La conciencia: el truco más sorprendente del ilusionista más inescrutable

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Por Asier Arias

Eso de que el cerebro nos engaña se ha convertido en un lugar común que, en cierta medida, resulta paradójico, pero también orientador. Para valorar la medida en que resulta paradójico, pregúntate cuál de entre tus órganos contribuye de forma más significativa en la cadena de montaje de esa sensación que tienes de ser tú mismo. Seguramente vagas reminiscencias de alguno de los famosos auto-doblajes de Punset hayan acompañado a tu conclusión de que quizá el cerebro tenga bastante que ver en el asunto. Y si el cerebro es, justamente, el eslabón decisivo de esa cadena de fenómenos que desemboca en la sensación que tienes de “serte”, si él y tú sois, en definitiva, difícilmente separables, entonces, ¿a quién se supone que engaña el cerebro? Este enredo conceptual –no especialmente embarazoso: bien cabe concebir, sin ir más lejos, diversos conjuntos de áreas y procesos neurofisiológicos con diversos grados de implicación en esa cadena de ensamblaje intercambiando información errónea o ambigua– no impide, sin embargo, que dicho lugar común sirva con solvencia de signatura para una serie de fenómenos curiosos relacionados con el modo en que nuestro cerebro genera la prodigiosa película en primera persona de nuestra vida consciente.

Y bien, ¿cuál es el engaño? ¿Cuáles son esos curiosos fenómenos? Veamos un ejemplo típico. Levanta la vista y mira lo que quiera que tengas delante. Parece que se te presenta una escena, digamos, completa: no hay márgenes difusos y la pirotecnia technicolor de tu experiencia visual te presenta coloreados tanto los objetos que tienes inmediatamente delante como los que caen en la periferia de tu campo visual. Ahora coge una carta de esa baraja inglesa que tienes siempre a mano. Una al azar. No la mires. Tómala con la mano y sácala de tu campo visual. Sostén la carta, por ejemplo, a un lado de tu cabeza, como a un palmo y medio de tu oreja, y, con la vista fija al frente, comienza a mover despacio esa carta hacia el centro de tu campo visual. No hagas trampa: la vista fija en un hipotético punto de la pared que tienes delante mientras la carta, muy despacito, va entrando en tu campo visual desde la periferia. A nadie que sepa un poco acerca de la fisiología del sistema visual le sorprenderá que el color y la figura de su carta resulten indescifrables hasta que la misma aparezca, prácticamente, en el centro de su campo visual, justo delante. Sólo pueden verse de forma nítida y definida los estímulos que inciden directamente en la fóvea, la pequeña región central de la retina, porque es en ella donde hay mayor densidad de fotorreceptores y porque sólo en ella hay conos, los fotorreceptores que originan la cascada neuroquímica de la fisiología de la visión en color. Una vez realizado el ejercicio, pregúntate: ¿están verdaderamente definidos y coloreados los objetos que percibo en la periferia de mi campo visual o sucede que, simplemente, a mí me da esa impresión? ¿Es completa y detallada la escena technicolor de mi experiencia visual o, sencillamente, así me lo parece? ¿Será un engaño del cerebro esa definida e hialina película technicolor?

