Aceptando al mundo
Por Leo Castillo
Me despierto en un agudo conflicto con la existencia, tanto, que debo permanecer durante horas echado a la bartola en el lecho en un estado de receptividad apenas incipiente, y luego, de manera gradual, voy dando cabida en mi conciencia y sucesivamente en mi alma a la realidad y con esto doy en aceptar incluso a mí mismo. De donde se desprende que al despertarme no quiero a nadie, lo que no significa, ni tampoco descarta, que pasado este lapso de tiempo que digo, acabe queriendo a alguien, lo que ya es casi quererme a mí; pero esta no es la regla, y en este sentido no hay que hacerse alegres ilusiones. Si al despertarme no quiero a nadie, pudiera ser que los odie a todos, o que, en todo caso, me halle a un tris de odiarlos. Esto me lleva indefectiblemente a pensar en el llanto de los bebés, de quienes se habrá notado que lloran mucho más a menudo que los adultos, lo que denuncia un precoz e instintivo rechazo a la existencia. También lloran al despertarse, lo que a mí tácita (aunque es de temer que se haga explícitamente) no se me permite, ¡no se me permite! Tengo sobradas razones para afirmar que los adultos encontrarían inaceptable que cada mañana me despierte llorando a grito pelado mi condena a seguir entre los vivos. Esto me coloca en desventaja respecto de los bebés, y a este privilegio que sobre mí se les concede atribuyo esa sonrisa fácil y ese impúdico encanto suyos en que tan ostensiblemente me superan, dado que les está permitido berrear cuanto quieren, aligerándose así de la carga de odio que la vida espontáneamente genera y, una vez liberado el encono, sonríen estúpidamente, y sus rostros se iluminan con ese llamado encanto angelical que los simples encuentran irresistible, al punto que se desea besarlos. Por otro lado (y esto parece emparejar las cargas, traer a mi resentimiento y envidia algún consuelo) no es raro que igual cuando están berreando de lo lindo los adultos se sientan abusados y experimenten sentimientos decididamente hostiles hacia sus bebés, llegando razonablemente al extremo de desear estrellarlos contra el piso. Incluso sus mismas madres, y más que nada ellas, llegan con no poca frecuencia a sucumbir a esta tentación. No puedo jactarme de haber incurrido en ello, en parte porque no conozco el compromiso de tener que soportarme bebés a mi lado, salvo cuando en algún sitio público, en el autobús, pongamos, casualmente sus madres se me acercan más de lo deseable con ellos en brazos. Pero incluso yo, que casi los desconozco, y que en todo caso procuro ignorarlos, sufro como cualquiera la impaciencia común ante este privilegio suyo de berrear cuando y donde se les viene en la maldita gana, y aunque, como acabo de reconocerlo, nunca tuve la oportunidad de estrellarlos contra el piso, nadie puede exigirme que declare hipócritamente no haberlo deseado no sólo una, sino acaso en múltiples ocasiones, por que me tomaré la libertad de confesar haber hecho algo que seguramente no promoverá el repudio de ningún entendimiento sensato. Y es que una vez, y acepto que sólo una, bien que los suspicaces no me crean, dejé caer a mi sobrinito de seis meses de nacido contra las baldosas. Esto, de haber obedecido a mis impulsos, debí de haberlo hecho antes y siempre que se me presentara la oportunidad, lo que me habría reportado un poco más de tolerancia a su presencia en nuestra casa. El cráneo sonó apenas como un torpe coco verde, un decepcionante ruido obtuso que de ninguna manera satisfizo mis espectaculares expectativas; un golpe sordo que mi hermana, desde la cocina, no podría haber alcanzado a escuchar. De modo que resulta arbitrario de su parte venirme con esa áspera reprimenda, pretendiendo que lo había dejado caer adrede, por muy cierto que, en efecto, así haya sido. Lo que atribuyo más bien a la irritada respuesta de su bebé, que estalló ipso facto a llorar de manera tan estridente, aunque, cuando ella llegó volando a la sala, ya yo prestamente había izado al perverso del piso, a fin de disimular la razón de su escandalosa reacción y no delatarme, sin llegar por ello tampoco al extremo de sobarle la cholla para contentarlo. Mi hermana me lo arrebató irancunda y consternada y, acaso por aquello del famoso instinto maternal, lo besaba, en lugar de dejarlo caer de nuevo como yo esperaba, y aunque le sobaba afligida la cabeza, el condenado no paraba de chillar como si tuviera el cuerpecito enracimado de hormigas coloradas. Y así siguió berreando inconsolable hasta que se hartó de fastidiar, siendo cosa notable la manera en que se empecinaba el verraco en rechazar a manotazos cucharaditas de agua dulce que la madre intentaba hacerle tomar, y daba en verdad coraje ver con qué insolencia el intransigente se resistía a dejarse zampar el pezón en la jeta. Yo no podía, indignado, más que pedirle a mi hermana que lo dejara que se jodiera hasta desgañitarse berreando, a lo que parece haberse debido esa formidable bofetada que intentó propinarme, lo que sin duda habría conseguido de no ser por el estorbo que acunaba entre sus brazos.