Pensando en el arte… a través de Witold Gombrowicz
“De todas las posibilidades de ser que se le ofrecían en tiempos de su inmadurez, escritor europeo postnietzscheano, precursor, como lo pretendió tantas veces, por la ola colectivista, o cualquier otra mueca rígida de la esfera superior, le tocó, gracias a un crucero de propaganda –opereta witoldiana avant la lettre–, un destino más fecundo, más inclasificable, el de ser Gombrowicz”
Leer a un polaco, leer a un argentino, leer a un ser liberal e individualista que crea un estilo propio hasta tal extremo que en su caso podríamos hablar de “el estilo es el hombre”, ha hecho en mí profundas reflexiones sobre la cultura y el arte contemporáneos. Su mirada no es solamente la de un psicólogo, la de un sociólogo y la de un esteta, sino que es la mirada de un creador. Sin embargo tenemos, a su vez, en la figura de Witold Gombrowicz a un personaje petulante, altanero y ciertamente inmaduro. Amante de lo extravagante, lo folklórico y lo inacabado. Pero no por eso debemos caer en la tentación de tildarlo de alocado. Fue una persona sencilla, lo cual nos deja entrever una gran complejidad en su mundo, lleno de contradicciones propias del mundo post-moderno.
Grombrowicz sentía preferencia por “lo bajo”, por los seres oscuros, de los que ni el atractivo erótico –en unos casos–, ni la manifestación viviente de su famosa inmadurez –en otros–, bastan para explicar su interés. Y aún con todo ello, nos contagia ese interés, nos impregna sutilmente ese sentimiento desconcertante y llamativo que trae consigo el caos de la vida.
El sentido de la famosa inmadurez witoldiana es el rechazo de toda esencia anticipada. En Ferdydurke no sólo se ocupa de lo que podríamos llamar la “inmadurez natural del hombre”, sino, ante todo, de la inmadurez lograda por medios artificiales. Hoy incluso son los propios seres humanos los que se arrojan a la inmadurez, como también lo hacen la propia cultura y el arte mismo. Existen varias razones por las cuales uno pueda tener interés en caer en esa tentación, pero la más importante quizá sea el amor por la inmadurez en sí. Ese vivir en una burbuja aislante de la realidad cruel, exenta de pecados y recelos, ignorando cuanto pueda dañarnos y crecer siguiendo normas infantiles.
La infantilización de la cultura se hace visible tanto en el mundo de Gombrowicz como en el mundo de José Ortega y Gasset en su Rebelión de las masas, cuando dice que el ser humano está sumergiéndose en un “hermetismo intelectual” que le lleva a ser vulgar. Esa vulgaridad que crea una división en la humanidad entre los que buscan y exigen sobre sí mismos responsabilidades y deberes, y los que únicamente quieren vivir cada instante sin esfuerzo (es decir, esa burbuja que nombraba anteriormente). Nombrar a Ortega y Gasset no es pura casualidad, más bien es requisito indispensable para mantener cierta cordura y criterio en estas reflexiones “inmaduras” sobre el mundo de la cultura y el arte contemporáneo.
Más de una vez, Gombrowicz sugiere que toda la organización social está pensada como un sistema de explotación de los jóvenes por parte de los adultos –Ortega también tendrá sus palabras para con los jóvenes en su Deshumanización del arte, que más tarde comentaré–. Las páginas sobre Santiago del Estero recuerdan, por esa exaltación a la belleza espontánea e inconsciente de sí misma, algunas emociones de Gauguin en el Pacífico, caso éste muy significativo que me ayuda a realizar otras conexiones que, a mi modesto parecer, creo de gran importancia y curiosidad. En su libro Noa-Noa, el artista francés decía cosas tan en la senda de lo cotidiano y la búsqueda del arte en la cotidianeidad promulgada por Gombrowicz como esto:
“Empezaba a trabajar: notas y croquis de todo tipo. Pero el paisaje, con sus colores francos, ardientes, me deslumbraban, me cegaban. Antes siempre inseguro, buscaba desde el mediodía hasta las dos… ¡Era tan sencillo pintar tal como lo veía, poner en la tela, sin tantos cálculos, un rojo y un azul! En los riachuelos, me encantaban las formas doradas; ¿por qué dudaba en trasladar a mi tela todo este oro y toda esta alegría del sol?”
