Volver atrás
De la Guerra de Castas a la redada del Velódromo de Invierno
Por: Gloria Serrano Solleiro (@gloriaserranos)
Hay ciertos momentos en los que volver atrás se hace forzoso. Cuando vemos el colapso de una sociedad, cuando se registra y se retrata la podredumbre de un modelo económico o político, cuando la secuencia de historias cotidianas refleja un efecto acumulado o cuando la tragedia del siguiente día supera la del anterior, es necesario volver atrás y ver en dónde fue que nos perdimos.
Dar la batalla contra el olvido en una contemporaneidad donde el pasado se desvanece con la misma rapidez que se envía un twitt, es un acto de provocación y madurez que a menudo queda en manos de escritores, cronistas o cineastas, esas mentes audaces que, empujadas por el deseo de visibilizar lo que hay en la trastienda del mundo, retoman capítulos de nuestra biografía universal y luchan contra la desmemoria. Pienso, por ejemplo, en los escritores de la llamada generación del medio siglo mexicano, personajes lúcidos y brillantes como Carlos Monsiváis, quien coleccionó más de 20,000 piezas entre documentos históricos, pinturas, fotografías, dibujos, grabados, miniaturas y maquetas que remiten a la vida política, social y cultural de México en el siglo XX y que ahora pueden ser apreciadas en el Museo del Estanquillo en la Ciudad de México. Esta disposición por evocar lo que fuimos en el ayer también quedó plasmada en una de las obras más conocidas de José Emilio Pacheco, Las Batallas en el desierto (1981), extraordinaria novela desarrollada en 1948 que se vale de la mirada hilarante y nostálgica de Carlos, un niño como tantos de clase media, para mostrarnos el transcurrir de la vida en distintos puntos de la ciudad de México y en lo esencial, de la emblemática Colonia Roma:
“Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?; Ya había supermercados pero no televisión, radio tan sólo: Las aventuras de Carlos Lacroix, Tarzán, El Llanero Solitario, La Legión de los Madrugadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de las calles de México, Panseco, El Doctor I.Q., La Doctora Corazón desde su Clínica de Almas. Paco Malgesto narraba las corridas de toros, Carlos Albert era el cronista de futbol, el Mago Septién trasmitía el beisbol. Circulaban los primeros coches producidos después de la guerra: Packard, Cadillac, Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac, Dodge, Plymouth, De Soto. Íbamos a ver películas de Errol Flynn y Tyrone Power, a matinés con una de episodios completa: La invasión de Mongo era mi predilecta. Estaban de moda Sin ti, La rondalla, La burrita, La múcura, Amorcito Corazón. Volvía a sonar en todas partes un antiguo bolero puertorriqueño: Por alto esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti.”
El relato de Pacheco tiene su paralelo en dos exitosas series de televisión, la estadounidense “Los años maravillosos” (The Wonder Years) y la española “Cuéntame cómo pasó”, muestras también de esa terca y constante necesidad de volver atrás, que en ningún momento supone un ejercicio nimio o estéril. Conocer nuestros orígenes contribuye a la construcción de una identidad colectiva y de un lazo social afectivo; es decir, nos da sentido de pertenencia a una comunidad, lo cual en gran medida se logra con la transmisión de la memoria, ya sea de manera oral o escrita. Este es particularmente el caso de los pueblos originarios, para quienes la palabra memoria representa mucho más que un sustantivo; se trata del gran agente comunicador de todos aquellos conceptos y saberes heredados que determinan su vida comunitaria, tal como lo expresa Raúl Máximo Cortés, historiador purépecha de Michoacán:
“Juchári (de nosotros), de la raíz juchá (nosotros), representa la comunidad y uinápekua (fuerza), de uinápeni (la fuerza), es la esencia del p’urhéjkuti, el guerrero p’urhépecha que desde antes de la invasión europea defendió su territorio. Pero entonces, también en este pensamiento está presente juchári echéri, (nuestro territorio); juchári uandákua, (nuestra palabra); juchári erátsekua (nuestro pensamiento) y juchári jurámukua (nuestra autonomía).”
Los seres humanos volvemos atrás para no olvidar aquello que consideramos importante conservar para las generaciones futuras, es nuestra memoria cultural; también lo hacemos para dar significado a nuestra propia existencia dentro de un todo más grande y universal. Pero no sólo eso, la memoria es además la catapulta que en su accionar genera nuevas formas de pensamiento, el resorte para el cambio social que da voz a quienes vivieron una tragedia, a la vez que preserva diáfanas todas las lecciones de otras épocas para no duplicar, hoy o en el futuro, aquellos lamentables errores. Aquí aludo a esa memoria con un interés más alto y al recordar entendido como un deber.
