“El hombre criminal”
Hace 105 años fallecía Ezechia Marco Lombroso, apodado Cesare Lombroso (6.11.1835, Verona-19.10.1909, Turín), médico y criminólogo italiano, un precedente y adelantado de la moderna criminología. Como médico militar, colaboró en una de las campañas del gobierno saboyano en Calabria contra los briganti (bandidos) que no eran sino revolucionarios desencantados con las condiciones de la unificación de Italia; más tarde, psiquiatra en el hospicio de Pavía. Fue en Turín profesor de medicina legal, donde creó un laboratorio de antropología criminal, editando ‘El hombre criminal’ (1876) y dando forma a su teoría del “criminal de nacimiento”, expresión no concebida por él, sino por E. Ferri. Lombroso había estudiado anatómicamente a un número considerable -383- de cráneos de delincuentes y asesinos, y examinado antropométrica, médica y psicológicamente a 5097 criminales vivos, considerando que estas personas correspondían, por sus circunstancias, con un patrón definido del género humano.
Apuntó, asimismo, una razón para estas singularidades, la de la herencia, el sello genético por el que vuelven o resucitan ocasionalmente señales y características hereditarias ocultas en el proceso evolutivo. Sin embargo, posteriormente Lombroso reconoció que no todos estos ejemplares pertenecían al modelo descubierto por él, disponiendo entonces otras escalas y jerarquías. Sus hipótesis, ya para la historia de la psiquiatría, han caracterizado y predominado con toda su fuerza en fundamentos que perduran hoy, como en algunas explicaciones de la herencia de la especie humana. La criminalidad, para él, era debida a anormalidades degenerativas fisiológicas, iniciando así el estudio del nexo entre enfermedad y criminalidad, influyendo en la idea de la capacidad humana para prever consecuencias, del rechazo ante el crimen y de los procesos hacia los criminales; Lombroso diferenció también, por primera vez, la delincuencia accidental de la continuada.
Cesare Lombroso investigando
Un siglo más tarde, en la pretendida desmoralización y desencanto modernos, la criminalidad y los excesos contra los demás, los delitos graves y la ley y la razón llenan un lugar importante. Tampoco aquí ha hecho falta pensar más que en siglos anteriores en cuanto a la violencia y a las artimañas para la usura, ambición y ruindad; con respecto a la rufianería y truhanería, al compadreo y a la inmundicia e indecencia, pareciendo que el ser humano invariable y radicalmente es así. Lo que ha mudado es la expansión de ese argumentario acerca de la violencia y la vil provocación. Antes sucedía lo mismo que ahora; ahora nos enteramos más porque se puede decir y denunciar. Abusando de esa difusión, parece que, por ejemplo, la canallada y abyección de dirigentes que han empobrecido a nuestro país enriqueciéndose como torpes robaperas ha dejado de ser una perversión exagerada por haber resultado algo ya casi inherente a la clase política. Cualquiera podría hoy en día anotar meridianamente en su cómputo particular todas las desvergüenzas y depravaciones habidas y por haber, dejando contradictoriamente una sutil y desmemoriada pátina sobre esta contumaz distracción y desfile de famosos que, en su día, juraron lealtad y ser buenos chicos; sobre este recreo que, a veces, nos hace no alcanzar a distinguir lo fundamental: la presencia de un enriquecimiento a costa del empobrecimiento de los demás, y de un abuso y un crimen. Son delitos políticos que para unos de sus delincuentes quedan al margen por ser los de otros más actuales. Están tan de lodo hasta los ijares que su conciencia no les permite ya volver atrás.
Debe de ser muy sencillo: el sufrimiento y el deterioro es fruto de los malditos. El padecimiento son los otros -excluidos, desintegrados-, los seres discrepantes, cuando la realidad tan tozuda es que los que han dado rienda suelta a su codicia han expuesto el criminal-nato neandertal que llevan dentro. Ahora, el límite apaciguador que definía maniqueamente a los buenos y a los malos es muy tenue, lábil y cambiante; las dos orillas parecen estar muy demarcadas. Hasta la apariencia exterior de sus trajes, vida social y ritmo de cilindrada les delata, porque poseen lo que la mayoría no tienen…, y nada viene del cielo ni de los golpes de suerte. Aún me siguen taladrando aquello de hace tres años, que ‘hemos vivido por encima de nuestras posibilidades’, y es verdad. Una minoría cada vez más rica ha vivido muy por encima de sus propias posibilidades.
‘La comida frugal’. Pablo Picasso, 1904
Está archiacreditado que la raya entre lo correcto y la vileza no es el criterio de las familias sociales o el de los diferentes tipos humanos, sino la norma y la pauta de nuestra propia alma y sensibilidad. Ya desde que la especie humana tiene conciencia de sí, hemos introyectado que somos a un tiempo seres humanos de la claridad de la inteligencia, y de la oscuridad; afrontamos el universo desordenado de nuestras energías más profundas junto con las represiones de lo que creemos que es justo, muchas veces confortados y alentados por el escenario social, por el ambiente que nos hemos creado. Es el inacabable ejercicio deseo frente a razón. Parecería que la codicia lleva a la muerte de la razón, si no existe el gobierno ni los límites morales ni personalidad humana con cintura que la precie.
Y, por otra parte, la justicia dista sobremanera para lo que fue pensada antiguamente. Precisaba ritmo, armonía y equilibrio, y recuperación de la tranquilidad inevitable del encanto y la razón. Desaparecido el mundo griego y su noción de perfección, se ha asimilado la ley con la maldad, cuando debería corresponder al campo del arte.
En cuanto a la ley para los más, para la mayoría de los empobrecidos -válida también para los grandes pícaros-, sería hoy impensable concebir una justicia y unos tribunales que no se quedasen solo en la epidermis de los incidentes, de los sucesos. Dejaría de ser una pantomima, una bufonada en tantos casos; verdaderamente, un nuevo exceso y desbarajuste. Porque en las honduras del ser humano es donde es posible reconocer cómo se articulan los fracasos y los errores, las futilidades en la busca de ser superiores a los demás, la deformidad y vergüenza de la crueldad y perversión, y el infame y ridículo entusiasmo que se manifiesta en el hundimiento y machacamiento de los demás. Si hay avasallados es porque existen crueles criminales. Si rompemos ese desequilibrio, realmente desaparecerán unos y otros.
Fotograma de ‘El verdugo’, de Luis García Berlanga (1963)