¡Pero cómo se supone que podría el cerebro engañarnos acerca de nuestra propia experiencia consciente! Podemos equivocarnos cuando juzgamos la apariencia de objetos externos –“pensaba que era un huevo hasta que me acerqué y, al cogerlo, caí en la cuenta de que era una pelota de ping pong”–, pero cuando se trata de nuestra propia experiencia consciente no podemos equivocarnos: lo que nos parece es lo que hay cuando no puede trazarse una distinción entre las apariencias y la realidad, y las apariencias son, precisamente, la realidad de la experiencia consciente. Entonces, ¿es realmente un engaño del cerebro esta detallada película technicolor que constantemente experimentamos? ¡Cómo va a haber realmente menos de los que nos parece en nuestra experiencia visual cuando ella consiste en ese parecernos! Pues bien, hay que responder que esta jugarreta óptica del cerebro es apenas nada, porque ella se alza sobre otro truco mucho más desconcertante que, a día de hoy, nadie sabe cómo logra ejecutar el cerebro. Ese truco es la propia experiencia consciente, la conciencia, y el secreto que el cerebro guarda respecto de su forma de producirla es el problema de la conciencia. El truco resulta tan desconcertante que, tratando de eludir la tarea de revelarlo, la comunidad científica pretendió durante décadas convencerse de que la conciencia era una ilusión producida por el cerebro o una palabra diferente para esa entelequia acientífica que vino denominándose «alma». Afortunadamente, la cosa ha cambiado y, desde los noventa, gran cantidad de psicólogos, filósofos y neurocientíficos vienen tratando sentar las bases de una solución científica al problema de la conciencia.

 

¿Y en qué consiste ese problema?

Concretemos un poco, ¿a qué nos referimos cuando hablamos del “problema de la conciencia”? Veamos, despierto de un sueño sin ensoñaciones, un interruptor hipotalámico induce cambios en el equilibrio neuroquímico de las áreas encefálicas relacionadas con la modulación del arousal –como los núcleos del rafe o el locus coeruleus– y me encuentro otra vez presente: un mundo vuelve a abrirse para mí a mi regreso del abismo de ausencia en que consiste el sueño de ondas lentas. En otras palabras, un –a día de hoy– indeterminado conglomerado de fenómenos neurofisiológicos acaece y, como por arte de magia, ese conglomerado, observable desde fuera, puede también observar desde dentro; indeterminado conglomerado de fenómenos pasible de una hipotéticamente completa descripción en tercera persona que no hiciera mención de ello, puede ahora, sorprendentemente, dar una descripción de sí en primera persona: aparece un sujeto, un punto de vista. El problema de la conciencia es, en dos palabras, su existencia. ¿Cómo encajan un “sujeto” o un “punto de vista” en un universo compuesto, exclusivamente, por puntos de masa-energía inmersos en campos de fuerzas? Una pelota encaja fácilmente en un universo como ése. La dolorosa sensación subjetiva que causa un pelotazo en la zona cuadril, en cambio, es un poco más difícil imaginar cómo podría encajar en semejante universo, porque, para empezar, ¿puede una sensación expresarse en términos de magnitudes físicas? Parece que una sensación ni puede pesarse, ni determinarse a qué presión o temperatura se halla, ni cuál es su volumen, ni hasta qué punto es dura, plástica o resiliente. Así, intuitivamente, da la impresión de que las sensaciones no comparten ninguna propiedad con el mundo descrito por las ciencias naturales. La reacción tradicional a esta intuición de incompatibilidad consistió en postular que los fenómenos conscientes eran de una naturaleza diferente, que no tenían nada que ver con el mundo descrito por las ciencias naturales. Según esta reacción dualista, pues, los fenómenos conscientes son cosa del alma, de la que nada pueden decirnos las ciencias naturales.