En esta ocasión quiero volver atrás para tomar como referencia dos sucesos que ocurrieron en tiempos, contextos y geografías distintas, pero que tienen un punto en común: el no reconocimiento del otro como individuo y, en consecuencia, su clasificación, discriminación y estigmatización. Dos aguafuertes que apelan a la importancia de recurrir a esa memoria de altos vuelos, la que mayor horizonte domina y la que hace posible construir espacios de libertad y respeto en la diversidad.
El primer hecho ocurrió en 1847 en la península de Yucatán, en México. Se trató de la sublevación indígena encabezada por los caciques mayas Cecilio Chí, Jacinto Pat y Manuel Antonio Ay, a la que se dio el polémico nombre de “Guerra de Castas”. Una rebelión en contra del status quo, representado en la figura de criollos y mestizos que duró más de medio siglo y que, como lo documentan las crónicas, fue una de las guerras más cruentas de nuestra cronología. Existen múltiples versiones, pero se afirma que durante el conflicto perdieron la vida más de la mitad de los habitantes de la península de Yucatán. Por mucho tiempo se adjudicó a la población maya la responsabilidad del derramamiento de tanta sangre, no obstante que la raíz profunda del conflicto se encuentra en la opresión y el expolio que por siglos sufrieron los pobladores originarios y que en nuestros días, con sus matices y de forma silente, aún se pueden ver. Estamos hablando del ruin reduccionismo de un pueblo basado en la creencia de superioridad de una raza sobre la otra.
El periodista estadounidense John Kenneth Turner, describe en su libro México Bárbaro, la infame esclavitud y el cruel sometimiento que después derivaron en la Guerra de Castas:
“Las haciendas son tan grandes que en cada una de ellas hay una pequeña ciudad propia, de 500 a 2,500 habitantes según el tamaño de la finca, y los dueños de estas grandes extensiones son los principales propietarios de los esclavos, ya que los habitantes de esos poblados son todos ellos esclavos. La exportación anual de henequén se aproxima a 113,250 tons. La población del Estado es de alrededor de 300 mil habitantes, 250 de los cuales forman el grupo de esclavistas; pero la mayor extensión y la mayoría de los esclavos se concentra en manos de 50 reyes del henequén. Los esclavos son más de 100 mil”.
“Los hacendados no llaman esclavos a sus trabajadores; se refieren a ellos como “gente” u “obreros”, especialmente cuando hablan con forasteros; pero cuando lo hicieron confidencialmente conmigo dijeron: “Sí, son esclavos”. Sin embargo, yo no acepté ese calificativo a pesar de que la palabra esclavitud fue pronunciada por los propios dueños de los esclavos. La prueba de cualquier hecho hay que buscarla no en las palabras, sino en las condiciones reales. Esclavitud quiere decir propiedad sobre el cuerpo de un hombre, tan absoluta que éste puede ser transferido a otro; propiedad que da al poseedor el derecho de aprovechar lo que produzca ese cuerpo, matarlo de hambre, castigarlo a voluntad, asesinarlo impunemente. Tal es la esclavitud llevada al extremo; tal es la esclavitud que encontré en Yucatán”.
Vayamos a otras latitudes. El segundo acontecimiento ocurrió los días 16 y 17 de julio de 1942 en Francia, cuna de los derechos y las libertades individuales, el país cuya Carta Magna ha servido de inspiración para otras naciones. Aquél verano en París se realizó una redada de familias judías que fueron arrestadas y llevadas al Velódromo de Invierno, para posteriormente ser trasladadas a los campos de exterminio en la Alemania nazi. 13,152 seres humanos, hombres, mujeres y niños, fueron arrestados aquellos días por el simple hecho de ser judíos. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial la numeralia resultó atroz: solo 2,500 de los 76,000 deportados regresaron a lo que antes conocían como su hogar.