Este arte sencillo, creyente de la belleza de lo cotidiano, carente en principio de un sentimiento evolutivo como el que otros artistas predicaban al son de “pintar las ideas y no las cosas”, me lleva a una reflexión aún mayor. ¿Evolución del arte significa primitivización del arte? Ortega y Gasset comentaba en la Deshumanización del arte, que las nuevas corrientes artísticas de principios del siglo XX –como por ejemplo el cubismo– fingían una sospechosa simpatía hacia el arte más lejano en el tiempo y el espacio, lo prehistórico y el exotismo salvaje. A decir verdad, y en palabras del propio filósofo español, “lo que complace a estas corrientes contemporáneas de estas obras primigenias es –más que ellas mismas– su ingenuidad, esto es, la ausencia de una tradición que no se llegó a formar”. Por tanto, me veo envuelto en un arte que ridiculiza al propio arte, entendiendo esa ridiculización como acto para la eliminación progresiva de los elementos humanos, el figurativismo en otras palabras. ¿Qué nos queda entonces por hacer? Contestando con palabras del propio Gombrowicz:
“Estamos en la situación de un niño que se ve obligado a llevar un traje demasiado grande para él y en el cual se siente incómodo y ridículo; el niño no puede quitárselo puesto que no tiene ningún otro, pero, por lo menos puede proclamar en voz bien alta que el traje no está hecho a su medida, y de tal modo establecerá una distancia entre el traje y su persona”
Por tanto, ese traje, que es el arte contemporáneo en contraposición con la producción romántica y naturalista, necesita de nuevos sastres. Tomando al ferdydurkismo como timón de este barco sin rumbo, diremos que la voluntad de creación es lo verdaderamente importante. Así pues, ferdydurkista es aquél que exige que el Arte sea creador. ¿Y creación es igual a originalidad, lo nuevo? La cuestión de lo nuevo y de lo original son también, y en lo fundamental, cuestiones creacionales, aunque no las únicas. Apoyándome en Jacques Aumont, entendemos por original aquello que la institución valora como inédito, prometedor de sensaciones nuevas, y lo que el espectador aprecia según los mismos valores, pero también a causa de su asignación a una originalidad artística individual, a un individuo creador y prácticamente como sinónimo de la autenticidad. Lo original, lo nuevo, pertenece en última instancia al artista. Ese artista creador que es capaz de hacer lo que ni siquiera el Creador había hecho.
Pero mis dudas continúan amargando mi pobre espíritu al retomar la segunda conexión que me proponía, a expensas de Gauguin, en anteriores párrafos. Y es el tema de lo cotidiano como arte contemporáneo original y, porqué no decirlo, nuevo. De repente me viene a la memoria el gran pintor que ha pasado a la historia como el pintor de cafeterías, estancias y calles desoladas. Estoy refiriéndome –¡cómo no!– a Edward Hopper.
A Edward Hopper se le conoce como el pintor del espacio, de la luz y de la soledad. Su pintura muestra un paisaje típicamente estadounidense formado por motivos urbanos, gasolineras, moteles, bares, trenes…, en los que puede intuirse la melancolía y preocupada actitud que, según Hopper, caracteriza al individuo urbano. ¿Es esto original? Por supuesto, ya que esa realidad, es una realidad inventada y esa capacidad para representar lo esencial, traspasando el localismo o la realidad concreta, convierte las pinturas de Hopper en mensajes universales. Y es aquí –en las representaciones hopperianas de la soledad y melancolía– donde me encuentro con esa visión witoldiana del mundo que toma a la madurez como ese trauma terrible para el ser humano. Volvemos, por tanto, a ese sentimiento pueril, tan proclamado por todos, creando así un círculo vicioso del cual poder salir se convierte en una gran batalla, propia de la épica Homérica. El propio Gauguin insistía en esa infantilización de sí mismo y del arte, reflejándolo perfectamente en sus Escritos de un salvaje:
“En cuanto a mí, he reculado muy lejos, más lejos que los caballitos del Partenón…, hasta el caballito de mi infancia, mi buen caballito de madera. También me he puesto a tararear la dulce música de las escenas de niños de Schumann: El caballo de madera. Y después, aún me detuve en las ninfas de Corot, bailando en el bosque de Ville d’Avray(…)”
“Hombres de ciencia, disculpen a estos pobres artistas que se han quedado en la infancia, si no por piedad, al menos por amor a las flores y a los perfumes embriagadores ya que, con frecuencia, se les parecen”.
