Albert Camus: tierra de nadie
Por José de María Romero Barea
El filósofo Albert Camus (Mondovi, Argelia Francesa, 7 de noviembre de 1913 – Villeblevin, Francia, 4 de enero de 1960) nos invita a ser nosotros mismos. Su revuelta implica un reconocimiento del sufrimiento humano. El escritor y diplomático José María Ridao (Madrid, 1961) relee a Camus en un ensayo de la última entrega de la revista de Humanidades y Economía “La maleta de Port Bou” (Galaxia Gutenberg, Septiembre/ Octubre 2014): “Las intuiciones que permitieron [a Camus] atravesar las décadas más dramáticas del siglo XX sin precipitarse en la deshonra no pueden encontrar otra explicación que la singularidad de su carácter, aureolado por una suerte de santidad profana”.
Sostiene Ridao que el filósofo francés defendió una revuelta que hoy parece haberse convertido en una necesidad de primer orden. Es tarea del escritor preguntarse cómo puede la escritura contribuir a ello. En su artículo “El vacío elocuente” (págs. 84-87), Ridao comparte con Camus la creencia de que las cosas que se dicen aumentan la infelicidad del mundo. El escritor, por lo tanto, tiene la obligación de decirlas con precisión: “Reconocer en la indiferencia una razón para el homicidio, y reconocerla, además, cuando la hecatombe que se había precipitado sobre el mundo necesitaba de las grandes palabras como coartada pero también como consuelo, debió de provocar en los primeros lectores de El extranjero ese instante de silencio y conmoción en el que el hombre toma repentina conciencia de la tragedia”.
Camus defiende que el escritor tiene que decir la verdad. En los tiempos adversos de la ocupación nazi y la atroz guerra de Argelia, él mismo se dedicó heroicamente a decirla y a luchar por ella, contra todo tipo de propaganda. La premisa de su rebelión es el descreimiento. De ahí su rechazo a cualquier ideología que emplace la felicidad humana en el más allá; o, en la versión secular-religiosa, que la sitúe en un estado ideal, terrenal y futuro, cuya consecución suponga el sufrimiento, si no el exterminio, de todo aquel que no se pliegue a los designios del líder. Como afirma el diplomático madrileño, “A través de la contemplación, Camus advierte que el hombre habita una tierra de nadie entre la experiencia insatisfactoria y el inalcanzable Absoluto, y que es en esa tierra de nadie donde el hombre debe hallar los principios y criterios para concebir su vida”.
Sólo hay un infierno y está en este mundo, apostilla el filósofo francés, y es contra ese infierno contra el que hay que luchar. La ficción y la poesía nos ayudan en ese empeño; ambas encarnan el amor por la tierra y el disfrute de sus placeres. Sin embargo, el escritor paga por ello un precio: la incomprensión y el aislamiento. Sostiene Ridao: “La dimensión moral que de inmediato adquiere la obra de Camus, esa adscripción a la saga de los moralistas que Sartre subrayó con precisión en las páginas que le dedica tras su muerte, viene determinada por el descubrimiento de la soledad incomunicable a la que se condena el hombre que interroga el mundo”.
Precisamente por eso, afirma Camus, es necesario defender la belleza. El goce de estar vivo late en el corazón de su revuelta. Cien años después de su nacimiento, Camus nos sigue invitando a ser nosotros mismos. Su rebelión implica una afirmación de la libertad individual, un reconocimiento del sufrimiento humano y la necesidad común de mitigarlo en beneficio de todos: “Lo mismo que el hombre que acepta vivir en la tierra de nadie del absurdo, lo mismo que Sísifo feliz no debe disponer de su propia vida, tampoco debe disponer de la de los demás”, concluye el diplomático madrileño.