La escritora y periodista francesa, Tatiana de Rosnay nos ofrece una aproximación inicial al antisemitismo en su conmovedora novela La llave de Sarah (Elle s’appelait Sarah, 2006), inspirada en el genocidio del que fue víctima el pueblo judío, justamente en el país de la ilustración; obra que posteriormente, en 2010, fue llevada a la pantalla grande por el director y guionista Gilles Paquet-Brenner y que protagonizara la actriz Kristin Scott Thomas. En lo que a la verdad histórica se refiere, no fue hasta el 22 de julio de 2012, al conmemorarse el 70 Aniversario de lo ocurrido, que el presidente francés Francois Hollande pronunció un ineludible discurso de reconocimiento en el mismo sitio donde se encontraba el Velódromo, demolido en 1959:
“A través del tiempo, más allá del dolor, mi presencia esta mañana da testimonio de la determinación de Francia de proteger la memoria de los hijos que perdió y de honrar el recuerdo de aquellos que murieron y no tuvieron sepultura, cuya única tumba es nuestra memoria. (…) Las escuelas de la República –en las que aquí pongo mi confianza- tienen una misión: instruir, educar, enseñar el pasado, hacer que se conozca y se entienda en todas sus dimensiones. La Shoah es parte del curriculum en tres niveles escolares diferentes. No debe haber en Francia una sola escuela, un solo colegio, un solo liceo donde no se enseñe. No debe haber una sola institución donde esta historia no sea entendida, respetada y analizada. Para la República no puede haber y no habrá memorias perdidas. Ese es el propósito del deber que se le impone a la República: que los nombres de las víctimas no caigan en el olvido.”
Por su parte, cada 27 de enero, la UNESCO rinde tributo a las víctimas del Holocausto y en 2015 lo hace bajo el lema “Vida, libertad y el legado de los supervivientes del holocausto”. Parte del mensaje elegido por su directora, Irina Bokova, para esta fecha fue el siguiente:
“A medida que pasa el tiempo, el recuerdo del genocidio se aleja y desparecen los últimos supervivientes, crece la necesidad de comprender su sentido y educar a los jóvenes al respecto. La UNESCO promueve la enseñanza relativa al genocidio en el mundo entero, con la convicción de que su conocimiento ayudará a que los jóvenes, cualesquiera sean sus orígenes o culturas, adquieran consciencia de los mecanismos que pueden sumir en la violencia a las sociedades y de los medios de prevenirlos.”
Si como se afirma, vivir conlleva más que el simple acto de respirar, estos dolorosos eventos nos deben llevar a comprender que, de la misma forma, ejercer una ciudadanía crítica y participativa implica mucho más que solo disfrutar de sus beneficios. Llevar a cabo acciones que contribuyan a la construcción de una historia y de una conciencia compartidas es asunto de todos los días. Cada vez que invalidamos el derecho de ser y estar de una persona, cada vez que aplaudimos o permanecemos en silencio ante expresiones de intolerancia o actitudes xenofóbicas; es decir, cada vez que fomentamos el odio, estamos justamente repitiendo yerros de antaño. Pensemos en el trato diferenciado, por decir lo menos, que diariamente siguen viviendo personas con alguna discapacidad, indígenas, mujeres, migrantes o aquellos con una preferencia sexual distinta a la nuestra, en sociedades que ostentan el adjetivo de democráticas. Digámoslo a pecho descubierto, aún es amplia la distancia que separa el discurso de las prácticas cotidianas; los intentos sistemáticos por excluir, segregar o aniquilar a un grupo étnico fueron y siguen siendo una realidad en diversas partes del mundo.
Vivir una democracia, al menos en su forma más elemental, requiere tomar aprendizaje de hechos anteriores y vincularlos con problemáticas actuales, establecer esa conexión entre las incertidumbres de hoy y las certezas del ayer; de no hacerlo, toda nuestra narrativa se trivializa y convierte en mero anecdotario sin efectos duraderos, lo que nos deja encallados en conflictos no resueltos. La naturaleza o la vida animal no se piensan, los seres humanos sí. Esta es una experiencia dura y un proceso exigente, pero siempre sublimes y gratificantes cuando nos llevan al entendimiento y nos alertan para no ser, a veces verdugos y otras víctimas, de la estupidez, el dolor o la sinrazón.
Hay situaciones que inevitablemente nos marcan a todos, que –en palabras del niño Carlos, el de Pacheco- no pueden pasar como pasan los discos en la sinfonola. Estos, los nuestros; otros, los que están por venir, siempre serán tiempos de verbalizar y poner en común las vivencias, por más lacerantes o desoladoras que sean. Porque cuando una historia se cuenta no se olvida y en ocasiones para avanzar, es necesario volver atrás.