La reacción dualista puede resultar comprensible a la vista del peculiar carácter de la conciencia como objeto de estudio científico, y no sólo desde el punto de vista de la física, sino también desde el de la biología. Así, por ejemplo, según la teoría de la evolución la existencia de todos y cada uno de los rasgos biológicos responde –o respondió– a un incremento de la aptitud inclusiva de sus portadores, esto es, a una aumentada capacidad para engendrar descendencia. Pero, ¿qué función biológica cumple la conciencia? ¿Cómo podría ella aumentar la aptitud inclusiva de un organismo? Si la conciencia no cumpliera ninguna función biológica figuraría como rara avis en el catálogo de los rasgos biológicos, contaría como injustificada excepción: habría evolucionado porque sí. Lo curioso es que al detenernos a considerar qué función podría desempeñar la conciencia en la economía de un organismo consciente surgen razones que sugieren que ninguna. Veámoslo echando mano de algunos ejemplos. Sabemos que determinadas conductas complejas pueden realizarse en ausencia de experiencia consciente. La vía visual dorsal puede hacer que nuestro párpado proteja nuestro ojo ante la acometida de una astilla aunque no la percibamos conscientemente; se ha informado de sujetos que, en medio de crisis epilépticas tipo petit mal, caminan hasta llegar a sus casas o siguen interpretando al piano la pieza que estaban tocando mientras eran tan conscientes como la silla en la que estaban sentados; pacientes con ceguera histérica o escotomas por lesiones occipitales pueden esquivar objetos que dicen no ver. Así las cosas, ¿cómo vendría la conciencia a incrementar la aptitud inclusiva de un organismo cuando parece que éste, como ilustran los ejemplos recién citados, podría conducirse y habérselas perfectamente sin ella? Nuevamente, nos vemos intuitivamente impelidos a la reacción dualista: la conciencia aparece como algo excepcional en el mundo natural y las ciencias naturales no sabemos muy bien cómo podrían incluirla entre sus objetos de estudio.

Pero la reacción dualista no es una buena opción, por varios motivos. Quizá el más serio de ellos sea que la concepción dualista del lugar en que reside la conciencia –en el «alma» inmaterial– viola las leyes fundamentales que, según parece, rigen el universo: cada vez que un alma inmaterial mueve un brazo material, la ley de la conservación de energía es violada por la introducción de energía cinética en un universo desconcertado ante los constantes insumos de terajoules procedentes de ninguna parte y canalizados por trillones de almas capaces de mover, a voluntad, los cuerpos que habitan aquí y allá, en la tercera roca desde el Sol o en algún lugar de la Galaxia del Cigarro (a.k.a. Meiser 82).

 

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Con-ciencia

La propia intuición y los ejemplos aducidos habrían de bastar para alcanzar la conclusión de que la conciencia no es el típico objeto que pueda meterse con facilidad en un laboratorio: van a ser necesarias buenas dosis de creatividad científica para lograrlo. La buena noticia es que estamos asistiendo a un cambio de actitud hacia el estudio científico de la conciencia y la tarea de buscar el modo de llevarla al laboratorio está bastante avanzada.

La década de los noventa fue solemnemente declarada “década del cerebro” el día 18 de Julio de 1990 a las 12:11 p.m. por el entonces presidente de los Estados Unidos de América George H. W. Bush. Igualmente podríamos denominarla hoy “década de la conciencia”. La proliferación de teorías y discusiones filosóficas y científicas sobre la conciencia que arranca en los últimos años de la década de los ochenta para desarrollarse y establecer afianzados núcleos temáticos en la de los noventa no tiene precedentes en la historia intelectual de occidente. En esta década se crean programas universitarios de postgrado, grupos interdisciplinarios de investigación y se publican por primera vez revistas especializadas que aglutinan el trabajo en las diferentes áreas de investigación de interés para el estudio de la conciencia. El intercambio de ideas a nivel internacional y el auge de la investigación en el área hicieron pensar desde un primer momento en una nueva y rápidamente consolidada inter-disciplina –bautizada ya entonces como Consciousness Studies– cuyos dominios se extenderían de la neurobiología a la filosofía de la mente, de la lógica a la física de partículas, de la inteligencia artificial a la primatología, de la psicología a la robótica… Una disciplina inabarcable, pero el intercambio entre especialistas había comenzado y a principios de la década aparecían ya meridianamente claros en el horizonte los principales puntos en la agenda de aquella evanescente y multiforme interdiscipliana, ya entonces tanto en ciernes como en auge. La conciencia estaba de moda, y sigue estándolo, porque, como se ha repetido en innumerables ocasiones, ofrecer una explicación científica de nuestra experiencia consciente es uno de los dos grandes desafíos intelectuales de nuestro tiempo –el otro consistiría en la unificación de las teorías físicas que se ocupan del macro y el microcosmos.

