Hölderlin: poetas en tiempo de penuria
Por José de María Romero Barea
El movimiento romántico se asocia a la juventud, el amor, la amistad, el conflicto generacional, la paz mundial y el inflexible egoísmo, la apreciación renovada por los clásicos, la filosofía idealista, la revolución, la espiritualidad y la muerte de la religión, un voluble interés por el mundo interior y exterior, que se traduce en múltiples modas e “ismos”, la inclinación a todo tipo de asociaciones, fusiones, movimientos, nuevas revistas, empresas editoriales y experimentos sociales.
El poeta alemán Friedrich Hölderlin (1770-1843) participa, sin duda, de esta corriente de pensamiento, que incluye a Shelley, Kleist, Novalis, Lenz y Büchner. Cuando tenía dos años, su padre murió. Hölderlin, como Shelley, amante de los clásicos, tuvo problemas para ganarse la vida. Había estudiado Teología, pero no quería ser pastor. Una alternativa, durante muchos años la única posible, fue ser tutor privado de familias acomodadas.
Se enamoró de la madre de uno de sus alumnos, la esposa de un banquero de Frankfurt (y ella, Susette Gontard, de él.) Fue expulsado, y, caminó desde Stuttgart hasta Burdeos para encontrar trabajo. Cuatro meses después regresó. En 1806, fue internado en un sanatorio y trás ocho meses fue dado de alta, como enfermo incurable. Un carpintero llamado Zimmer lo acogió y Hölderlin vivió en su “torre” habitación en Tubinga durante los últimos 36 años de su vida.
La vida del poeta alemán estuvo llena de intensidad y movimiento, trabajos y proyectos, salidas abruptas y amistades, una aleación típicamente romántica. Trató con contemporáneos insignes (Goethe, Schiller, Hegel), albergó entusiasmos revolucionarios y políticos que influyeron en los principados de Alemania, gracias a la astucia de Napoleón. La vida de Hölderlin fue la de alguien atrapado en su circunstancia vital que, sin embargo, mantuvo su lucidez hasta su trágico desenlace. Se podría decir que, si en Alemania no halló su lugar, lo encontró en la antigua Grecia.
En su artículo de pensamiento “Hölderlin o el soñador de Grecia” (Claves de Razón Práctica, número 238, Enero-Febrero de 2015), Herminia Meoro (Barcelona, 1963) se ocupa de un poeta a la altura de los mejores: Baudelaire, Pushkin, Mandelstam, Heine, Lorca, Brecht, no sólo por la huella que dejó en su idioma, sino en la sociedad actual.
Las discontinuidades de su discurso, la aceptación de la incoherencia, el estilo paratáctico, nos hacen pensar en Celan. Rilke, sin duda, encontró en Hölderlin el impulso para sus Elegías de Duino (los “dioses” del loco de Tubinga son los “ángeles” de Rilke, presencias tutelares que no acaban de convencernos de su existencia). La lectura de aquel puede ser tan amarga y sacramental como la de Trakl, el gran poeta austríaco que se quitó la vida después de la batalla de Grodek en la I Guerra Mundial.
La profesora Herminia Meoro rescata a un poeta noble, difícil. El artículo recoge, además, la influencia que la obra de Hölderlin ejerció en filósofos como Heidegger, que utilizó sus poemas para ilustrar sus cavilaciones existenciales. Ernst Bloch especuló sobre su radicalismo político. Adorno, tratando de redimir Hölderlin de mistificaciones nacionalistas de Heidegger, así como del hegelianismo de izquierdas de Bloch, hizo hincapié en su alienación.
“¿Para qué poetas en tiempos de penurias?” se pregunta Hölderlin en un célebre poema. Heidegger responde: el poeta es el “intermediario entre la voz del pueblo y la de los dioses” (p. 177). Sus imágenes impactantes, sus saltos de línea drásticas, su despersonalización: todas estas características de su poesía, incomprendida y ridiculizada por los contemporáneos, nos parecen irresistibles hoy. Su alienación es atractiva en estos tiempos, en los que la locura parece la única salida. Nos puede su condición de revolucionario utópico, su desesperación teológica (“nuestro tiempo habita en tinieblas, / separado de todo lo que es divino”, escribió en su poema “El Archipiélago”) que nos habla de una era secular derivada de un universo sin Dios.