Ivan Bunin (1870 – 1953). «El Caúcaso»
Por Teresa Hage
El Caúcaso
[1937]
Ivan Bunin
Cuando llegué a Moscú me alojé furtivamente en una oscura casa de huéspedes situada en un callejón próximo al Arbat, y allí entre un encuentro con ella y el siguiente, llevé la tediosa existencia de un recluso. Durante esos días ella sólo vino a verme en tres ocasiones; siempre llegaba apresurada diciendo:
-Sólo puedo quedarme un minuto…
Estaba pálida, con la delicada palidez propia de las mujeres enamoradas e inquietas, y hablaba con voz entrecortada; nada más entrar, dejaba la sombrilla en cualquier parte, se levantaba con premura el velo y me abrazaba, llenando mi alma de ternura y de pasión.
-Me parece -decía- que sospecha algo, que incluso sabe algo; tal vez haya leído alguna de sus cartas o haya encontrado la llave que abre mi escritorio… Le creo capaz de todo pues tiene un carácter cruel y orgulloso. Una vez me dijo sin ambages: «¡A la hora de defender mi honor, el honor de un oficial y de un marido, no me detendré en nada!». Ahora, por alguna razón, vigila literalmente cada uno de mis pasos, de modo que si queremos que nuestro plan salga bien debo extremar las precauciones… Accede a dejarme marchar, pues le he convencido de que moriré si no veo el sur y el mar, pero tenga usted paciencia, por el amor de Dios.
Nuestro plan era audaz: marcharnos en el mismo tren a la costa del Cáucaso y pasar allí, en algún lugar totalmente apartado, tres o cuatro semanas. Conocía la costa, había vivido durante algún tiempo cerca de Sochi, cuando era un joven solitario, y no había podido olvidar esos atardeceres otoñales entre negros cipreses, junto a las olas frías y grises… Su rostro palideció cuando le dije: “Pronto estaré contigo en las junglas montañosas, junto al mar tropical…”. Hasta el último momento no creímos que nuestros planes llegaran a realizarse: nos parecía demasiada felicidad.
En Moscú caía una lluvia fina y daba la impresión de que el verano se hubiera ido para no volver; todo tenía un aspecto sucio y sombrío, las calles estaban mojadas y se veían de un negro brillante por los paraguas abiertos de los transeúntes y las capotas echadas y temblorosas de los coches que pasaban presurosos. Cuando me dirigí a la estación, la noche cerrada y siniestra; todo mi ser estaba paralizado por el frío y la inquietud. Atravesé corriendo la estación y el andén, con el sombrero calado hasta las cejas y el rostro semioculto por el cuello del abrigo.
En el techo del pequeño compartimento de primera clase que había reservado con antelación la lluvia repicaba con fuerza. Me apresuré a correr la cortina de la ventanilla y, en cuanto el mozo se secó la mano mojada en su delantal blanco, cogió la propina y salió, cerré la puerta con llave. Luego entreabrí la cortina y me quedé inmóvil, sin apartar la vista de la abigarrada multitud, que iba de un lado para otro, junto al vagón, cargando con sus equipajes bajo la luz tenue de los faroles de la estación. Habíamos acordado que yo llegaría lo antes posible y ella a última hora, para no coincidir con la pareja en el andén. Ya deberían haber llegado. Miraba con atención creciente, pero no los veía. Cuando sonó el segundo aviso a los viajeros, me estremecí de temor, ¿se había retrasado, o en el último momento su marido no la había dejado partir? Pero en ese preciso instante descubrí la alta figura del marido, con su gorra de oficial su estrecho capote y sus manos enfundadas en guantes de gamuza, con una de las cuales la cogía del brazo mientras avanzaba con rápidos pasos. Me aparté de la ventanilla y me dejé caer en una esquina del asiento. El vagón siguiente era de segunda clase.
Mentalmente le vi entrar a su lado con aire protector, mirar a su alrededor para cerciorarse de que el mozo había colocado bien las cosas, quitarse el guante y la gorra, besarla y hacer sobre ella la señal de la cruz… El tercer aviso me ensordeció, el primer movimiento del tren me llenó de estupor… La locomotora balanceándose y oscilando, fue ganando velocidad, hasta que, ya a toda máquina, alcanzó un ritmo regular… Con mano helada entregué un billete de diez rublos al revisor que la trajo a mi compartimiento y trasladó su equipaje…
Cuando entró ni siquiera me besó, sólo me dedicó una sonrisa triste; luego se sentó en el asiento y se quitó el sombrero desprendiéndolo de sus cabellos…
-No he podido comer nada -dijo-.
Creí que no sería capaz de interpretar este terrible papel hasta el final.