 

«Conciencia» (del mismo modo que «consciousness») proviene de la palabra latina «conscientia», sustantivo derivado de la forma verbal «consciere» (que podría traducirse por conocer conjuntamente o saber junto con otro u otros). Esta forma verbal es, a su vez, la raíz del término «ciencia». Bien, en trazos ciertamente gruesos, el problema de la conciencia puede entenderse como el que entraña la tarea de reunir cabalmente esta pareja de cognados: «ciencia» y «conciencia». Simplificando talvez excesivamente, podría decirse que el núcleo del actual debate filosófico y científico en torno al problema de la conciencia se halla aquí: ¿cómo abordar científicamente un objeto de estudio caracterizado, justamente, por su subjetividad? ¿Cómo explicar, ateniéndonos a los modelos estándar de explicación científica, el hecho de que algo como nuestro sistema nervioso, que se presenta al análisis externo como netamente objetivo, pueda dar lugar a eventos o procesos subjetivos experimentados desde dentro? ¿Cómo encaja la subjetividad en un mundo “material” y en una concepción “materialista” del mundo? ¿Cómo elaborar, en definitiva, una explicación científica que dé cuenta del modo en que surge la experiencia consciente? Muchos filósofos han diseñado argumentos destinados a convencernos de que tal empresa científica nunca tendrá éxito. Dedicaremos el próximo apartado a exponer y criticar uno de los más influyentes y discutidos de dichos argumentos.

 

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¿Problema o misterio?

Algunos cuantos filósofos vienen tratando de convencer a la comunidad científica de que no importa cuán abiertas estén para la conciencia las puertas del laboratorio porque el problema que ella plantea es irresoluble, esto es, que no se trata de un problema sino de un misterio. Uno de los más influyentes argumentos esgrimidos por estos filósofos ha sido el del explanatory gap. Esta locución, que puede traducirse por «brecha explicativa», fue acuñada en los ochenta por Joseph Levine, un filósofo estadounidense que lleva tantos años tratando de demostrar que el problema de la conciencia no tiene solución como otros tratando de solucionarlo. Ahorraremos al lector los detalles técnicos de la argumentación de Levine y nos ocuparemos sólo del meollo de la misma. Imaginemos que descubrimos que X cuenta como la descripción apropiada de la neurofisiología del dolor de muelas. Lo que los defensores de la estrategia argumentativa del explanatory gap afirman es que no hay nada en X que explique por qué estar en ese estado fisiológico ha de tener el peculiar carácter subjetivo que tiene un dolor de muelas, que lo que sentimos cuando instanciamos X, cuando lo encarnamos, por así decir, ni queda explicado ni es inteligible a la luz de nuestra completa comprensión de lo descrito en X. El explanatory gap es, pues, la idea de que el nexo entre un estado mental consciente y su base neurofisiológica será siempre ininteligible.

La supuesta existencia de una brecha explicativa entre eventos neurofisiológicos y eventos conscientes se ha extendido en el ámbito de los Consciousness Studies como la idea de que, incluso comprendiendo detalladamente todo lo que la ciencia pueda decirnos acerca de la relación entre el cerebro y la mente consciente, esa relación continuará siendo un misterio. Así, se asume que, incluso conociendo todos los detalles relevantes, no podremos derivar hechos acerca de la conciencia partiendo de hechos fisiológicos del modo en que –supuestamente– podemos hacerlo con cualquier propiedad física de cualquier sistema. En este sentido, los defensores de la estrategia argumentativa del explanatory gap sugieren que podemos conocer todo acerca del modo en que una criatura se halla constituida y aun así continuar preguntándonos si es o no consciente, mientras que nada análogo sucedería si, en idénticas condiciones –esto es, sabiéndolo todo acerca del sistema que sea el caso–, consideráramos cualquier otra propiedad de cualquier sistema físico. En este segundo caso, sostienen, conociendo todos los detalles y teniendo en cuenta las leyes físicas pertinentes, podríamos derivar a priori cualquier hecho relacionado con dicho sistema.