Ortega y Gasset decía que “ser artista es no tomar en serio al hombre tan serio que somos cuando no somos artistas”. Por esa misma razón, pienso en la máxima de L’Art pour l’Art que no precisa de mensaje alguno que transmitir; sólo el propio arte. Gombrowicz, utilizando ese estilo tan suyo, nos muestra así su idea de arte: “El arte es ante todo cuestión de amor; si queréis conocer la verdadera posición del artista preguntad: ¿de qué está enamorado?”. En principio, ante esto, poco que decir tenemos. Hete aquí que no es tan fácil, por más sincera y romántica –en el sentido cinematográfico que ahora le damos– que se muestre tal definición witoldiana del arte.
Definir el arte contemporáneo es todo un reto, y debemos dejar fuera cualquier etiqueta a la hora de contemplarlo –como espectador y como autor–, ya que podemos caer en un anquilosamiento, una estereotipización de la obra y del artista mismo. Desde los inicios de la modernidad, el arte, y con él los discursos que intentan comprenderlo y explicarlo, han cambiado constantemente. Ello se debe, entre otras muchas cosas, a que el arte es una forma fundamental de pensar en el mundo. El pensamiento sobre el arte contemporáneo se mueve en un campo de fuerzas muy complejo y de tendencias contradictorias, como creo haber demostrado –quizás torpemente– al formular la cuestión sobre la simplificación y desaparición de lo figurativo, y la realidad inventada y cotidiana. Parece que todo vale en el arte contemporáneo. De esta forma, vemos que lo verdaderamente importante es hacer que la obra de arte no sea sino obra de arte. Aunque esto conlleve críticas, disputas, halagos y premios de toda índole. Sopesar la idea de poder definir el arte y la cultura contemporánea es como leer los Diarios de Gombrowicz, que no son un pretexto para la introspección, sino para el análisis, la reflexión y la polémica.
Para acabar con esta reflexión inacabada –podría seguir así páginas y páginas y no llegar a la NADA– incluyo un fragmento de la novela Ferdydurke, causante de tanta palabrería y culpable también –porqué no decirlo!– del despertar curioso de un SER pre-ocupado por el arte, la filosofía, la literatura, la historia y el ser humano en su compleja totalidad.
“¡Oh, el papel, el papel, oh, la letra, la letra! Y no estoy hablando yo aquí de los dulces, tibios juicios familiares de nuestras tías queridas; no, quisiera referirme más bien a los juicios de otras tías: las tías culturales, aquellas numerosas semiautoras que expresan sus juicios en los periódicos (…) ¡Tía, tía, tía! ¡Ah, quien se no se vio llevado nunca al taller de la tía cultural y no fue operado por esas mentalidades trivializantes, y que privan de vida a la vida (…) ¡Como envidiaba a aquellos literatos, sublimados ya desde la cuna y evidentemente predestinados a la Superioridad, cuya alma ascendía sin cesar, como si alguien con una aguja les pinchase las asentaderas, escritores serios que se tomaban sus almas en serio y quienes con facilidad innata, con grandes sufrimientos creadores, operaban dentro de un mundo de conceptos tan elevados y para siempre consagrados que casi el mismo Dios les resultaba vulgar e innoble! (…) ¿No será cierto que cada uno es artista? …Cuando la doncella se pone una rosa, cuando en una charla amena se nos escapa un chiste jocoso, cuando alguien se confía al crepúsculo, todo eso no es otra cosa sino arte. ¿Para qué, entonces, esa división tremenda: ah, yo soy artista, yo creo el Arte, si más conveniente sería decir con sencillez: yo, quizás, me ocupo del arte un poco más que otras personas?”
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