-Tengo una sed horrible. Dame un vaso de agua mineral -añadió, tuteándome por primera vez-. Estoy segura de que me seguirá. Le he dado dos direcciones, Guelendzhik y Gagri. Seguro que aparece en Guelendzhik dentro de tres o cuatro días… Pero dejémoslo, es mejor morir que sufrir de esta manera…
Por la mañana, cuando salí al soleado pasillo, había un ambiente sofocante; de los lavabos llegaba un olor a jabón y a agua de colonia mezclado con los diversos olores que desprende un tren atestado de gente por la mañana temprano. Más allá de las ventanillas caldeadas y manchadas de polvo se extendía la plana y abrasada estepa, se divisaban anchos y polvorientos caminos y carros tirados por bueyes, pasaban como fogonazos las casetas del ferrocarril con los discos amarillos de los girasoles y las purpúreas malvas en los jardines delanteros… Más adelante se sucedía una extensión interminable de llanuras yermas, con túmulos y sepulcros, un sol seco e insoportable y un cielo semejante a una nube de polvo; después aparecieron en el horizonte las estribaciones de las primeras montañas…
Ella le envió una postal desde Guelendzhik y otra desde Gagri, en las que decía que todavía no sabía dónde iba a quedarse.
Luego seguimos la línea de la costa en dirección al sur.
Encontramos un enclave silvestre, cubierto de campos de plátanos, arbustos floridos, caobas, magnolios y granados, en medio de los cuales destacaban palmeras con forma de abanico y cipreses negros…
Me despertaba temprano y, mientras ella dormía, antes del té, que tomábamos a las siete, paseaba por las colinas y los espesos bosques. El ardiente sol, que calentaba ya con fuerza, derramaba una luz impoluta y alegre. En los bosques, una niebla fragante, luminosa y azulada se disolvía, disipándose; más allá de las distantes cumbres frondosas y resplandecía la eterna grandeza de las montañas nevadas…
Al regresar pasaba por el mercado de nuestra aldea, sofocante, impregnado del olor del estiércol quemado en las chimeneas: el lugar hervía de actividad, estaba lleno de gente, caballos y asnos; cada mañana se reunía allí una multitud de montañesas de distintas tribus: las circasianas avanzaban con pasos suaves, ataviadas con vestidos negros que llegaban hasta los pies, zapatillas rojas y con la cabeza envuelta en cualquier tipo de trapo negro; alguna vez, de entre esos ropajes fúnebres, se escapaba una fulgurante mirada de ave.
Luego nos dirigíamos a la orilla, siempre completamente desierta, nos bañábamos y yacíamos al sol hasta la hora del almuerzo. Después de comer -todos los días tomábamos pescado a la parrilla, vino blanco, nueces y fruta-, en la tórrida penumbra de nuestra cabaña, bajo la techumbre de tejas, cálidas y ardientes franjas de luz se filtraban a través de las torcidas rendijas de los postigos.
Cuando el calor se atemperaba y abríamos la ventana, vislumbrábamos entre los cipreses que crecían en la pendiente una porción de mar, de color violeta, tan pacífico y regular que parecía como si su serenidad y su belleza no fueran a tener fin.
Al atardecer solían amontonarse sobre el mar unas nubes maravillosas; desprendían un resplandor tan fastuoso que a veces ella se tumbaba en la otomana, se cubría el rostro con un pañuelo de gasa y se echaba a llorar: dentro de dos o tres semanas y estaríamos de nuevo en Moscú.
Las noches eran tibias e impenetrables; Las luciérnagas flotaban, titilaban y resplandecían en la negra tiniebla con su luz de topacio; las ranas arbóreas croaban con timbre de campanilla de cristal. Cuando el ojo se acostumbraba a la oscuridad, aparecían en las alturas las estrellas y las cumbres de las montañas, y sobre la aldea se recortaban árboles en los que no habíamos reparado de día. Y durante toda la noche, procedente de la taberna, se oía el rumor sordo de un tambor y un lamento gutural, melancólico, desesperadamente feliz, en lo que parecía ser una misma canción interminable.
No lejos de nosotros, en un barranco próximo a la orilla que se extendía desde el bosque hasta el mar, corría presuroso, sobre un lecho de piedra, un arroyuelo de aguas transparentes. ¡Cuán maravillosamente reverberaba y se astillaba su brillo en esa hora misteriosa en que, más allá de las montañas y los bosques, como una criatura mágica, la tardía luna escrutaba con detenimiento el mundo!
A veces, por la noche, llegaban desde las montañas nubes amenazantes y estallaba una terrible tormenta; en la ruidosa y sepulcral oscuridad de los bosques se abrían a cada momento mágico a abismos verdes y en las alturas celestes retumbaban los estampidos primordiales de los truenos. Entonces los aguiluchos se despertaban en los bosques y plañían, rugía la pantera de las nieves y los chacales aullaban… En una ocasión una manada al completo se acercó hasta nuestra ventana iluminada -en noches como ésas siempre se aproximaban a las viviendas- y nosotros la abrimos y contemplamos a los chacales desde lo alto, mientras ellos soportaban el brillante aguacero y aullaban para que les dejásemos entrar… Al verlos, ella lloró de felicidad.
Su marido la buscó en Guelendzhik, en Gagri y en Sochi. Al día siguiente de su llegada a esta última localidad, se bañó por la mañana en el mar, luego se afeitó, se mudó de ropa, se puso una guerrera blanca como la nieve, almorzó en su hotel, en la terraza del restaurante, bebió una botella de champán, tomó café y chartreuse, y se fumó sin prisa un cigarrillo. Cuando regresó a su habitación, se tumbó en el sofá y se disparó en las sienes con dos revólveres.