Joyce. Mi Joyce
James Joyce (1939), by Gisèle Freund
Por Leo Castillo
Una mujer es tantas mujeres según cuantos hombres haya tenido: no será jamás la misma para dos hombres. Así hay un Joyce para mí, uno para Borges; otro para José María Valverde, otro para Gilbert… ¿No se dice acaso que el Corán tiene siete, setenta o setecientos sentidos, según la penetración de quien lo lee; y no estima acaso Proust, a propósito de la imagen que de Swann se forma la tía –En busca del tiempo perdido, I- que «ni siquiera desde el punto de vista de las cosas más insignificantes de la vida somos los hombres un todo materialmente constituido, idéntico para todos, y del que cualquiera puede enterarse como de un pliego de condiciones o de un testamento», y también que «nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás. Y hasta ese acto tan sencillo que llamamos ‘ver a una persona conocida’ es, en parte, un acto intelectual'»? De modo pues, que al margen de la polémica acerca de mi autor, queda claro que no pretendo imponer a nadie mi Joyce, tanto cuanto sería vano empeño intentar ser yo mismo para mi esposa y para Leticia, mi madre. El valor de su obra, el linaje de su espíritu y sus cochinos hábitos sexuales pueden sumarse en un todo (que no lo agotan), llamado James Joyce; también puede cada quién reservarse para sí una de estas tres facetas y prescindir de aquéllas con la que se avenga mal; denigrar de una, vindicar la otra. Para mí, Joyce es un agregado de brillantez, oficio y honesta sordidez manifiestos. Sindicado y rechazado como pornógrafo (las porquerías epistolares que cruza con su mujer sólo entrañan el pecado de haberse hecho públicas; todos las habremos pensado y acaso dicho en la intimidad a nuestras mujeres y aun a las ajenas), igual se ha dicho de él que «verbalmente es quizá el primero de nuestro tiempo. En Ulises hay sentencias, hay párrafos que no son inferiores a los más ilustres de Shakespeare o de Sir Thomas Browne (…) La delicada música de su prosa es incomparable.»(1) Mantiene Borges que sus primeros libros no son importantes pero, se apresura a esclarecer, «mejor dicho, únicamente lo son como anticipaciones de Ulises.»(2)
Su Portrait of the artist as a young man en el Clongowes Wood College de jesuitas representa casi una sombra, una vida interior por excelencia. Retraído según algunos; frágil, de manos finas, cegatón, a los nueve años escribió un poema sobre Charles Stewart Parnell, adalid de la autonomía irlandesa, el cual, impreso por su padre, fue enviado a la biblioteca de El Vaticano. Como se le exigiera (en 1900, contando a la sazón 18 años) morigerar expresiones en un ensayo premiado, declaró que de ninguna manera haría la lectura pública del mismo sino tal cual lo había presentado, así que la sociedad que convocaba debió ceder. Recuerdo haber leído que una secretaria, contratada para la transcripción de Ulises, ante la lectura de pasajes sicalípticos, le arrojó contra el pecho el atado de los originales, y se negó a transcribir la escandalosa obra.
Con Dublineses, en 1909, Joyce encontró una tenaz renuencia del editor debido al homosexualismo de un personaje de este volumen de cuentos. En cuanto a la infidelidad en otros apartes de su obra, su mujer Nora Barnacle, acongojada, dijo a un amigo: «Jim (James Joyce) quiere que vaya con otros hombres para poder escribir al respecto.» Ellman ha dicho que el escritor «se sorprendía siempre al comprobar la indiferencia, e incluso aversión, de Nora por sus libros.» Por otro lado, corrió hasta oídos de Joyce una conseja según la cual Nora le había montado los cuernos y que Giorgio no era hijo suyo.
Se trata de una vida al límite más que consagrada, inmolada al arte: «Si me permitiera alguna limitación en este asunto, para mí sería la muerte espiritual.» Juró (consagró ocho años a ese juramento) dejar para siempre un libro (Ulises)»con las tres armas que me quedan: el silencio, el destierro y la sutileza.»