Se han propuesto diferentes formas de interceptar esta estrategia argumentativa, pero, curiosamente, una forma tan obvia de hacerlo como la que bosquejaremos a renglón seguido no ha sido aún planteada y convenientemente desarrollada. Levine y el resto de los filósofos y científicos que se hallan bajo el influjo del argumento del explanatory gap dan por sentado que una hipotética mente capaz de –a la luz de las leyes de la naturaleza que Dios dispuso antes de ponerse a descansar– considerar todos los datos acerca de un determinado volumen de agua a 373º K y una atmósfera de presión, no encontraría problema en concluir que ese volumen de agua hervirá mientras sí lo encontraría si se tratara de concluir, partiendo de un completo conocimiento de tu fisiología, si eres o no consciente. En primer lugar, ni esa mente es la nuestra ni sabemos qué podríamos concluir si lo fuera. En segundo lugar, y concediendo que podemos concebirnos como siendo esa mente y gestionando todos esos datos –una concesión, sin duda, excesiva–, nada asegura que fuéramos a encontrar diferencias entre el caso de la evaporación y el de la conciencia, porque cabe de hecho imaginar que pudiendo manejar esa cantidad de datos y leyes científicas encontráramos ambos igualmente sorprendentes o predecibles. Tenemos, en definitiva, pocos medios para juzgar cómo se le presentarían las cosas a semejante mente omnipotente y bastantes motivos para dudar de cualquier conclusión extraída de premisas de este tipo. A Levine y sus secuaces les parece que algo permanecerá inexplicado sea cual sea la cantidad de datos y marcos teóricos empleados para dar cuenta del modo en que el agua de la neurofisiología se convierte en el vino de la conciencia. Algo les sorprende en ese paisaje causal al punto que consideran que será por siempre ininteligible. A nosotros nos sorprende lo trivial, inteligible y auto-transparente que les resulta cualquier otro paisaje causal, porque de hecho, en el fondo, no tenemos ni idea de por qué existen las regularidades naturales que se hallan a la base de ambas clases de paisaje. Lo único que sabemos es que esas regularidades tienen lugar y lo único que nos es dable investigar es el modo en que tienen lugar y el modo en que se relacionan entre ellas: en eso consiste la ciencia.

 

 


 

 

Para saber más:

Bayne, T., Cleeremans A. & Wilken, P. (2009) The Oxford Companion to Consciousness. New York: Oxford University Press.

Block, N., Flanagan, O. & Güzeldere G. (1997) The Nature of Consciousness. Cambridge, MA: MIT Press.

Churchland, P. S. (2002) Brain-Wise: Studies in Neurophilosophy. Cambridge, MA: MIT Press. [Capítulo 4].

Hierro-Pescador, J. S. (2005) Filosofía de la Mente y de la Ciencia Cognitiva. Madrid: Akal.

Levine, J. (1983) “Materialism and qualia: The explanatory gap”, Pacific Philosophical Quarterly, vol. 64, no. 4, pp. 354-361.

Levine, J. (1999) “Conceivability, identity, and the explanatory gap”, en S. Hameroff, A. W. Kaszniak, & D. J. Chalmers, (eds.), Toward a Science of Consciousness III, Cambridge, MA: MIT Press.

Papineau, D. (2011) “What exactly is the explanatory gap?”, Philosophia, vol. 39, pp. 5-19.

Velmans, M. & Schneider, S. (2007) The Blackwell Companion to Consciousness. Oxford: Blackwell.

Villanueva, E. (1995) “Conciencia”, en F. Broncano (ed.), La Mente Humana, Madrid: Trotta.

Zelazo, P. D., Moscovitch, M. & Thompson, E. (2007) The Cambridge Handbook of Consciousness. New York: Cambridge University Press.

 

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