatro tópicos pedantes, ahora se lo recupera un poco.
El caso es que yo leí “Las cárceles del alma” y viví a fondo con ese libro, con el hombre que se enamora de una mujer por su caligrafia al ver su letra en un cuaderno, y como después lo envían a Rusia en la guerra mundial, y pasa por mil calamidades y conoce a infinidad de individuos, sufre por el alejamiento, se acerca a una muchacha rusa en Siberia sin pronunciar la palabra amor, mientras su amada, que siente miedo a apoyar a una muchacha que rompe con la sociedad al buscarse un amante mayor que ella, y luego se acuesta con un muchacho mutilado por compasión, experimenta un amor inevitable, de esos que surgen sin que uno se dé cuenta, por un oficial, y los dos se ven arrastrados en un balneario en Suiza, pero no pueden amarse, porque los dos están presos en las cárceles de su alma, sujetos a un compromiso que les impide vivir, y al final ella quiere ver al primer amor por encima de todo y viaja a Siberia y encuentra su falsa tumba y se cruza con él sin saberlo, todo ello con una delicadeza de observación, con una sensibilidad, con una lucidez al observar la pasión, con una fuerza al mostrar la vida, con una elegancia, que cautivan. Ésa era una novela de Budapest y en ella estaba el alma de la ciudad, y yo la veía ahora, y sentía que era muy literario aquel paseo por el que circulaba la gente delante de nosotros igual que lo hizo Miett en la novela.