«en aquel destierro que fue
tu aborrecido y elegido instrumento,
el arma de tu arte.»(3)
Joyce fue alcohólico y bebedor del ajenjo de los poetas malditos decimonónicos. Su hermano Stanislaus expresó alguna vez su perplejidad ante la iluminación de un hombre nacido en una casa en una generación de consumidos por el alcohol. Encuentra misteriosa esta destilación alquímica de una vida disoluta y pervertida en el arte. Es fama que ante su madre en su lecho de muerte Joyce, contra los ruegos de su abuelo materno, se negó a rezar y arrodillarse.
James Joyce conoció a Yeats, uno de sus mejores amigos en 1902. Fue a París invitado por Ezra Pound a pasar una semana y definir traducciones al francés de dos de sus libros; se quedó 20. Su hija Lucía (la misma que se enamoró de Beckett, otro de sus amigos, quien hizo destruir cartas y algún telegrama dirigido a ella), padeció una perpetua esquizofrenia, y fue tratada por Carl Gustav Jung durante el período más crítico de su demencia. Joyce sostenía que su hija heredó su genio, y que era una clarividente. La copiosa correspondencia entre padre e hija fue incinerada por el actual heredero de Joyce. Parece que no se quiso con Proust quien, preguntado acerca de la obra de Joyce dijo desconocerla plenamente, a lo que Joyce le contestó que él tampoco lo había leído a él: «Proust, bodegón analítico. El lector termina la frase antes que él.» Joyce, en fin, mantuvo comercio con los escritores de su tiempo: Virgina Woolf, Katherine Mansfield, Valéry Larbaud, Hemigway y artistas como Picasso y Stravinsky. Demostró una gélida indiferencia ante la guerra, y no terció en favor ni en contra de Hitler ni Mussolini. Respecto a la persecución contra los judíos decía que era un antiguo prejuicio pero que a él personalmente no le desagradaban.
Parece que no carecía de talento para la música, y se ayudó a sobrevir en su juventud mediante el canto: ganó un premio en Feis Ceoli, festival de música irlandés:
“Después de leer a Ulises no cabe duda de que su olfato es poco agudo; tiene, en cambio, un oído de poeta y de músico. Yo sé que cuando Joyce escribe una página cree que está trazando una paralela a la página musical que más prefiere. Este sentimiento –que ignoro si acompaña a la inspiración, solo sé que la sigue– muestra su deseo. En cuestión de música es extrañamente ecléctico. Entiende a los clásicos alemanes, la música italiana antigua, la música popular, y también nuestros compositores de ópera, desde Spontini hacia atrás, y los franceses hasta Debussy. Posee una espléndida voz de tenor y aquel que lo aprecia siempre espera verlo caminar triunfalmente sobre un escenario lírico caracterizando un Fausto o a Manrico (personaje de El trovador de Verdi). Todavía hoy la señora Joyce lamenta que su marido haya preferido el arte que lo convirtió en uno de los hombres más conocidos pero también más odiados del mundo anglosajón, al cual de mala gana pertenece… Su eclecticismo musical lo hace abrir generosamente los brazos al futuro…”(4)
Se discute hoy el catolicismo de Joyce. Valverde, célebre traductor de Ulises al Castellano ha incurrido en esta necedad: «No sería arbitrario decir que la obra joyceana es la gran contribución (…) de la Compañía de Jesús a la literatura universal.» Los ataques de Joyce al catolicismo harían chorrear la baba a Fernando Vallejo, un escritor menor colombiano emperrado en destruir al Vaticano con inanes pataletas. «Si existe un espíritu Santo en Ulises es Shakespeare», escribe Harold Bloom. Y Joyce a Nora: «Hice en secreto la guerra contra ella (la Iglesia) cuando era estudiante y me negué a aceptar las posiciones que me ofrecía. Ahora le hago la guerra a las claras con lo que escribo, digo y hago.»
El 5 de febrero de 1937 Borges manifiesta: «ahora vive en un departamento en París, con su mujer y sus dos hijos. Siempre va con los tres a la ópera, es muy alegre y muy conversador. Está ciego.»
James Augustine Aloysius Joyce murió en Zurich el 13 de enero de 1941. El gobierno irlandés no admitió que sus restos reposaran en su patria.
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- Borges; Obras Completas, vol IV, P. 305, Emecé, Buenos Aires, 2007
- Ib; p.535
- Ib
- Ítalo Svevo, Escritos sobre Joyce.